En defensa de Galdós
Una tradición española es mostrar la modernidad de uno mismo perdonándole la vida al autor de los 'Episodios Nacionales'
Decía Borges en su vejez que no darle a él el Premio Nobel de Literatura se había convertido ya en una antigua tradición escandinava. Una tradición española casi escandinava también ya de tan antigua es la de mostrar la modernidad de uno mismo como novelista perdonándole la vida a Pérez Galdós. Uno de sus primeros cultivadores fue Valle-Inclán, quien tanto le debía, personalmente y en su educación literaria y política. Valle-Inclán hizo aquella bromita sórdida de llamar a Galdós “don Benito el Garbancero” y la carcajada despectiva española no ha parado de resonar desde entonces. Galdós era garbancero, decimonónico, vulgarote, costumbrista, agropecuario.
El último en sumarse a esa antigua tradición ha sido Javier Cercas, en un artículo de la semana pasada en El País Semanal. Cercas tiene todo el derecho del mundo a que no le guste Galdós, pero tal vez no a reducirlo a una caricatura. A Galdós le costó muchos años de dedicación incesante al oficio alcanzar la maestría de sus grandes novelas y del ciclo prodigioso de los Episodios, pero a Javier Cercas le bastan un par de párrafos para descalificarlo. Dice Cercas: “En sus novelas toma siempre partido, y preocupado por difundir las causas en las que cree, le dice al lector lo que debe pensar, en vez de dejar que sea el lector por sí mismo el que piense”. Efectivamente, Pérez Galdós, desde muy joven, se comprometió apasionadamente con una causa en la que creía, y que le importaba mucho, que era la de la libertad española, el impulso siempre amenazado y siempre muy frágil de establecer un sistema político que garantizara los derechos ciudadanos y el progreso social. Vivió en persona, recién llegado a Madrid, el júbilo de la revolución de 1868, y vivió también en los años siguientes el desmoronamiento de aquellas esperanzas y el retorno al poder de quienes llevaban ejerciéndolo desde antes de las Cortes de Cádiz, la Iglesia católica, la aristocracia parásita, los militares aprovechados y despóticos. En sus primeras novelas, muy juveniles todavía, indagó en el ejemplo histórico del despotismo oscurantista de Fernando VII y en la desastrosa incompetencia de la mayor parte de los liberales que se enfrentaron a él. La vehemencia política, la necesidad de comprender, el deseo de imaginar novelescamente el pasado le permitieron superar muy rápidamente el esquematismo en el que algunas veces cayó desde luego en su primera época. Y en el progreso hacia la madurez le ayudó tanto el sentido crítico y la capacidad de observar y escuchar que siempre tuvo como el conocimiento de lo mejor que estaba publicándose en la narrativa europea. Galdós no es un provinciano español aislado del mundo. Ricardo Gullón y Stephen Gilman investigaron con sensibilidad y erudición el diálogo lector que Galdós mantuvo desde muy joven con los novelistas europeos de su tiempo. Aprendió primero de Balzac y de Dickens, y cuando llegaron Flaubert, Zola y los grandes rusos estuvo al tanto de lo que escribían, muchas veces urgido por su amiga Pardo Bazán, y se dejó influir por ellos, igual que había sabido aprender del ejemplo de un escritor más joven que había escrito una primera novela deslumbrante, Leopoldo Alas.
Un novelista aprende de la vida y de las novelas. Observando la vida política y la vida cotidiana, viajando regularmente por Europa, recorriendo España en viajes que le dieron un conocimiento variado y profundo del país, Pérez Galdós fue creando un mundo narrativo que es exactamente lo contrario de esa simpleza pedagógica o doctrinaria que Javier Cercas dice encontrar en sus novelas. La conciencia política de Galdós se corresponde con su actitud de novelista en una pasión simultánea por comprender y mostrar la complejidad. Los Episodios empiezan en su primera serie como estampas patrióticas de heroísmo popular y muy pronto se convierten en algo mucho más complicado, y más sombrío, y más desolador. En la segunda serie ya casi no hay héroes: hay, sobre todo, verdugos y víctimas, personajes divididos entre la nobleza de los ideales y la vulgaridad de la ambición, el oportunismo, el delirio estéril. No sé cómo se puede acusar de didactismo, o de simplismo, a quien ha creado el retrato a la vez trágico y banal del coronel Riego, el héroe liberal de 1820 que resulta ser un atolondrado y un irresponsable, que sube sin dignidad al cadalso en una escena que tiene la catadura siniestra de una pintura negra de Goya. Zumalacárregui, el primer episodio de la tercera serie, en la que se narran con amargura los horrores de la guerra carlista, tiene en su centro la pura ambigüedad: Zumalacárregui es al mismo tiempo el espadón que asegura las victorias del bando ultra y un hombre caballeroso, capaz, austero, de un valor sereno. Galdós era un ciudadano liberal que cada vez fue inclinándose más al republicanismo y al socialismo, y también era un hombre lúcido que veía el contraste entre los ideales y los intereses, entre las intenciones y los comportamientos. A Cercas parece ofenderle que se le sitúe a la altura de otros grandes novelistas europeos. Pero cabe preguntarse si los usureros de Dickens o de Balzac tienen la complejidad humana y novelesca del Torquemada de Galdós, cuyo ascenso social está prodigiosamente relatado a través de sus cambios en el vocabulario, o si hay un personaje femenino en Flaubert o en Zola que esté retratado con la hondura, la perspicacia, la sofisticación literaria y psicológica de muchas de las mujeres de Galdós, no solo Fortunata o Jacinta: pienso en la Amparo de Tormento, o en la Isidora de La desheredada, la Benina de Misericordia, la deslumbrante Tristana. En cada una de ellas se va perfeccionando esa tercera persona de Galdós en la que el punto de vista se desplaza de un personaje a otro con la flexibilidad de una cámara de cine que no para de moverse y no llama la atención sobre ella misma.
Dice Cercas que una de las razones del “fervor renovado por Galdós” es que “la novela española vive el retorno de un realismo didáctico, moralista y edificante”. Es verdad que ahora hay novelas que tienen mucho de manifiestos doctrinarios. Pero Galdós, para quien lo lea con atención y a ser posible sin arrogancia, actúa precisamente como un antídoto de las simplificaciones y las divisorias entre buenos y malos. Su pasión por la libertad y la justicia es inseparable de su talento de novelista: retratando a seres humanos verdaderos, hombres y mujeres, burgueses y trabajadores, niños y viejos, potentados o mendigos, Galdós nos muestra la gran lección universal de la novela, que la vida concreta está por encima de cualquier doctrina.
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