Iguales ante la ley
El sistema fiscal vasco necesita, en mi opinión, una transformación radical y urgente. La urgencia la determinan las dificultades del presente en lo material, sin duda, pero también en lo simbólico. Porque esta crisis que padecemos la ha originado el derrumbe de un modelo económico-financiero que ha podido florecer globalmente sobre la base de un derrumbe previo: el de una forma de ética política y social construida sobre una aspiración igualitaria, de estrechamiento progresivo de las distancias entre pobres y ricos. El abandono de esa aspiración no es de ahora; lleva decenios ensanchándose la brecha entre ricos y pobres; decenios degradándose la noción misma de empleo; y admitiéndose la lógica desatada, desalmada, de los mercados. La crisis es tanto material como simbólica, y sólo saldremos de ella cimentando una nueva ética del estar juntos, igualitaria, equilibradora.
Nuestro sistema fiscal, y esa es la primera objeción que creo que hay que oponerle, no favorece la igualdad entre los vascos sino al contrario, nos instala en la desigualdad. Los vascos no somos, entre nosotros, iguales ante la ley; en el sentido de que estamos sometidos, en función de que vivamos en uno u otro de los territorios históricos, a distintos tratamientos fiscales que repercuten en nuestro nivel de renta o en las tasas municipales que nos corresponde pagar. Nuestra compleja estructura fiscal posibilita además otras desigualdades. Que la carga que soportan las grandes empresas sea, según los territorios, más leve que la que afecta a las empresas de tamaño inferior. O que persistan figuras fiscales, como las Sociedades de Promoción de Empresas (SPE) que tributan al 1% mientras el resto lo hace el 28%, y cuyo diseño y mantenimiento favorecen a las grandes fortunas.
Y a todo ello hay que añadirle el fraude fiscal, terreno o metáfora por excelencia de la desigualdad social. Coinciden distintas estimaciones en señalar que este fraude alcanza, en nuestro país, unas cifras colosales. Tanto que serían capaces, por sí solas, no sé si de resolver en todo pero sí de remediar en gran parte las estrecheces que ahora mismo padecemos. Técnicos del Ministerio de Hacienda calculaban recientemente en 13.560 millones de euros el fraude tributario total en Euskadi; lo que supone un 20, 6% de nuestro PIB y una pérdida de recaudación de 2.415 millones cada año. Si pensamos que el presupuesto de Educación, por ejemplo, es de 2.645 millones comprendemos fácilmente el estropicio que el fraude fiscal supone, la fragilidad que instala en el futuro, en ese largo porvenir, de las nuevas generaciones. Un estropicio en lo material, insisto, pero también en lo simbólico, porque la equidad tributaria alimenta no sólo las arcas, también y esencialmente la cohesión y los valores de una sociedad. Ser iguales ante la ley es un principio irrenunciable al que el sistema fiscal vasco renuncia a diario. Entiendo pues que es urgente transformarlo.
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