‘En memoria de la memoria’: cuando lo personal es político
María Stepánova recorre la historia rusa desde el siglo XIX hasta el fin de la Unión soviética a través de la trayectoria vital de sus ascendentes maternos y paternos
María Stepánova esparce sobre la mesa los álbumes familiares; diarios como el de la tía Galia a través del que conocemos minuciosamente las acciones de su vida pero no el contenido de las acciones de su vida —lee, pero no sabemos a quién—; las cartas de Liodik, un primo de su madre que nunca se quejó y hacía preguntas sobre la salud de los demás mientras él sufría la crudeza del cerco de Leningrado, narrado con impresionantes y medidas tesituras del mejor género bélico por la autora. Stepánova acumula restos de muñecas Charlotte; la conmovedora nota del abuelo: “No sé qué día es hoy”; el piano; las cartas que Liolia le manda a Lionia para rogarle que espere porque, antes de casarse, ella debe acabar sus estudios de Medicina… Stepánova esparce sobre la mesa arqueología y genealogía familiares, y desarrolla un síndrome de Diógenes que agudiza visitando cementerios con nombres judíos repetidos en sus lápidas, archivos, relatos recordados que complementan esa memoria personal siempre insuficiente: todo ese tesoro de voces, documentos personales recogidos en “no capítulos”, necesita un óvalo, un marco que dé sentido a los rasgos dispersos del rostro. Del rostro de la intimidad, a través del relato de la historia de los ascendentes maternos y paternos de Stepánova, y del rostro de la historia que la escritora recorre desde el siglo XIX hasta el fin de la Unión Soviética.
Interesan los análisis sociopolíticos —el catalejo— y el microscopio sobre el corazón de una bisabuela que es el tótem fundacional, Sarra Guinzburg, la matrioska simiente a partir de la que se engarzan las vidas de Liolia, médica como su madre; Natasha, que quiso escribir, pero no pudo y apretó poco el lápiz para que el trazo se borrara; María, que sí escribió y, con su escritura, aspiró a proteger a esos muertos que siempre están a la intemperie. Interesa ese plano de denuncia política y de vinculación del contexto histórico con el texto familiar: la enésima constatación de que lo personal es político, y la afectividad está marcada por el signo de los tiempos que nos toca vivir.
Sin embargo, lo que más me impresiona es el aparataje teórico con el que Stepánova busca ese marco para entender los resortes y mecanismos de la memoria como relato condenado a la imposibilidad. Tratar de hacer memoria es convocar el fracaso de la aventura temeraria, del reto faraónico, de Lope de Aguirre o Fitzcarrald, el más difícil todavía, si consideramos que Stepánova ha oído desde pequeña: “Eres judía”. Y eso significa que lo tienes que hacer bien, mejor que nadie, y una no sabe hasta qué punto en ese mandato de perfección anida un mecanismo de defensa, pero también una molécula de interiorizado antisemitismo.
Por eso, Stepánova lo hace mejor que nadie y, en la búsqueda del óvalo que coloque en su lugar ojos, boca, pómulos dispersos de un rostro —memoria, nostalgia, recuerdo, melancolía, olvido, relato, historia, distorsión, interferencia, imagen, escritura…—, lee y comparte reflexiones, bellísimas y útiles, en torno al concepto de posmemoria de Marianne Hirsch que piensa en cómo llevamos a nuestros muertos en el cuerpo —la autobiografía se eleva a género histórico, los fantasmas son carne y trauma, y los recuerdos son un material que se edita—. Porque hablar de escritura es hablar siempre de memoria y cuerpo. También recupera Stapánova las palabras de Balzac que no se fotografiaba porque cada imagen le sacaba una capa de piel y, en la epifanía luctuosa del escritor, encontramos la raíz de algunas ideas deslumbrantes de Krakauer, Sontag o Berger: la fotografía como modo de exclusión, la fotografía accidental o ese efecto blow up que, desde la recepción, nos coloca en un lugar en el que somos capaces de ver más que quien tomó la foto.
Percibe Stepánova las simultaneidades igual que lo hace Marta Aponte, y cuenta cómo Kafka quizá estuviera en París al mismo tiempo que su bisabuela Sarra, estudiante en la Sorbona. La autora utiliza exégesis y écfrasis para definir el óvalo encontrando referentes en esos autorretratos de Rembrandt que congelan una emoción externa y no son en modo alguno piezas de subjetividad a la manera de Montaigne. El autorretrato de Rembrandt se parece más al selfi contemporáneo, con su compulsión por aprehender momentos sucesivos impostados, que al ensayo como introspección. Reflexiona Stepánova sobre el aire de familia y la “familia imaginaria” de Rafael Goldchain; la memoria fría y las analogías de Sebald; los fantasmas y superposiciones de las fotos de Francesca Woodman; la leyenda askenazi del dibbuk como espíritu errante que posee los cuerpos; o sobre George du Maurier, autor del “benigno folletín” antisemita Trilby y de su recordado personaje Svengali: Du Maurier prevé en una de sus caricaturas para Punch el poder de guardar voces y músicas dentro de botellas. El poder del archivo sonoro y musical. En memoria de la memoria se parece al cuerpo roto de una muñeca Charlotte cuyas piezas han sido unidas por un pegamento cultural vívido y erudito. Pese a la insatisfacción, se puede hacer memoria, aunque sospechemos que ese acto no va a desembocar en la construcción de un recuerdo-cuerpo perfecto que podamos exhibir públicamente como se hizo, hasta la década de los setenta, con el cadáver de Sarah Baartman, la Venus hotentote del Museo de Historia Natural de París.
En memoria de la memoria
Autora: María Stepánova.
Traducción: Jorge Ferrer.
Editorial: Acantilado, 2022.
Formato: tapa blanda (512 páginas, 26 euros).
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