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Tribuna
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¿Hay alguien que pueda resistirse a Eduardo Mendoza?

En el escritor, que recibe el premio Princesa de Asturias, el don de la sorna y la paciencia se alían con el don narrativo para generar una suerte de antídoto contra el envaramiento sermoneador, el drama españolista, el melodrama independentista y cualquier suerte de sacudida electrizante

Jordi Gracia

En la distancia larga o en la corta, Eduardo Mendoza es el extraterrestre que no merecen las letras españolas desde hace lo menos 50 años, cuando sin esperar nada de nada publicó en Seix Barral y en 1975 La verdad sobre el caso Savolta de la mano de su amigo Pere Gimferrer: es una novela llena de cabriolas, melodramas, asesinatos, corrupciones, recortes de prensa, recortes de sumarios, periodistas y desastres sentimentales (más o menos como ahora). Bueno, no exactamente, porque este hombre debió nacer con la media sonrisa puesta encima, encabalgada sobre el mostacho que debió lucir ya de niño, como ahora también, pero más oscuro y con una suerte de placidez de lord británico y contemplativo sin ínfulas y sin miedo a casi nada. Cuando fue a recoger a una oficina bancaria de Nueva York el dinero que le correspondía por las ventas de esa primera novela, tuvo que volverse a casa para agenciarse un par de carretillas de operario donde cupiesen las sacas gigantes de billetes que le correspondían y que no cabían en los bolsillos de su americana, seguramente de tweed.

El don de la sorna y la paciencia se alían con el don narrativo para generar una suerte de antídoto inverosímil, crónico, estable y fiable contra el envaramiento sermoneador, la histeria normativa de la información política, el drama españolista, el melodrama independentista y cualquier suerte de sacudida electrizante. Encarnan su voz pastosa y algo sorda y su voz narrativa de novelista la virtud democrática del humor como sabiduría antiexhibicionista, alérgica al narcisismo pandémico y superdotada para la supervivencia desdramatizada sin perder de vista el bien común como oración diurna y nocturna de las inteligencias nobles, y la suya lo es, lo es precisamente por aborrecer la predicación moralista y moralizante, por detestar la superioridad ética ejercida como vara de medir a los demás.

Mendoza pudiera ser el novelista que pasaba por ahí sin hacer ruido y sin dar lecciones, más allá de la magia desdramatizadora de la bonhomía

La humildad y el humor no son cocina española común sino excepcional, como excepcional fue esa alianza en el Cervantes del Quijote, y quizá por eso sigue imperturbablemente socarrón este hombre que habla y escribe literalmente para cualquiera. Es el milagroso grado cero de la democracia literaria en España porque le gusta a todo el mundo, porque no enfada a nadie y porque su burbujeante humor paródico ni es cínico, ni es ramplón, ni es marisabidillo, ni es pretencioso, ni es reivindicativo. Eduardo Mendoza pudiera ser el novelista que pasaba por ahí sin hacer ruido —quizá solo el rumor de una risa apagada, como retenida y murmurada— y sin dar lecciones más allá de la magia desdramatizadora de la bonhomía. Por eso quiso también ensayar otras novelas que también le salieron bien, aunque tuviesen menos sotobosque humorístico y más voluntad reflexiva y hasta (increíblemente) melancólica, como pasó con pequeñas piezas magistrales como El año del diluvio, en 1992, o como otra historia para pensar sin ponerse nervioso ni subirse a la parra, pese al título de Mauricio o las elecciones primarias (algunos hasta hemos querido leer ahí su autobiografía ideológica veladísima). Barcelona le debe un pedazo de su actual cotización icónica a través de uno de sus mayores éxitos —la leyeron hasta los escolares—, La ciudad de los prodigios, en 1986: en el título va desnuda la sorna que luego ha ido diluyéndose en el polvo de la inercia, aunque para entonces ya había desatado las pasiones turbias y viciosas de un montón de gente en torno a un detective anónimo, perfectamente pirado y protagonista de tramas espesas y delirantes. Sí, hablo de El misterio de la cripta embrujada y de El laberinto de las aceitunas.

Pero contra los hábitos de la mayoría de novelistas célebres, no le importa nada evocar una y otra vez a ese Gurb que hizo su primera salida pública en un serial de verano de este periódico, Sin noticias de Gurb, y que reconsagró una mirada piadosa, absurda y esquinada a la ensaladera de la actualidad. Quiso mirarnos desde la distancia filobritánica y el escepticismo cordial de un sabio sin poderes y sin patentes ni de corso ni de listo. Su aptitud para el humor es vegetativa y espontánea como la respiración. Ha contado algunas veces que las novelas más humorísticas y disparatadas se le salen de los dedos sin querer, casi sin intención de hacerlo, y como si la novela encontrase su cauce al delegar su inteligencia marciana en la voz de locos marginales y majaderos llenos de buena voluntad y de malas ideas. Son esas novelas que los críticos tendemos a despreciar levantando una ceja o martirizados de decepción pero que tanto hacen disfrutar a una mayoría saludablemente dispuesta a pasar un rato feliz con el humor sin acidez y con la sabiduría sin entronizar. Hoy no, hoy lo suben al trono mayor en Asturias y él seguirá haciendo bromas, rebajando la petulancia, quitando almidón a los discursos y posando con el bigote en su sitio y la mirada tan cerrada tan cerrada que parecerá chino mandarín.

Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Barcelona.

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Jordi Gracia
Es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y ha sido subdirector de Opinión y adjunto a la dirección.
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