El bum cultural norteamericano, un siglo después: Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos… y Louis Armstrong
En 1925, ‘annus mirabilis’ de la novela en Estados Unidos, aparecieron grandes títulos que, a pesar de envejecer con fortuna dispar, renovaron el arte de narrar e influyeron en escritores posteriores

En Tolstói o Dostoievski, su primer libro, George Steiner avanza la hipótesis de un supuesto agotamiento de las dos grandes tradiciones novelísticas del siglo XIX, la edad de oro del género: la europea en general y la rusa en particular. Con Flaubert, Balzac, Dickens, Zola, Stendhal, Turguénev, Tolstói o Dostoievski se había alcanzado un punto de perfección, pero también de saturación. ¿Cómo seguir?, se pregunta Steiner, con visión universalista, y encuentra la respuesta al otro lado del Atlántico, con la irrupción en el hemisferio norte del Nuevo Mundo de una emergente tradición de gran potencia: la literatura norteamericana.
El crítico estadounidense no señala ninguna fecha como punto de partida, pero cabría decir que el momento fundacional coincide con la muerte de Edgar Allan Poe, en 1849. El lustro siguiente fue testigo de un estallido de talento colectivo que sentaría las bases del futuro literario de la entonces democrática y aún joven nación norteamericana. El big bang tuvo lugar en el momento central de la centuria, entre 1850 y 1855, cuando las figuras formidables de Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Ralph Waldo Emerson, Henry Thoreau y Walt Whitman publican obras cuya influencia sigue viva hoy. Al quinteto es preciso añadir la figura de Emily Dickinson, que durante aquellos años escribía en secreto poemas de calibre comparable a los de Whitman. Asombrosamente, durante aquel quinquenio prodigioso vieron la luz Moby Dick, La letra escarlata, Walden o la vida en los bosques y Hojas de hierba, además de Hombres representativos, de Emerson. Arranca así un vertiginoso viaje por el espacio literario que no tendría una manifestación comparable en el tiempo hasta hace exactamente un siglo, en 1925, comúnmente considerado el annus mirabilis de la historia literaria norteamericana.

Centrándonos tan solo en la novela, aquel año vieron la luz cuatro títulos de gran resonancia histórica: Una tragedia americana, de Theodore Dreiser; Ser americanos, de Gertrude Stein, Manhattan Transfer, de John Dos Passos, y El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. A ellos es preciso añadir En nuestro tiempo, la primera colección de cuentos de Ernest Hemingway. También en 1925, William Faulkner recibe la noticia de que una editorial neoyorquina ha aceptado el manuscrito de su primera novela, La paga de los soldados. No es todo: enriqueciendo aún más la extraordinaria cosecha del año, sale de las prensas In the American Grain, colección de ensayos en los que William Carlos Williams examina aspectos fundamentales de la historia y la literatura de su país. En poesía (factor que siempre ejerce una influencia determinante sobre la prosa de vanguardia), el enigmático E. E. Cummings publica XLI Poemas, y H. D. (resulta llamativo que ambos se oculten tras unas iniciales) sus Poemas reunidos. Los dos poetas mayores del modernismo anglosajón también publican aquel año obras que permiten vislumbrar la magnitud de sus futuras aportaciones, T. S. Eliot la selección titulada Poemas 1909-1925, y Ezra Pound el segmento inaugural de sus Cantos.
Volviendo a la producción novelística del año, conviene matizar. Con Una tragedia americana, Dreiser lleva a su punto más alto la tradición del naturalismo heredada de Zola. A lo largo de 800 páginas, el autor traslada al ámbito de la ficción la historia del asesinato de Grace Brown a manos de Chester Gillette, que fue condenado a muerte y ejecutado en la silla eléctrica en un caso que despertó un interés inusitado en la prensa y en el público de la época. La novela es una tragedia simbolista que causó sensación por su profundidad psicológica y la eficacia con que da cuenta de los hechos, transformándolos en una honda experiencia estética. Los críticos coetáneos afirmaron que era la gran novela americana peor escrita de todos los tiempos, pero la fuerza con que Dreiser mantiene el pulso narrando las vicisitudes de la tragedia compensa los defectos estilísticos, por otra parte innegables. La novela hoy es ilegible.
Más ilegible aún si cabe, es Ser americanos, narración de casi un millar de páginas en la que Gertrude Stein busca plasmar en literatura los hallazgos del cubismo, contando en clave experimental, a base de insufribles repeticiones y variaciones formales, la historia de sus antepasados. Cuando décadas después una crítica tan sagaz como Janet Malcolm tomó la firme resolución de leerla, se vio obligada a trocearla literalmente para intentar hacerla digerible, fracasando en el empeño. Sin negar su reputación de ser la novela menos leída de todos los tiempos, Edmund Wilson dijo de ella que, tras su impenetrabilidad, se ocultaban valiosos hallazgos que justificaban afrontar su lectura, algo que han llevado a cabo y lo siguen haciendo, siquiera de manera fragmentaria, innumerables generaciones de escritores. Afincada en París durante muchos años, Stein fue amiga o protectora de figuras como Picasso, Matisse, Hemingway, Blaise Cendrars, Thornton Wilder o Fitzgerald. Su influencia tiene más que ver con su arrolladora personalidad que con su obra literaria, que cuenta con algunos logros memorables, en particular la magistral Autobiografía de Alice B. Toklas.
Tampoco ha envejecido bien Manhattan Transfer, de John Dos Passos, de quien Sartre dijo en su momento que era el mejor novelista norteamericano de su tiempo. En Manhattan Transfer, Dos Passos mezcla el montaje cinematográfico con el lenguaje periodístico, lección esta última aprendida directamente de Joyce. Resulta en extremo interesante que tres de las supuestas cuatro “grandes novelas americanas” de 1925 tengan hoy un interés sobre todo arqueológico, lo cual remite a la idea de Ezra Pound, según la cual la historia de la literatura se debía contar como la de los avances científicos, en función de las aportaciones que renuevan el arte de narrar.

El caso de El gran Gatsby es muy distinto. Cuando se publicó pasó relativamente inadvertida y las críticas que recibió fueron mayoritariamente indiferentes u hostiles, con algunas excepciones notables. Cien años después de su publicación, la novela de Fitzgerald no solo mantiene intacta su frescura, sino que está considerada una de las narraciones más perfectas jamás salidas de su país. Edmund Wilson fue uno de los primeros en señalar su grandeza y Eliot afirmó que era el primer paso adelante que daba el género novelístico en Estados Unidos desde Henry James. La novela cuenta la historia de Jay Gatsby, millonario que labra su fortuna mediante el contrabando de alcohol durante la ley seca. El retrato que se hace de la era del jazz en la novela es inigualable. Como trasfondo, una historia trágica de amor narrada por la voz del entrañable Nick Carraway. Ambientada entre Nueva York y Long Island durante los supuestamente felices años veinte, la narración despliega un juego de planos narrativos con absoluta maestría técnica y profundidad emocional. Además de diversas versiones cinematográficas, la novela ha tenido eco en obras de Raymond Chandler, Philip Roth, Ross MacDonald o los hispanos Ernesto Quiñones y Hernán Díaz.
La otra lección narrativa de 1925 cuya validez sigue intacta es la que despliega Hemingway en sus primeros cuentos, de los que, como en el caso de la novela de Fitzgerald, cabe decir que son perfectos. Su influencia sobre futuras generaciones es incalculable y alcanza a una larga lista de maestros del relato breve, como Raymond Carver, Richard Ford, Denis Johnson y, por la desnuda concisión del estilo, incluso la prosa novelística de Cormac McCarthy.
La importancia histórica del año la pone de relieve el formidable cruce de fuerzas en zigzag que tuvo lugar entre los tres narradores mayores del periodo. El genoma narrativo estadounidense es el resultado de dos fricciones extraordinariamente fértiles, por una parte, la que se da entre la esbelta elegancia de Fitzgerald y el sutil despojamiento de Hemingway, y por otra, la que tiene lugar entre el barroquismo de Faulkner, cuyo nombre asoma por primera vez en el horizonte literario entonces, y la contención rayana en la invisibilidad de Hemingway. Cormac McCarthy, por poner un ejemplo relevante, es heredero de ambos.
Con ser extraordinariamente rico y diverso, el panorama trazado hasta aquí es incompleto. Hay muchos más títulos y autores de relieve, algunos de los cuales han caído en el más perfecto olvido, mientras que otros han logrado mantener el interés de un modo u otro. En 1925 vieron la luz novelas de Willa Cather, Sinclair Lewis, Edith Wharton y Sherwood Anderson. Una obra que se sigue manteniendo insólitamente viva es Los caballeros las prefieren rubias, de Anita Loos, que tuvo una segunda vida como musical, así como en varias versiones cinematográficas, una de ellas protagonizada por Marilyn Monroe.
Uno de los rasgos que definen el carácter de aquel año es que está situado en el centro de la era del jazz, lo cual nos lleva al corazón mismo de la cultura negra. Uno de los títulos de importancia capital publicados aquel año es la antología El nuevo negro, de Alain LeRoy Locke, que anuncia un acontecimiento culturalmente crucial, el Renacimiento de Harlem, en el que participaron escritores, artistas y activistas de gran calibre, entre ellos Duke Ellington, W. E. B. Du Bois, Aaron Douglas, Langston Hughes, Countee Cullen, Zora Neale Hurston, Jean Toomer y Claude McKay.
Una publicación que marcó época fue El libro de los espirituales del negro americano, editada por James Weldon Johnson. En 1925 Louis Armstrong grabó su primer quinteto de jazz, se llevaron a cabo las primeras grabaciones del blues de Texas y las grabaciones de blues neoyorquinas alcanzaron los puestos más altos de las listas. En música George Gershwin y Aaron Copland estaban en pleno apogeo, así como en pintura Edward Hopper y los afroamericanos Aaron Douglas, Augusta Savage y Archibald Motley, estos últimos asociados con el renacimiento de Harlem y el jazz. Adela Nora Rogers St. Johns, excelente escritora, inaugura el género de la novela de Hollywood con The Skyrocket.
Una anécdota con más enjundia de lo que en principio se pudiera pensar es que aquel año tuvo lugar la aparición de un elemento esencial del paisaje de las futuras novelas de carretera, de Nabokov a Sam Shepard, pasando por Kerouac y los beats: en San Luis Obispo, California, se inaugura el primer motel del país. Uno de los mayores acontecimientos del año cuya importancia es imposible exagerar es que el 17 de febrero de 1925 se fundó la mejor revista literaria de todos los tiempos (ello teniendo en cuenta que Estados Unidos ha sido siempre el paraíso de las publicaciones de esta índole): The New Yorker, verdadero escaparate de la historia literaria estadounidense, con su fórmula feliz que incluye junto a perfiles magistrales, poesía, caricatura, crítica cultural en todas sus variedades y ficción firmada por los nombres de mayor relieve de la literatura universal.
Con ser importante, The New Yorker no es más que una pequeña parte de la historia. Si algo reverbera con fuerza a un siglo de lo que ocurrió en 1925, es la importancia del legado cultural, tanto literario como artístico y musical de los afroamericanos.
Con sus obras ocurre lo contrario que con los mamotretos de Dos Passos, Dreiser o Stein: están vivas. No hay una línea directa que los conecte con lo que ocurrió el año que se publicó El gran Gatsby, pero un siglo después algunos de los nombres de mayor relieve del panorama literario son afroamericanos: Ta-Nehisi Coates, Kevin Young, Colson Whitehead, Jesmyn Ward, Chimamanda Ngozi Adichie, Roxane Gay. Uno de los efectos de su aportación es la manera en la que le están dando la vuelta al canon.

Sin incurrir en jeremiadas woke, hay que decir que El gran Gatsby contiene algunos elementos problemáticos y su mundo es excluyentemente blanco. Nada de ello supone una merma de su grandeza, por supuesto, pero hay cosas que tenían que cambiar. El tan denostado como genial Hemingway, prototipo del escritor macho alfa, afirmó en su día que la historia de la novela americana inició su andadura con la publicación de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Cierto. Significativamente, la más reciente novela ganadora del National Book Award es James, en la que el afroamericano Percival Everett reescribe la obra de Twain desde la perspectiva de su protagonista negro, expurgándola de sus aspectos más problemáticos sin restarle un ápice a su mérito literario.
Muchas cosas han cambiado en el ámbito de la cultura estadounidense en los últimos 100 años, incluida la manera misma de entender la literatura, pero lo más notorio, quizá, es algo que denunció en su día Norman Mailer y más recientemente Timothy Snyder: en Estados Unidos de hoy, el espíritu democrático representado por figuras tan emblemáticas como Walt Whitman o Thoreau brilla clamorosamente por su ausencia.
Lista de lecturas
El Gran Gatsby (edición centenario)
Francis Scott Fitzgerald
Traducción de José Manuel Álvarez
Ilustraciones de Ignasi Blanch
Nórdica, 2025. 19,95 euros
234 páginas.
Manhattan Transfer
John Dos Passos
Traducción de Manuel Torrecilla
Cátedra, 2018
544 páginas. 21,95 euros
Ser americanos
Gertrude Stein
Ediciones JC, 2006
299 páginas. 17 euros
En nuestro tiempo
Ernest Hemingway
Traducción de Rolando Costa Picazo
DeBolsillo, 2020
192 páginas. 12,95 euros
La Paga de los Soldados
William Faulkner
Editorial Imagen LLC, 2020
15,81 euros
En la raíz de América
William Carlos Williams
Traducción de María Lozano
Turner, 2002
328 páginas. 22,90 euros
Poesía experimental
E. E. cummings
Edición bilingüe de Eva M. Gómez Jiménez
Cátedra, 2023
384 páginas. 18,50 euros
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