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‘El asedio animal’ o el cuerpo amputado de Colombia

Las historias de Vanessa Londoño leen la huella de la violencia y la crueldad que se ceba en los hombres y en muchísimas mujeres

El asedio animal
La escritora colombiana Vanessa Londoño.Aurea Del Rosario
Marta Sanz

Vanessa Londoño es discípula de Diamela Eltit. Nacida en los ochenta. Abogada. Colombiana. Premio Nuevas Plumas de la FIL. Premio Aura Estrada. Este libro tiene 103 páginas. Yo no habría sido capaz de aguantar muchas más. No acostumbramos a soportar tanta belleza y tantísimo dolor. Estamos acostumbradas, más bien, a las novelas de tacitas o de senderos que se bifurcan, a las palabras idénticas a sí mismas que no nos inquietan y se quedan dentro de libros con portadas de paratexto vegetal. No selvático: vegetal de flores ordenadas en una manejable —agradable— greca. Pero abrir El asedio animal es un sacrilegio en favor de las demonias de la literatura. “A veces me parece que de afuera llega ese olor de los entierros que rozan la superficie de la tierra y cuyos huesos abreviados repelen el lento repliegue del sol que les cae encima”. Los textos de Vanessa Londoño desprenden ese olor de profundidad turbia: la página, también vegetal, huele a deseo, sangre y origen. Bajo la greda y el agua sucia que arrastran los cadáveres —como en Mapocho, de Nona Fernández—, impulsan su escritura los fantasmas de Juan Rulfo invitándonos a leer hacia la raíz de una Historia y una Naturaleza sinérgicamente hostiles. La palabra de Londoño, con sus polifonías y su música inusual, muestra esto: el dolor fantasma del muñón de un cuerpo amputado acaso como metonimia del dolor de un país desmembrado, herido, lleno de ausencias. Colombia. La escritura lee quirománticamente no la mano, sino el remiendo de la amputación. Lee la huella de una brutalidad que se ceba en los hombres y en las mujeres, en muchísimas mujeres, de manos cortadas a machetazos o de lenguas amputadas. En las 103 escuetas páginas de El asedio animal descansan las víctimas de la operación “ojos muertos”, las retinas heridas por los perdigones de un anciano; la mujer que se rapa el pelo para ser acribillada como único hombre de la casa; los recién nacidos ahogados como gatos en tinas y en ríos; las niñas, con sus incipientes e hipersensibles pezones de botón, secuestradas y poseídas; los animales quedan desollados en la carretera, aún vivos, sus cuerpos laten, tiritan y se convulsionan… Tuve que leer muy despacio esta narración. No quedaba otro remedio. Y la leí porque la poesía de su crueldad no era publicitaria. Porque su manera de decir era lo cruel en sí mismo que se alzaba delante de mis ojos, en una catarsis y una enunciación de lo que nunca debería volver a suceder.

La violencia opaca la lógica y el hilo consolador de cada trama: la racionalidad de las tramas a veces funciona como un elemento consolador para quienes leemos. La síntesis de lo complejo, la manejabilidad de la entropía y el caos. Aquí no. La violencia opaca las voces y las bocas y los cuerpos y las historias que esos cuerpos cargan. La violencia opaca incluso la cronología: lo que sucede y se narra en este libro lleva sucediendo demasiado tiempo en el curso de una historia muñón. Una historia de mutilaciones en la que siempre pierden quienes están abajo: como Fernanda Huanci, de Hukuméiji, que osa transgredir las leyes kabagga poniéndose zapatos para las tareas del campo, arguyendo que el sol es el mismo para hombres y mujeres. “El sol este no calienta malo o bueno, no. Todo se calienta”. A Fernanda “la pusieron a cargar piedras arrodillada sobre semillas de algodón”. Luego le cortaron las piernas con una motosierra y la dejaron morir. ¿Quieres mirar hacia otro lado? Vanessa Londoño no va a permitirlo. Su voz, la sintaxis lírica de un pensamiento otro, la perturbadora nitidez de lo expresado por sus confusos amasijos de carne, atrapan y laceran y se empapan con los registros de quienes nunca pueden decir. La estrategia de desrealización de este libro no es la poesía, sino la imposibilidad de soportar tanta violencia. Parece que no cupiera en la realidad una violencia tan brutal como la que perfilan las hermosas palabras de El asedio animal. Tampoco escapamos del delirio con imágenes literarias que lo apacigüen o nos salven de él: un disparo en la tripa se equipara a la coz de un animal, pero la sangre no adopta nunca la forma del pétalo de rosa. La palabra literaria no hermosea, sino que solapa la violencia real con la violencia de su representación lingüística. Al final del libro, se repiten los hechos y ese espejo no difumina la violencia original, sino que la multiplica sin dejarnos escapar. El espejo impone un orden en el relato disperso de los fragmentos cortantes. El espejo se unifica recolocando las piezas rotas. Y la sutura no alivia. El resultado es el horror. Allí estamos leyendo todo lo que sucede con los ojos, forzadamente abiertos, del protagonista de La naranja mecánica. Leemos todo lo que a menudo no cabe en un texto de naturaleza literaria porque el tremendismo puede ser espuriamente comercial, o parece poco elegante e inverosímil: se aparta de las normas de cortesía de la literatura ingrávida y gentil como pompa de jabón. Pero las palabras de Vanessa Londoño hacen realidad lo que ya es, lo multiplican para que no podamos soportarlo: el gemido de una agonía, una visión del cuerpo en la Historia, que sucede en este preciso instante de lectura en calma y Londoño nos muestra con infinita y pertinente crueldad poética.

Portada de 'El asedio animal', de Vanessa Londoño. EDITORIAL ALAMADÍA

El asedio animal 

Vanessa Londoño 
Almadía, 2022
103 páginas. 15,95 euros

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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