‘No te veré morir’, de Muñoz Molina: una narración ejemplar para una historia de amor de medio siglo
El escritor vuelve a probar su maestría en la descripción de estados mentales gobernados por la memoria y el deseo, por el deber y la culpa
Hay en la contenida extensión de esta novela, en la intensidad de las dos situaciones que sustentan la trama, en el calculado engranaje de las voces que la enuncian, en la oración única que ocupa el primer capítulo (73 páginas), una obvia voluntad de que No te veré morir no sea una obra más en la andadura ya dilatada y brillante de Antonio Muñoz Molina. Y lo ha conseguido, porque estamos ante una narración de construcción ejemplar, en la que los artificios técnicos están concertados en una misma dirección, la que marca una historia visible de amor, la del triunfador Gabriel Aristu, que acarrea en su reverso (o que oculta) otra historia dramática, la del quebranto vital de su amada y vencida Adriana Zuber. Y es esta historia, que conocemos elípticamente, la que proyecta su sombra sobre todo cuanto se cuenta de Aristu y la que conmueve y sobrecoge y aflige gracias a la delicada sobriedad con que el novelista la presenta a través de una escena de reencuentro medio siglo después del adiós. Trataré de explicarlo.
La escena tiene lugar en el año dos mil y pico en el piso donde vive una anciana enferma y en silla de ruedas, Adriana Zuber, bajo el escrutinio de su cuidadora Fanny. Ha acudido a visitarla Gabriel, que ha vivido en Estados Unidos desde que se marchó en 1967 tras despedirse de ella en una noche furtiva y apresurada para dejar pasar después medio siglo sin dar señales de vida. Gabriel era hijo de un monárquico culto, amigo de Stravinski, Lorca y el hispanista J. B. Trend, que le consiguió una beca en Oxford. Manuel de Falla, el musicólogo Adolfo Salazar y Pau Casals estaban también entre sus amistades, por lo que fue natural que Gabriel se formara como violoncelista, aunque fueron sus estudios de Derecho y Economía en Londres los que lo encauzaron hacia una exitosa carrera internacional de asesor jurídico y financiero.
El monólogo interior de un personaje constituye una oración única que ocupa las 73 primeras páginas
¿Cómo contar a la vez aquellos remotos años de amor juvenil con Adriana y estos 50 años de peripecia vital y profesional? Muñoz Molina le cede la voz al propio personaje, en un monólogo interior que es un tour de force sintáctico porque en una sola frase embute toda la matizada historia de Aristu y, lo que es de admirar, sin que el hilo se rompa o se extravíe, permitiendo que esa sintaxis líquida discurra por los meandros de un decir interior que engloba una vida completa.
Una vez está situado el lector en las coordenadas de la fábula, surge una nueva voz narrativa que nos retrotrae a un tiempo anterior: es la voz de un profesor de arte español contratado un semestre en Estados Unidos, adonde llega con toda la excitación y la perplejidad de quien no domina el idioma y pisa unos lugares que se le antojan escenarios de cine. Se llama Julio Márquez (el nombre solo se da una vez), carga con su propia mochila de desdichas (un divorcio atroz y la radical incomunicación con su única hija, una astrofísica renombrada) y encuentra en Aristu protección y amistad condescendiente.
Después del monólogo, es él quien opera como un narrador testigo y confidente, quien completa los huecos de la biografía de Aristu con lo que este le ha contado y quien va a funcionar como resorte activador de la trama, puesto que no es sino él quien pronuncia después de tantos años el nombre de Adriana Zuber. Y, alternándose con él, Muñoz Molina utiliza una voz superior y anónima que resuelve aquello que escapa al conocimiento de Márquez pero que uno tiene la tentación de leer como una impostación de omnisciencia de este. Estos juegos con las voces y el punto de vista funcionan a la perfección y contribuyen al efecto último de hacer sentir la honda e irreparable soledad de Adriana Zuber, lo inicuo de su destino.
El libro logra atrapar la materia negra que amolda desde dentro los infelices destinos humanos
Si Gabriel, pese a su inicial sentimiento de extrañeza —luego suavemente cronificado—, se convirtió en un norteamericano rico, con esposa e hijos yanquis, en un reputado mecenas cultural y en un refinado hombre de mundo, Adriana sufrió la condena de tantas mujeres, la del maltrato conyugal y el acoso, la del desamparo y la lucha por subsistir y criar a una hija que, de añadidura, nació de la violencia. Sin necesidad de ponerle palabras, Muñoz Molina representa con sutileza la efigie mental que los antiguos amantes esculpieron uno del otro, sobre todo la de Adriana en la mente de Gabriel, un ídolo tan inocuo como ornamental, alojado en un estante de su memoria sentimental, ajeno a la verdadera suerte de la mujer que lo inspiró. En cuanto a qué imagen de Gabriel albergó ella durante medio siglo lo inferirá el lector, pero conviene que preste atención a las desemejanzas y asimetrías, a cuál de los dos se inhibió o desistió, a quién mantuvo en equilibrio la decepción y la esperanza, al lugar donde se acumulan los haberes y el lugar donde se amontona el abandono, la soledad indeseada, la espera de una enmienda que no llega. Ni siquiera en una última súplica desoída.
Muñoz Molina recrea con exactitud la vida sofisticada de Aristu o el tedioso mundillo académico, vuelve a probar su maestría en la descripción de estados mentales gobernados por la memoria y el deseo, por el deber y la culpa, pero en esta novela, por encima de eso, logra atrapar la materia negra que amolda desde dentro los infelices destinos humanos. El de Aristu, el del narrador Márquez, y el terrible de Adriana Zuber, la heroína de esta hermosa novela.
No te veré morir
Seix Barral, 2023
238 páginas. 19,90 euros
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