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Columna
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Los papeles de Kafka

El escritor prefiguró las pesadillas del siglo pasado, pero también las de este

Marta Rebón
Frank Kafka, en la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga, hacia 1920.
Frank Kafka, en la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga, hacia 1920.Getty Images

Después de casi un siglo de testamentos traicionados, conflicto de intereses entre países, debates académicos y dramas (o vodeviles) judiciales, hace 11 días se exhibieron los últimos papeles en disputa de Kafka, recién llegados a Jerusalén. Ha sido la culminación de más de una década de litigios entre la Biblioteca Nacional de Israel, que los reclamaba como “bien cultural del pueblo judío”, y el Archivo Literario de Marbach, que defendía su derecho a conservarlos por ser el escritor de Praga un autor en lengua alemana. Es irónico que en esa batalla legal, como reflexionó Judith Butler en ¿A quién pertenece Kafka?, los manuscritos de un literato que ahondó en la condición del excluido hayan pasado a ser un icono de pertenencia nacional. ¿De quién es Kafka, pues? ¿De Chequia, en cuya capital nació, donde se ha convertido en un potente reclamo turístico, a pesar de la aversión del autor al exhibicionismo? ¿Del país en cuyo idioma creó su obra, aunque durante el nazismo prohibieran sus libros y aniquilaran a buena parte de sus allegados? ¿De Jerusalén, el lugar adonde fantaseó con mudarse junto a su última pareja para montar un restaurante, él sirviendo mesas y ella como cocinera?

En Venecia, en la terraza de un histórico hotel con vistas a la laguna, descubro un “Kafka estuvo aquí”. En la placa se lee que allí, en 1913, escribió una carta de amor a Felice Bauer. ¿De amor? Tal vez, si es que se puede calificar así una misiva rematada con un “tenemos que decirnos adiós”. Mejor publicitar a un escritor enamorado, pensarían los dueños del hotel, que a uno en fuga de su prometida. Kafka, que necesitaba una soledad extrema para crear, le dijo una vez a su sufrida novia: “Uno nunca puede rodearse de bastante silencio cuando escribe. La noche incluso resulta poco nocturna”. Abundan los escritores que, con el tiempo, pasan a convertirse en prescriptores accidentales de viajeros en busca de experiencias: “He aquí las vistas que Jane Austen admiraba”, “he aquí la avenida por la que Proust paseó...”. No faltan turistas, mojito en mano, que pasan por caja de buena gana para disfrutar de su “momento Hemingway”. Kafka, que viajó solo a Italia —obligado a soportar su propia compañía—, no apuntó nada en su diario, así que no existe una ruta con su nombre en esta ciudad-isla definida por algunos como el primer parque temático de Europa. Debemos contentarnos con imaginar su inconfundible figura inmersa en el laberinto flotante de Venecia, suspendida entre dos orillas en alguno de sus más de cuatrocientos puentes.

Cuando le diagnosticaron tuberculosis, Kafka se convirtió en un turista de sanatorios. Al visitar algunos lugares de Europa durante los primeros compases del turismo de masas, había soñado con hacerse rico publicando guías para viajar con poco dinero. Dos años antes de morir se alojó en un balneario de la Montaña de los Gigantes, un paisaje nevado que se convirtió en la localización innombrada de su última novela. El protagonista de El castillo intenta acceder (en vano) a la fortaleza. ¿Por qué? La posadera se lo aclara: “No es usted del pueblo. Es un forastero, alguien que está de sobra. Alguien por quien se sufren continuamente molestias, cuyas intenciones se desconocen”. Haciendo gala de unas maneras similares, Salvini, con una cruz orgullosamente colgada al cuello, enarbola su doctrina de puertos cerrados para mantener como rehenes en el mar, a merced de las olas, a más de un centenar de migrantes. Los quiere fuera del castillo. Kafka prefiguró las pesadillas del siglo pasado, pero también las de este.

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