Mati Diop, Oso de Oro en la Berlinale: “Pude convertirme en actriz, pero preferí librar esta batalla”
La directora francosenegalesa documenta en ‘Dahomey’ las restituciones de obras de arte africanas y teoriza sobre un mundo que revisa sus jerarquías
A finales de febrero, Mati Diop (París, 1982) se convirtió en la ganadora del Oso de Oro en la Berlinale con Dahomey. En la película, la directora francosenegalesa documenta la restitución de las obras de arte robadas por los ejércitos coloniales europeos en el África subsahariana, siguiendo el rastro de 26 objetos ceremoniales que Francia aceptó devolver a Benín por voluntad de Emmanuel Macron. En 2017, el presidente francés dio comienzo a su mandato prometiendo, en un sorprendente discurso pronunciado en Burkina Faso, el regreso del patrimonio africano a sus lugares de origen.
La promesa se materializó cuatro años después con esa primera restitución, a la que siguieron otras. Diop decidió reflejarla en una película narrada, en un inhabitual gesto poético, por una de esas obras de arte que dormitaban en algún museo francés, que recoge un debate que ya se ha vuelto ineludible en la Europa de hoy. Dahomey se estrenará a finales de año en Filmin. Antes, Diop, que en su veintena fue actriz junto a Claire Denis y luego dirigió Atlantique, que ganó el Gran Premio del Jurado en Cannes en 2019, respondió a nuestras preguntas en Berlín, a pocas horas del desenlace del festival.
Pregunta. ¿Es esta película una respuesta al actual debate sobre la descolonización?
Respuesta. Es un poco anterior. Cuando escribía el guion de Atlantique ya tuve la intuición de que mi siguiente proyecto giraría en torno a la cuestión de la devolución de las obras de arte, solo que en forma de ficción pura. Más que nada, porque durante mucho tiempo me pareció imposible que algo así sucediera. Fue al escuchar a Macron en Uagadugú en 2017 cuando empezó a tomar forma. Debo decir que la palabra restitución resonó con mucha fuerza en mi interior...
P. ¿Por qué motivo?
R. Es el término que resume el trabajo que llevo haciendo todos estos años. En 2008, a los 25 años, decidí implantar mi productora en Dakar y ambientar mis primeros mediometrajes allí. Lo hice por la necesidad de regresar a mis orígenes africanos. Entonces era un gesto poco común, porque nadie quería ir a África, no estaba nada de moda. El continente seguía siendo una parte del mundo bastante despreciada, incluso por los propios afrodescendientes, que no sentíamos la necesidad de abrazar esa identidad y asumirla con orgullo, como sí ha sucedido luego, durante estos últimos años.
P. En 2019, el informe Sarr-Savoy, encargado por Macron, recomendó que, cada vez que un país africano solicitara la restitución de una obra, Francia la aceptase si no podía demostrar que no fue robada o expoliada. ¿Cómo reaccionó ante ese informe, que entonces generó escepticismo y críticas de maximalismo?
R. Yo tampoco esperaba que sucediera nada y, cuando pasó, me pareció espectacular. Eso fue lo que dirigió mi película hacia el documental. Sentí que, como cineasta, era importante aprovechar ese momento. A Macron le salió el tiro por la culata, porque recurrió a dos personas, la historiadora Bénédicte Savoy y el economista Felwine Sarr, intelectualmente rigurosas y de una gran integridad. Ellos aprovecharon el encargo de Macron para convertir el informe en una herramienta política. Fue toda una hazaña. El pensamiento que emana de este informe fue crucial para mí en la realización de Dahomey.
“Durante años me desenvolví en un mundo blanco y elitista. Quise reconquistar mi negritud, aplastada por lo occidental”
P. Macron pudo haber tirado ese informe a la basura y no lo hizo. ¿Por qué cree que decidió aplicarlo? La pregunta vale para el resto de los gobiernos que han devuelto obras durante estos años, de Alemania a los Países Bajos.
R. Soy capaz de reconocer, pese a ser fundamentalmente contraria a las políticas de Macron, la validez de los gestos concretos, cuando los hay. Sería absurdo tirarlo todo a la basura. Pero, con total sinceridad, veo en el gesto de Macron una paradoja bastante opaca.
P. ¿Cree que fue un intento de mantener la influencia cultural francesa en su antiguo espacio colonial?
R. Me parece una evidencia que, desde hace algún tiempo, la estrategia de Francia para volver a ganarse una buena reputación entre la juventud africana pasa por una serie de actos que son, en el fondo, una estrategia de seducción...
P. La película refleja la estupefacción y la alegría que han generado estas restituciones, pero también el desencanto de esa juventud africana frente a las promesas de Europa.
R. Sospeché que habría debate. Si ese debate existía, quería estar ahí para documentarlo. Y, si no era así, quería suscitarlo yo misma. Eso fue lo que sucedió: tuve que provocarlo, porque la juventud beninesa no se organizó de forma espontánea para apropiarse del asunto. Organicé una audición de 12 personas con puntos de vista distintos, ya que no quería que todos repitieran lo mismo. Filmé un debate en una universidad que duró dos días. Establecí una lista de temas que quería abordar, porque existe una herencia de la autocensura en Benín y creo que muchos se habrían atrevido a criticar a Francia, pero no a su propio gobierno.
P. Su película habla de la devolución de un patrimonio tangible, pero también intangible. Un participante lamenta haber crecido con las imágenes de Disney, pero no con las de Dahomey. Es decir, no con su propio imaginario cultural, sino con el del colonizador, ya sea francés o estadounidense.
R. Ese era el meollo de la cuestión. Si decidí hacer esta película fue porque ese asunto se encuentra en el corazón de mi identidad como mestiza, como afrodescendiente. Tomé la decisión de anclar mi cine en Dakar para reconquistar mi parte africana, mi negritud, porque durante mucho tiempo estuvo muy aplastada por mi entorno, que era muy occidental. Nací en París, crecí en París, me formé en París y estudié arte en París. Me desenvolví en un mundo blanco y elitista, alimentado exclusivamente de un imaginario occidental. En un momento dado, empecé a sentir angustia al darme cuenta de que las imágenes propias de la historia africana estaban desapareciendo.
P. Sucede en los museos, pero también en el cine...
R. Desde luego, el cine no es ajeno a ese problema. A los 18 años, cuando empecé a sentir el deseo de dedicarme al cine había pocos directores africanos haciendo cine, al margen de Abderrahmane Sissako. La edad dorada del cine africano quedaba lejos, sus referentes estaban muertos. Sentí inquietud por la extinción de ese imaginario. Y era algo de lo que no podía hablar con mis amigos blancos, y no porque fueran unos cretinos insensibles a estas cuestiones, sino porque no les afectaban de la misma manera. Y también, lo reconozco, porque yo misma no estaba en armonía con mi parte africana. El cine fue una herramienta de reconquista de esa africanidad que se hallaba en mí, pero también quise ir un poco más allá. Deseé que, en el núcleo del cine mundial, volviera a existir África. Atlantique respondió a esa voluntad. Quise que mi primera película se rodara en Dakar, en lengua wolof, y que restaurase una realidad que ya casi no tenía ninguna representación.
“Encarno, por mi propia historia, el significado de la hibridez. La frontera, en lo artístico y en lo geográfico, es artificial”
P. ¿Y el cine era el único medio para conseguirlo?
R. Sí, por distintas razones. El arte visual o la actuación no me servían. Cuando entendí que lo que quería hacer como artista sería eminentemente político, me desvinculé del arte contemporáneo. Me parecía un medio que solo se hablaba a sí mismo, que no estaba abierto al mundo. Por otra parte, el impacto del cine de mi tío, Djibril Diop Mambéty, fue enorme, pese a que no lo conociera directamente. Su película Touki Bouki, que rodó en 1973 con un bajísimo presupuesto, fue mi escuela de cine. Habla del cine como arte y como herramienta política. En 2007 rodé una película con Claire Denis, 35 Rhums, y después pude convertirme en actriz, porque me ofrecieron bastantes papeles. Pero tomé la decisión de hacerme directora de cine cuando entendí que, desde esa posición, podría librar esta batalla, que prevalecía sobre otros deseos que pudiera tener, como el de actuar, por ejemplo.
P. ¿Por qué hizo hablar a las obras de arte que aparecen en su película, hasta el punto de convertir a una de ellas en la narradora de Dahomey?
R. Para mí, esas obras no son meros objetos: desprenden una frecuencia, una energía, una vibración. Es algo que puede tener que ver con mi ascendencia africana, pero no solo con eso. Como artista, tengo claro que las obras son cosas vivas que interactúan con su entorno. La única indicación que di a mi equipo, en materia de lenguaje fílmico, fue que rodáramos cada toma desde el punto de vista de esas obras devueltas a Benín. Y también quise dejarles claro que no estábamos haciendo un documental, sino cine a secas. No quería oír la palabra documental. La idea de encargar la narración al escritor haitiano Makenzy Orcel surgió al final del proceso de montaje. El texto que escribió para narrar la película va más allá de la problemática de estas obras en sí y se hace cargo de la historia de todo un pueblo, de toda una comunidad. Es mucho más completo: abarca la historia de la esclavitud y de la colonización, pero también la cuestión, más actual, de la frontera.
P. Precisamente, usted parece creer bien poco en las fronteras, sean del tipo que sean. Su película se encuentra entre la ficción y el documental, como ya lo estaba Atlantique, retrato de una juventud que sueña con escapar de Dakar, que era un relato teñido de aspectos documentales.
R. Me gusta la hibridez porque es un elemento central de mi identidad. Me resulta casi doloroso tener que responder a la pregunta: “¿Su película es una ficción o un documental?”. Encarno, por mi propia historia, el significado de esa hibridez. La noción de frontera, en lo artístico, lo cultural y lo geográfico, me parece artificial. En el fondo, las fronteras son una noción política, una problemática relativa al poder, un instrumento de dominación.
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