Pasado sucio
Si el objetivo de la historia es alimentar la autoestima, el orgullo, el patriotismo, la consecuencia inevitable es el embuste
Dice Henry James en Otra vuelta de tuerca que todos los futuros son crueles. Con menos riesgo de vaticinio se podría decir que son crueles casi todos los pasados, al menos los que corresponden al registro público de la historia. No recuerdo el nombre del historiador a quien le leí el siguiente dictamen: “Si el estudio de la historia te hace sentirte orgulloso, es que no es historia lo que estás estudiando”. José Álvarez Junco va más lejos aún en el título de su último libro, y en la entrevista que le hace José Andrés Rojo en estas mismas páginas. Hablar de un “pasado sucio” parece más propio de una novela de intriga criminal que de un libro de historia, pero un historiador actúa muchas veces como esos detectives privados del cine y la novela negra que en busca de la resolución de un misterio del presente se embarcan en una indagación que los lleva al pasado y al hallazgo de un cadáver anónimo y de las huellas de un crimen que quedó oculto e impune. Cuanto más ahonda el detective, más oscura se vuelve la trama criminal, y mayor el contraste entre lo respetable de las apariencias y la corrupción y la culpa que se esconde tras ellas.
La foto tremenda que acompaña la entrevista en el periódico, las botas cuarteadas e indemnes de un hombre asesinado hace ochenta y tantos años, podría ser una de esas pruebas reveladoras que resuelven el misterio en el momento clave de una trama de novela, pero son reliquias históricas, porque pertenecieron a un republicano asesinado en Galicia en septiembre de 1936. Botas y zapatos tienen una presencia ominosa en los testimonios sobre crímenes de guerra. Montañas de botas y zapatos de todos los modelos y para todas las edades atestiguan todavía los crímenes innumerables de Auschwitz, con esa tenaz capacidad de conservar una presencia que tienen siempre los zapatos anónimos. En Madrid, en el verano confuso y sangriento de 1936, Arturo Barea veía todas las mañanas cadáveres insepultos de recién fusilados, y a muchos de ellos les faltaban los zapatos, no se sabe si porque al caer los habían perdido o porque alguien se había apresurado a robárselos.
Las mejores novelas y películas policiales nos han educado en la ambigüedad moral, en la conciencia de la dificultad de saber sin incertidumbre, de establecer líneas nítidas de separación entre el bien y el mal, entre la culpa y la inocencia. Hay, desde luego, víctimas del todo inocentes, y canallas sin un grumo de bondad, del mismo modo que hay corruptos y hay personas íntegras, y también héroes indudables, que suelen brillar menos cuanto más honda y efectiva es su heroicidad. Pero entre unos y otros se extiende la amplia zona gris de quienes se inclinarán en una dirección o en otra según las circunstancias, quienes por codicia o ceguera o estupidez o conveniencia o simple flaqueza humana secundarán de algún modo la tarea de los criminales, o irán a medrar al amparo de unas siglas o de una bandera, de una causa noble o una causa inmunda. Existe la banalidad del mal, aunque no fuera Adolf Eichmann un ejemplo de ella, según quiso ver con un exceso de soberbia intelectual Hannah Arendt.
Pero es más fácil aceptar la ambigüedad en la ficción que en la historia, sobre todo en la historia del pasado que todavía apela al presente aunque se vaya alejando, que todavía surge a veces delante de nosotros como esas botas rescatadas de una tumba sin nombre de hace casi 90 años, dentro de las cuales quedan todavía los huesos del pie del hombre asesinado. Con la eficaz asistencia de las autoridades educativas, y con el entusiasmo pseudotecnológico de los expertos en pedagogía, el estudio de la mayor parte del pasado histórico está siendo suprimido, en beneficio de un risueño ahora flotante y de una especie de adanismo de pizarra en blanco en el que se podrán imprimir con máxima simplicidad las consignas ideológicas o emocionales de cada momento. Y cuanto más ausente está el conocimiento de la historia, más difícil se vuelve la aceptación de su complejidad, y sin duda también la comprensión del presente y el juicio razonable sobre los proyectos y las expectativas del porvenir.
El pasado sucio es siempre el de los otros; los crímenes y los abusos los cometen solo ellos; el enemigo es siempre un invasor externo o, peor todavía, un traidor a los suyos
Si el objetivo de la historia es alimentar la autoestima, personal o colectiva, el orgullo, el patriotismo, la consecuencia inevitable es el embuste, o esa falacia a la que ahora se llama untuosamente “el relato”, o esas formas de “memoria histórica” que borran o tergiversan todo aquello que contraríe la nobleza sin mancha del pasado que se ha elegido rescatar. Cuenta Álvarez Junco que en su juventud se concentró tanto en el estudio de los ideales del movimiento anarquista que no vio o no quiso ver los crímenes que en nombre de esos ideales se cometieron durante la Guerra Civil. En algunos de sus libros anteriores, en particular la monumental Mater dolorosa, desveló el modo en que la historia de España, a lo largo del siglo XIX, se fue construyendo según dos ficciones opuestas pero equivalentes entre sí, porque las dos convertían la crónica del pasado en una fábula mesiánica de orígenes puros, edad heroica, caída y redención final: el noble pueblo originario en su paraíso, la caída a manos de invasores o de corruptores internos —en un caso los liberales, en el otro los integristas—, el presente o el porvenir glorioso después de una confrontación apocalíptica, etcétera. El pasado sucio es siempre el de los otros; los crímenes y los abusos los cometen solo ellos; el enemigo es siempre un invasor externo o, peor todavía, un traidor a los suyos. Es una fantasía inocua hasta que empieza a provocar crímenes. Es paralizadora porque al desfigurar el conocimiento crea una vida política regida por fantasmagorías. Es tan tóxica para la salud mental colectiva como la falta de examen crítico sobre los propios actos del pasado lo es para la conciencia personal.
Y es inútil porque el pasado sucio acaba volviendo siempre, como esos cadáveres inoportunos que aparecen al excavar los cimientos para un nuevo edificio. En las fábulas antiguas, el muerto que no fue enterrado con dignidad ni justicia vuelve para perturbar los sueños de los vivos. Las botas de ese hombre asesinado hace 84 años adquieren esa presencia terrible porque un olvido tan largo agravó la infamia del crimen. El barro seco y áspero nos araña las manos.
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