La modernidad heterodoxa del bilibú
Una nueva edición conmemora los cien años del excéntrico Cristóbal Serra
Cristóbal Serra sabía leer el lenguaje secreto de la analogía, ver el mundo en el caminar de los cangrejos, entonar la risa desacralizadora y crear la palabra que arde sin cegar. No quería llegar a los cien años. Ni a los 90. Murió a los 89, cifra acorde con una numerología simbólica que no admite los ciclos cerrados. “Nuestros días —decía— están contados por el último sueño”. Hoy se cumple el siglo de su nacimiento y sus prosas siguen siendo reivindicadas por las nuevas generaciones. Descubierto por Octavio Paz y la turbadora artista Bona Tibertelli de Pisis en 1961, su nombre fue transmitido como un secreto entre una selecta lista de escritores, desde Juan Larrea y Carlos Edmundo de Ory a Pere Gimferrer y Enrique Vila-Matas, hasta que en 1996 Basilio Baltasar reunió su obra en Ars Quimérica (Bitzoc). Ahora, el crítico Josep Maria Nadal Suau propone una nueva selección de textos en otra editorial, también joven, Wunderkammer, El viaje pendular, que incluye escritos poco conocidos.
“Me entusiasmó Cristóbal Serra. Sí, desde luego es uno de los heterodoxos más originales que conozco en lengua española”, escribió Sergio Pitol a Beatriz de Moura en 1973, cuando la editora de Tusquets recabó su opinión sobre la conveniencia de publicar Viaje a Cotiledonia. Toda las literaturas necesitan una figura excéntrica e indomable como Serra, un autor que cortocircuita las convenciones y los dogmas y que nunca creyó en la novela como medio hegemónico para que el ser humano se explique a sí mismo, un autor que reivindica la discontinuidad del salto y la brevedad iluminadora del relámpago, el certero disparo del disparate, y que ama la concisión del lenguaje (poesía narrada) y la imaginación candente que derrite la cera de la razón, cabalgar el tigre para no morir en sus fauces. “Me gusta escribir con lápiz y con látigo”, advertía; es decir la sutileza y la posibilidad de borrar, sin dejar de zaherir tanto al intelectual envarado, ese “sabio que transforma en ignorancia el mucho saber”, como al cazurro sin remedio, pues “la música del rebuzno carece de contrapunto”.
Los jóvenes, que aún han leído y vivido poco y que por eso buscan ávidos en los libros experiencias y creencias, encuentran en Serra un antídoto para huir de la pompa y lo solemne, un acicate para descabalgar de sus pedestales las verdades construidas por los pedantes oficiales y, no menos importante, una guía para reordenar los cánones de la tradición: salvar de la ruina del tiempo la modernidad que queda de los clásicos, mientras se prepara la levadura de lo nuevo. En un país en el que muchos escritores sólo leen novelas contemporáneas, Serra enseña cómo leer la Biblia, enlazar a Montaigne y Blake con Lao Tse y Chuang-ze, o los cuentos hasídicos con los viajes imaginarios de Michaux. ¿Acaso —se pregunta— no son viajes imaginarios la Odisea, de Homero, el Infierno, de Dante, el Quijote, de Cervantes, El Criticón, de Gracián o Nadja, de Breton? Serra vivió varado en su isla de Mallorca, solitario enamorado del mar, ese mar que siempre es el mismo porque siempre cambia. Por medio de esa paradoja, aplicable a todas las formas de la escritura, se convirtió en un lector-timonel, capaz de trazar rutas inesperadas por bibliotecas no trilladas y cartografiar cuevas submarinas y paisajes celestes que sólo él conocía, sin desconectarse de la realidad histórica.
En Viaje a Cotiledonia satiriza las tribus del mundo contemporáneo. Él se identifica con los bilibús, los menos tenebrosos, anticonformistas que no se dejan gobernar por nadie, y que, adultos, mantienen vivo el ojo desacralizador del niño y pueden decir con humor cosas muy serias, espantando la tristeza. En La noche oscura de Jonás no se apiada del profeta clown de la Biblia, al que los dioses se empeñan en desmentir sus profecías, un profeta que en realidad es un rebelde, crítico desatendido de la corrupción del mundo: "Resulta siempre fácil condenar a los fascismos, pero en ese viejo mediterráneo, son los fénix que renacen de las propias cenizas", profetiza en Augurio Hipocampo.
La pintora que plantó a Octavio Paz y dio a conocer a Serra
El destino de Cristóbal Serra hubiera sido muy distinto si no se hubiese cruzado con Octavio Paz y la pintora surrealista Bona Tibertelli de Pisis en la isla en la que ejercía de Robinson literario. Paz se estaba separando de Elena Garro y Tibertelli, de André Peyre de Mandiargues. Los amantes habían acudido al Prix Formentor convocados por Carlos Barral, el año en que fueron premiados Borges y Beckett. Paseando por Palma, quisieron conocer al autor de Péndulo. La apasionada Bona Tibertelli quiso traducirlo de inmediato para la revista Il Caffé de Giambatista Vicari, defensor de la abolición de los géneros literarios y divulgador de autores como Rabelais, Carrol o Swift, y de contemporáneos como Cros, Michaux, Roussel, Perec, Queneau o Calvino. Allí encontró Serra su linaje. Quedaron citados al año siguiente en Mallorca, pero Bona Tibertelli se encaprichó con el joven pintor oaxaqueño Francisco Toledo, rompiendo el corazón a Paz y los planes de boda. La pintora inspiró los versos más apasionados y dolientes de Paz, primero deslumbrante sirena y después cruel salamandra que come fuego y vive en el fuego. En el archivo de Serra, en la Biblioteca March, se conserva el epistolario del autor mallorquín con el poeta mexicano y la pintora italiana. También, las cartas de un jovencísimo Gimferrer (Serra le presentó a Paz) y Juan Larrea, donde discuten sobre el sentido del Apocalipsis (no el fin del mundo, sino del mundo judeocristiano, la pavorosa bestia escarlata del gen fenicio, las orejas del asno que coronaron los egipcios y derivaron en las tiaras papales). Entre las cartas, un proyecto frustrado: la traducción de Tristram Shandy de Laurence Sterne y las correcciones que Serra hizo a la traducción de Borges de Un bárbaro en Asia, de Michaux: “no es lo acerada que esperaba”, confiesa a Beatriz de Moura, y pecan de “un cierto desmayo en la adjetivación, a veces como cierta desidia verbal”.
Cristóbal Serra
Wunderkammer, 2022
677 páginas, 34,90 euros
Josep Massot
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