Los poemas de un filósofo censurado por su afiliación fascista
La poesía del escritor rumano Lucian Blaga recrea el espacio de una infancia perdida y acierta al plantearse preguntas cuyas respuestas siguen aún pendientes
Es más fácil encontrar citado a Lucian Blaga (1895-1961) como uno de los más eminentes filósofos de la Europa de entreguerras que como poeta. Suelen esas menciones ir acompañadas de referencias a cómo la llegada del comunismo a Rumania supuso su silencio intelectual: la retirada de su cátedra, así como la prohibición de enseñar y publicar. Toda su obra posterior a 1948 verá la luz de forma póstuma, con la excepción de algunas traducciones de Goethe o Lessing. Lo que nunca se menciona es la razón que llevó a esa prohibición: su afiliación al fascista Partido Nacional Cristiano. Fascista y poco disimulado: su bandera replicaba la oficial rumana con una esvástica dibujada sobre la franja central amarilla.
Conocido en su país de origen por ser el primer filósofo rumano en desarrollar un sistema, Blaga estaba muy influenciado por Nietzsche y Spengler: su pensamiento es un viaje a las raíces del ser rumano, que tendió a glorificar, combinando panteísmo y ortodoxia, y a explicar como determinado por las condiciones geográficas. Blaga vivió los tiempos de la “Gran Rumania”, cuando el desenlace de la I Guerra Mundial permitió la incorporación al país de Besarabia, Bucovina y Transilvania. Esa “Gran Rumania” sólo duraría hasta 1940, cuando la URSS obligó a un país ya en la órbita soviética a entregarle buena parte del territorio que había recuperado. Blaga había ejercido algunos cargos diplomáticos en Varsovia, Praga, Lisboa (hay alguna fotografía suya junto a Salazar, cuyo ejemplo recomendaba al monarca rumano de entonces), Berna y Viena, pero su carrera terminó al llegar la dictadura de Carlos II.
La obra filosófica de Blaga consta de tres trilogías (iban a ser cuatro, pero no pudo acabar más que el primer volumen de la cuarta), compuestas por títulos como Conocimiento luciférico (que él opone al conocimiento racional, que representa la luz y destruye los misterios del universo), Horizonte y estilo o Pensamiento mágico y religión. También publicó aforismos y obras de teatro. Blaga pasa por ser el inventor del concepto de “matriz estilística de la cultura popular”.
Hay quien ha reivindicado a Blaga como poeta del silencio. Lo fue hasta los cuatro años (antes no dijo ni mu); pasó la infancia, como contó en el volumen autobiográfico Crónica y canto de los siglos, “bajo el signo de una fabulosa ausencia de la palabra”. Años más tarde se definiría a sí mismo en un verso: “Lucian Blaga es mudo como un cisne”. Pero su obra se enmarca más bien en la tradición de los poetas de la duración: no en vano su primer artículo, publicado en el diario Românul en 1914, llevaba como título ‘Reflexiones sobre la intuición de Bergson’. No es un poeta de la experiencia, pero sí es un poeta realista, un poeta figurativo. Aunque la anécdota no sea lo más importante, casi siempre está en el punto de partida del poema, como en ‘La tierra’: “Nos tendimos sobre la hierba: tú y yo. / Un aire tibio como cera al sol ardiente / atravesaba los rastrojos como un río. / Un silencio denso reinaba en la tierra / y una pregunta cayó hasta el fondo de mi alma. // ¿Nada tenía que decirme / la tierra? Toda esa tierra, / despiadada, ancha y cruelmente muda, / ¿nada? // Para escucharla mejor acerqué / el oído a la gleba, turbado y sumiso, / y por debajo de los campos oí / el latir estrepitoso de tu corazón. // La tierra respondía”.
El espacio que crea la poesía de Blaga es una infancia que se expande: el adulto busca recrear una edad dorada con las herramientas de un expresionismo exacerbado
Este poema, incluido en La luz que siento, es un buen ejemplo de cómo funciona la poética de Blaga: en la tensión, como señala Corina Oproae (responsable de la edición), siguiendo la opinión mayoritaria de la crítica, entre el yo y el mundo. El espacio que crea la poesía de Blaga es una infancia que se expande: el adulto busca recrear una edad dorada con las herramientas de un expresionismo exacerbado. Una infancia irremisiblemente perdida que en su poesía se sitúa en un espacio rural idealizado que no conoció más que de niño. Esta nueva antología de Blaga (Visor había publicado en 2010 otra, La piedra habla, en traducción del gran Omar Lara y Gabriela Căprăroiu, de la que esta nueva selección apenas se separa en unos cuantos poemas) resume bien los diversos tonos del poeta, y la traducción suena limpia y rica, sin asperezas ni tropiezos.
El gran poeta que fue Blaga descuella cuando es menos abstracto, como en ‘El cementerio romano’, uno de sus grandes poemas. Comienza: “Difamados han sido los romanos / por algunos eruditos de los nuevos tiempos / porque, según parece, no crearon metafísica / como otras gloriosas estirpes. / Sólo acueductos, coliseos, foros y caminos, / la eterna urbe, castros y fosos fronterizos”. Después el poeta invita a recorrer la Via Appia en Roma, flanqueada por sarcófagos y mausoleos. “Así imaginaron los romanos el cementerio: / un camino flanqueado por dos filas de silencios. / Esa es la metafísica romana: un Camino. / Un camino que avanza entre los muertos, no entre los vivos”.
Blaga renunció, al contrario que otros poetas de su tiempo, a dar testimonio de su época, pero esta dejó en su poesía su mayor veneno y antídoto: la duda. Su poesía acierta con las preguntas y sabe que las grandes respuestas siguen, todavía, pendientes. Él pensaría otra cosa, pero sus poemas no tienen sistema ni bandera, y aún nos interpelan.
La luz que siento. Antología poética
Autor: Lucian Blaga.
Traducción: Corina Oproae.
Editorial: Pre-Textos, 2002. Edición bilingüe.
Formato: tapa blanda (316 páginas. 26 euros).
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