Todo Vázquez Montalbán, incluido el más íntimo, estaba ya en su primera novela inédita
‘Los papeles de Admunsen’, terminada en 1965, se nutre de su biografía de expresidiario, militante comunista, novelista en ciernes e intelectual conflictivo con el poder (y con los suyos) en la Barcelona de los sesenta
Para la famélica legión de lectores de Manuel Vázquez Montalbán ha llegado a las librerías un opulento meteorito catapultado desde más de medio siglo atrás, insólito, inverosímil, fascinante y profundamente conmovedor. En miniatura, o incluso en una especie de concentrado nutricional, esta novela terminada hacia 1965 contiene el repertorio de virtudes que harán de Vázquez Montalbán uno de los novelistas de la democracia menos fáciles de tasar, dada la ingente cantidad de obra publicada y la incontinencia de un ansioso de manual, en perpetua huida del miedo a ser pobre y volver a la miseria y el sacrificio de su modestísima familia en el Raval barcelonés.
Con entradas profundas y una calvicie avanzada, aunque delgado todavía y ya profundamente escéptico, esta novela del MVM de 25 años arroja a borbotones sobre el lector la purga del dolor de una militancia comunista, la expiación del miedo a volver a la cárcel tras haber pasado dos años en Lleida (1962-1964), la rabia de la virtud heroica como autodestrucción infértil y la evidencia de la inutilidad del sacrificio humano frente a una dictadura con la proa lanzada hacia la felicidad económica de sus clases medias.
¿Puede haber algo más pegado al sello íntimo de Vázquez Montalbán que este puñado de temas centrales de su vida futura? En la pregunta está la respuesta a las razones por las que debió postergar indefinidamente el momento de publicar Los papeles de Admunsen hasta ya no hacerlo: la timidez y el pudor hubieron de ser obstáculos morales invencibles para ofrecer al público una cala vertiginosa y angustiada en una intimidad que solo emergería en la forma neobarroca, encriptada, hipersimbolista e inaccesible de su obra lírica y de su novela más críptica y confesional, ese El estrangulador (1994) que va dedicado a las víctimas del escritor y que redactó en las vísperas de una operación de corazón de la que podría perfectamente no salir vivo. Aplazó la operación hasta terminar un testamento literario que metía las manos en el centro más oscuro de su corazón.
Los papeles de Admunsen son en realidad los textos casi siempre satíricos o paródicos o psicodélicos (la huella de la impresión de Tiempo de silencio está esparcida por varios sitios) que inserta al hilo de una trama que lleva la autocrítica y la resignación dentro: Admunsen es un brillante técnico publicitario —la publicidad estuvo entre sus fuentes de ingresos en aquellos años de ganapán— que ayuda a vender, y vender productos en la plena lógica del capitalismo desarrollado de un franquismo encantado de conocerse mientras el protagonista digiere contradicciones galopantes como exmilitante comunista, o militante en la reserva, dispuesto a no abdicar de la vida ni acatar a ciegas los diagnósticos celestiales de una presunta revolución en marcha. Los estallidos de repugnancia ante el machismo estructural de aquel país —y el feminismo militante que destila la novela— o la ternura sin cursilería ante los trabajos de los operarios que construyen el pabellón de la empresa para la Feria de Muestras de 1962 esmaltan el texto del aroma de la época sin que desaparezca uno de los fetiches cruciales del futuro novelista, es decir, la hipocresía y la mendacidad de las altas clases empresariales entrevistas por un outsider que disimula y calla, que cumple y transige con la resignación de quien ha entendido ya la impúdica ley central del capitalismo: más dinero, papá, más dinero.
Está la confidencia del tiempo de terror, y no de silencio, vivido en la cárcel de Lleida entre 1962 y 1964 mientras escribía entre rejas
La voz inminente de un Carvalho aún no nato está ahí, está el cinismo escéptico y la ironía metódica, están la cocina y las recetas como tregua contra la vida, está el ajuste de cuentas contra el magisterio de intelectuales subidos a la parra de la soberbia y con la víscera del corazón más seca que un corcho (Manuel Sacristán), está la lucidez realista y pragmática frente al ensueño utópico y destructivo (los militantes antifranquistas caben en una furgoneta o un vagón de tren), está la interacción de alta cultura y baja cultura como fuente nutricia de la especulación imaginativa, está el sexo y el alcohol como comparsas de una novela para público no solo cautivo o enterado, está la frustración de no ser todavía, o nunca, el escritor que se sueña, está la confidencia del tiempo de terror, y no de silencio, vivido en la cárcel de Lleida entre 1962 y 1964 mientras escribía entre rejas y desaforado un pionero Informe sobre la información, buena parte de sus poemas de los sesenta y buena parte de esta misma novela, está la fascinación por algunas fábulas centrales de su vida —Erec y Enide— y está la irremediable disposición a colaborar con las causas nobles e inútiles fingiendo un cinismo nihilista y pasivo tomado del cine y la literatura negra estadounidense, y está la seguridad plena de que el realismo plano y doctrinal, pedagógico, social y didáctico conduce de forma irremediable a la invalidación del arte como instrumento de conocimiento y de transformación.
Está todo, y está incluso lo que ya apenas volverá a estar en ningún libro suyo: las estampas domésticas del padre y la madre saturados de miedo, y está la manipulación libérrima de su biografía real, completamente real, sometida a la virtud de la ficción.
Los papeles de Admunsen
Edición revisada y comentada por José Colmeiro
Navona, 2023
464 páginas. 25 euros
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