Para Vargas Llosa, Pérez Galdós no fue el gigante moderno que nos cuentan
El Nobel aprovechó el confinamiento para leer todas las novelas y obras de teatro del escritor canario. Ahora publica ‘La mirada quieta’, un ensayo cuya tesis es que el autor de ‘Misericordia’ no alcanzó la excelencia de escritores como Flaubert o Dickens
Hay un valor añadido en la crítica que un escritor hace sobre otro. No me refiero a la que se limita a la parca reseña de novedades sino a la que se desenvuelve en un ensayo de interpretación. No abundan los grandes autores que han consagrado una parte de su tiempo a elucidar un universo literario ajeno y entre ellos descuella con diferencia Mario Vargas Llosa. Sus estudios sobre García Márquez, Víctor Hugo o Juan Carlos Onetti son excelentes dentro de sus diferentes enfoques, desde el más académico de Historia de un deicidio (1971) y el casi programático La orgía perpetua (1975), sobre Flaubert, hasta La utopía arcaica (1996) o El viaje a la ficción (2008) sobre José María Arguedas y Onetti respectivamente. En todos esos asedios brilla el intérprete penetrante que ofrece el espectáculo de una lectura trabada cuerpo a cuerpo. Vargas Llosa se faja con obras que le ha interpelado por algún motivo, sean monumentos novelísticos como Madame Bovary o Los miserables, sean quehaceres completos como los de García Márquez u Onetti. Este es el caso el de La mirada quieta, donde acomete la lectura de toda la obra, narrativa y teatral, de Benito Pérez Galdós.
La empresa es generosa e impresionante. Para los lectores de Galdós, y del propio Vargas Llosa, el libro es suculento, porque, como era de suponer, en él habla tanto del escritor canario como de sí mismo, es decir de su concepción de la literatura y, específicamente, de las demandas de la novela moderna. Entreverada, pues, con el escrutinio de la trayectoria galdosiana hay una poética que a menudo se expresa en términos preceptivos: lo acertado y lo erróneo, lo mejor y lo peor. Y como sucede con toda preceptiva, el lector podrá convenir o discrepar de ella. Se trata de una preceptiva compuesta esencialmente por advertencias y alertas o, dicho de otro modo, por las deficiencias y dejaciones que aminoran la talla de Galdós. También se subrayan los aciertos y logros, muchos, pero el elogio se realiza sin alharacas ni hipérboles, con las caídas e insuficiencias a la vista, desde la asunción de que Galdós no puede equipararse a los grandes revolucionarios de la novela del siglo XIX como Balzac, Dickens, Dostoievski o, por encima de todos, Flaubert, cuya hiperconciencia técnica constituye un parteaguas entre la novela antigua y la moderna. Para Vargas Llosa, Galdós, aun siendo un gran escritor, se quedó de aquel lado.
El escritor peruano exalta dos obras: ‘Fortuna y Jacinta’ y ‘Torquemada en la hoguera’
Las razones de su premodernidad se desgranan en el ensayo novela a novela, por orden cronológico, desde La sombra (1870) hasta el “disparate simpático” de El caballero encantado (1909). La principal de tales razones es no haber entendido la lección flaubertiana de que el primer personaje y el más decisivo del relato es el narrador, su posición y distancia respecto a la historia que se cuenta. Contra el principio de abstención de Flaubert, Galdós se entromete, juzga a sus criaturas y se mofa de ellas como un titiritero socarrón. A esta carencia le siguen la prolijidad que dilata las descripciones y ciertos diálogos hasta lo farragoso, la mala organización de la materia narrativa, la dispersión de temas que perjudica el efecto unificador de la acción central y, en fin, el lenguaje empleado, acechado siempre por las “grandes palabras”. Son estas, para Vargas Llosa, pura retórica, verborrea hueca, con profusión de adjetivos, que pretenden elevar el tono poético o el prestigio intelectual de la frase y acaban arruinándola, tan abundantes, por ejemplo, en Miau (1888). Algunos de estos defectos hubieran podido resolverse con una reescritura, pero Galdós tendía a dar por válida la primera versión tras corregirla a vuelapluma, aunque pudiera volver sobre el texto años después.
Son muchas, sin embargo, las novelas en las que esos rasgos premodernos se atenúan o desaparecen, si bien persiste en ellas la mirada inmovilizadora, estática, que Vargas Llosa atribuye a Galdós. Así, el escritor peruano exalta dos obras maestras: Fortunata y Jacinta y Torquemada en la hoguera, y muy cerca de ellas La desheredada, Tristana y Misericordia. También aprecia los valores de Tormento y sobre todo del díptico experimental La incógnita y Realidad, así como salva, con reparos, El amigo Manso. Este canon galdosiano debe completarse con algunos Episodios nacionales, a los que se dedica un capítulo conjunto, como Trafalgar, Juan Martín el Empecinado o El terror de 1824, y alguna pieza teatral, como Electra, la joya humorística Pedro Minio (1908), la rareza mitológica Alcestes (1914) y hasta la amena El tacaño Salomón (Sperate miseri) (1916).
Contra el principio flaubertiano de abstención, Galdós se entromete y juzga
Este recorrido desprejuiciado por todo Galdós (queda fuera la obra periodística y algunos ensayos) puede servir de práctica guía de lectura y dar pábulo a la inagotable polémica sobre la modernidad y universalidad del escritor canario, a la que echaron su cuarto a espadas hace un par de años Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas. Se le podrá reprochar a Vargas Llosa, vanamente, que su lectura esté sesgada o, con más sentido, que desatienda virtudes compositivas que sí son modernas, incluso que algún achaque (el uso de pronombres enclíticos) esté desenfocado, pero sus juicios se asientan en argumentos tan precisos como irrebatibles, como lo es la idea de que a Galdós lo lastró su preocupación militante por los problemas de la España de su tiempo y quizá el haber tenido que vivir profesionalmente de su escritura. El Galdós que resulta de este ensayo es un gigante literario algo desmañado que produjo algunas novelas extraordinarias entre una ingente cantidad de prosa narrativa deslucida ya por el tiempo.
La mirada quieta (de Pérez Galdós)
Alfaguara, 2022
320 páginas, 18,90 euros
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