La poesía pintada de Miró revive en el Grand Palais
El edificio monumental de los Campos Elíseos logra el difícil reto de reunir 150 obras de una gran diversidad de museos
La célebre frase de Robert Frost “poesía es aquello que se pierde en una traducción” puede aplicarse literalmente a la obra de Miró. “La pintura poética de Miró es todo aquello que se pierde en su reproducción”. El mayor mérito de la retrospectiva que acaba de abrir el Grand Palais, comisariada por Jean-Louis Prat, es el de devolver el alma a obras que tantas veces hemos visto reproducidas en fotografías o en filmaciones, imágenes que si bien han divulgado el icono mironiano, ha sido a costa de disecarlas, sustraerles esa electricidad espiritual que emite la tela y que busca y encuentra su resonancia en nuestro interior o en el termómetro emocional de la piel.
La exposición invita a vivir una experiencia individual única e intransferible. El espectador podrá apreciar la minuciosa caligrafía de las primeras obras, que ya de por sí reflejan una sensación del tiempo lento y paciente o las sensaciones que emiten la gama de colores, que van de la serenidad a la agresividad más salvaje; sentirá el escalofrío, la serenidad, la ensoñación o la aspereza que emanan los materiales utilizados; la sorpresa de las escalas de los grandes lienzos; o los espacios vacíos, blancos o azules, de sus trípticos que, como el jardín zen de Kyoto, nos despojan de lo superfluo para enfrentarnos a la verdad desnuda que nos hurta la imagen de los espejos, pero sobre todo, el visitante del Grand Palais descubrirá el milagro de los fondos de las pinturas de Miró en algunas de sus obras maestras -como en las cinco Constelaciones- que escapan a las tecnologías más avanzadas de reproducción en 3-D. O como dice Joan Punyet Miró, nieto del artista: “fondos antigravitatorios, desdibujados, gaseosos y oníricos, atrapados en espacios revolucionarios que nos lanzan al vacío existencial de la humanidad expresada en el grafismo de Miró”.
Jean-Louis Prat ha logrado reunir 150 obras de una gran diversidad de museos, gracias a sus contactos en el mundo del arte, y es posible que pasen muchos años antes de que puedan volver a verse juntas. La elección es rica en las primeras épocas de Miró, ya vistas en la exposición del Pompidou de 2004 -está la pieza estrella, La masía, aunque faltan Tierra Labrada y Paisaje Catalán, que explican su abandono del realismo- y padece abundantes lagunas -los primeros azules, las bailarinas españolas, los collages, las obras que anuncian el asesinato de la pintura y las esenciales construcciones-objeto de 1930, El nacimiento del mundo o Naturaleza muerta del zapato viejo-. Hace 44 años, la exposición que Leymarie y Dupin organizaron en el mismo Grand Palais mostraba un Miró más contemporáneo. Que el artista quisiera demostrar entonces al mundo su milagrosa capacidad para conquistar territorios incógnitos del arte a pesar de su edad (81 años), no hace comprensible que hoy la única tela quemada de la exposición esté pegada a la pared, y no, como en 1974, cuelgue desafiante del techo del edificio.
La muestra desiste del relato y plantea un recorrido conservador y una visión muy francesa, sin incluir -tampoco en el catálogo- los numerosos hallazgos de las investigaciones de los últimos años. Por ejemplo, aún se consideran la pinturas salvajes como premonitorias de la Guerra Civil, cuando ya en 1934 España se vivía la sangrienta revolución de Asturias y los Hechos de Octubre en Cataluña, o insiste en que el sello Aidez l’Espagne fue un encargo de Christian Zervos, cuando surgió del infatigable Jaume Miratvilles, el comisario de propaganda de la Generalitat republicana. En cambio, hay maravillas como la asombrosa Cabeza humana de 1931 (su nueva conquista de la materia) o l’Object du couchant y algunas masonitas de 1936.
La exposición refleja las dificultades para reunir en grandes retrospectivas las obras clave de los artistas. No hay ninguna obra del MoMA, hay quince del libanés David Nahmad y una veintena de la Fundació Miró de Barcelona. Los museos son reacios a prestar sus mejores obras ante el auge del turismo cultural, pues el consumidor se siente defraudado ante el hueco en la pared que deja la ausencia del cuadro viajero. Y al mismo tiempo que grandes coleccionistas privados ansían prestar obra para que se revalorice -el último ejemplo fue la venta del Nu couché de Modiglani por más de 157,2 millones de dólares a las escasas seis semanas del cierre de la gran exposición en la Tate-, ha aumentado el temor de otros coleccionistas privados a los atentados o a los percances, por lo que el valor declarado de obras tan frágiles se dispara y las pólizas de los seguros se acrecientan. No sorprende, pues, que el presupuesto de la exposición supere los tres millones de euros y que para paliar el gasto, el período expositivo se haya ampliado a cuatro meses, hasta febrero del 2019.
¿Se ha acabado el tiempo de las grandes retrospectivas? La de Bruce Nauman en el Schaulager de Basilea o la memorable de Bruegel El Viejo en la Kunsthistorisches Museum Wien, indican que no.
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