‘El orden del azar’: la vanguardia de Guillermo de Torre junto a los Borges
De Madrid al exilio en Buenos Aires, el escritor ultraísta fue una figura fundamental de la cultura hispánica, ligado desde su juventud a los hermanos Jorge Luis y Norah Borges. ‘Babelia’ adelanta un extracto de la biografía del profesor y crítico Domingo Ródenas de Moya, que Anagrama publica este 7 de septiembre, sobre las circunstancias de la creación del relato ‘Pierre Menard, autor del Quijote’
Un accidente afortunado: Pierre Menard
La semilla de Valéry iba a tener, para Borges, un abono dramático. La Nochebuena de 1938 doña Leonor espera aliviar el duelo por la muerte de su esposo con la compañía de Georgie, Norah, Guillermo y su nieto Luis. También va a cenar con ellos Emma Riso Platero, Emita , invitada por Jorge Luis, que salió a buscarla. Recorrió las pocas manzanas hasta la calle Ayacucho mientras en casa preparaban la mesa. Cuando llegó al edificio, apurado de tiempo, el ascensor estaba averiado y subió deprisa por la escalera a oscuras, por lo que no vio la ventana abierta en un tramo de escalera. Estaba recién pintada y se golpeó con ella la cabeza, pero siguió subiendo. Cuando Emma Riso abrió la puerta, se horrorizó: Georgie tenía una brecha en la cabeza, la sangre le bañaba un costado de la cara y le empapaba la camisa. Lo acompañó a urgencias, donde le suturaron la herida sin desinfectarla por completo.
El disgusto en casa fue mayúsculo, aunque lo peor empezó veinticuatro horas después con el malestar y la fiebre. En los días siguientes el estado de Georgie empeoró, y cuando la temperatura le subió a cuarenta grados, con alucinaciones y pérdida del habla, se le trasladó de inmediato al hospital. Había transcurrido una semana desde el accidente y la infección se había generalizado hasta producirle una septicemia. Necesitaba cirugía urgente para limpiar la herida; luego la naturaleza tendría que hacer su trabajo, porque la penicilina no llegaría a Argentina hasta ocho años después. Tras la intervención, Borges permaneció en estado febril, semicomatoso, casi un mes, en el quicio entre la vida y la muerte, con la constante compañía de su madre Leonor y las visitas de Norah, que no podía desatender al pequeño Luis.
Aquella desdicha había ocurrido en pleno verano austral. El plan de vacaciones se había desbaratado: no podrían ser, como el año anterior, en el Hotel Las Delicias de Adrogué ni en el Rincón Viejo, la estancia de los Bioy en Pardo. De hecho, no podrían ser en ningún lugar. Pero Guillermo, después del intensísimo semestre en Losada, necesitaba tomarse un descanso. Y se lo tomó yéndose solo unos días a Uruguay.
A mediados de mes Borges salió de peligro, había remitido la fiebre y recuperado el habla. Con una mezcla de temor y aprensión, quiso comprobar si sus facultades cognitivas se habían visto dañadas, si era capaz de leer y entender lo que leía. Le pidió a su madre que le leyera unas páginas de Más allá del planeta silencioso de C. S. Lewis, una novela de ciencia ficción protagonizada por un filólogo de Cambridge (y que había resultado de un desafío con su amigo J. R. R. Tolkien). Al comprender lo que oía, Borges rompió a llorar (así se lo contaría en 1964 a Georges Charbonnier). Sin embargo, persistió otro miedo: el de no poder escribir. Tras recibir el alta y regresar a casa, quiso ponerse a prueba. Consideró que hasta entonces había escrito “una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves” y si intentaba escribir una reseña y fracasaba estaría acabado intelectualmente. Al fin y al cabo, eso, reseñas y breves ensayos, eran los géneros que habían cultivado él y Guillermo desde que este abandonara la poesía. Había que intentar algo nuevo, porque fracasar en un nuevo formato no implicaría un fracaso total sino solo un tropiezo.
Mientras Guillermo reanudaba sus rutinas en Losada, Borges se aplicó a tramar una fantasía en forma de artículo erudito sobre un oscuro escritor fallecido en agraz. Se acordó de un psicólogo francés al que le había interesado la relación entre escritura y patología mental y le debió gustar la ironía de ponerle su nombre a su difunto protagonista: Pierre Menard. Difunto como Kafka, con una obra fragmentaria y dispersa, en cuyo inventario y glosa iba a consistir aquel test sobre la integridad de sus capacidades. La intimidad con Kafka de los meses anteriores pudo inspirarle la idea de una muerte prematura que deja una obra visible y otra invisible, pero lo cierto es que él mismo se reflejaba en Menard, puesto que después de lo grave que había estado le era fácil imaginar quién hubiera sido un Borges muerto a comienzos de 1939, preguntarse por la obra que dejaba. El balance no era satisfactorio, como no lo era el de la obra visible de Menard, con la que guarda no pocos paralelismos (sin ir más lejos, el tratamiento del problema lógico de Aquiles y la tortuga, que Guillermo le había publicado en El Sol). Pero lo que importaba para salvar a Menard (y a sí mismo) no era esa producción accesible sino la inédita, la oculta, es decir, la que aún pertenecía al orden de los proyectos venideros (o de las esperanzas). Y ahí acudió a la lectura reciente de la Introducción a la Poética de Valéry.
Borges había reseñado en junio esa conferencia de Valéry en el College de France, fascinado por sus dos tesis en apariencia contradictorias: la primera, que toda creación literaria “se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado” (es decir, una combinación feliz de las reglas del idioma), y la segunda, que “las obras del espíritu solo existen en acto”, un acto que “presupone evidentemente un lector o un espectador”. De esas premisas se derivan conclusiones divergentes, porque la primera comporta un número finito de obras literarias, mientras que la segunda subraya que cada lectura es única y distinta de lector a lector, lo que convierte su número en virtualmente infinito. Esta consecuencia vertiginosa sugestiona y divierte a Borges, que desde entonces afirmará que todos los libros son infinitos porque infinito es el número potencial de sus lectores.
Si en su reseña ilustraba la mutabilidad histórica del sentido con un verso de Cervantes ("¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!"), tras su accidente lo hará con el Quijote todo, y no ya atribuyendo el cambio de sentido de la novela al lector sino, en una inversión de papeles no exenta de humorismo, al autor, a Pierre Menard, obcecado en escribir de nuevo, como un simbolista del fin de siècle, una novela que ya existe. Si un mismo texto podía ser escrito por un autor español del siglo XVII y otro francés de las postrimerías del XIX, entonces quedaba al arbitrio del lector resolver desde dónde o desde quién iba a leer la obra: el Quijote podía ser leído como obra de Cervantes o de Menard y en cada caso su significado estaría determinado por las posibilidades de sentido de su contexto histórico.
Aunque para Borges fue un divertimento con destellos autobiográficos que no terminaba de romper con la mezcla de crítica y ficción que iba ensayando, “Pierre Menard, autor del Quijote” iba convertirse en la flecha que señalaba la Vía Apia del talento de Borges. Lo envió a José Bianco para Sur, que se lo publicó sin demora, en mayo de 1939, en la sección noble de las colaboraciones largas, donde su presencia había sido rara. Desde entonces Sur sería el escaparate de sus extraordinarios relatos. Victoria, haciendo caso omiso a sus desplantes y discrepancias, pondría al servicio de su portentoso talento la revista y la editorial.
‘El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges’, de Domingo Ródenas de Moya. Anagrama, 2023. 600 páginas, 29,90 euros.
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