Un nuevo tropicalismo de posguerra
Del inesperado estrellato de J Balvin a la renovación de los sonidos tradicionales, la música colombiana protagoniza algo parecido a una dominación mundial
La primera alerta importante de cómo los novísimos artistas colombianos se iban convirtiendo en cabezas de cartel a nivel mundial la dio el Primavera Sound de 2019, que sin mucha explicación adicional (aquí en Colombia decimos “como quien no quiere la cosa”) y para sorpresa de todos, incluyó en primerísimo renglón al cantante de reggaetón J Balvin, nacido en Medellín. Aquello llevaba consigo un significado adicional, porque supuso la confirmación de que la Meca de la denominada música urbana dejaba de ser San Juan de Puerto Rico para ceder la posta a aquella ciudad erigida entre montañas, que renació de entre los escombros de su pasado violento. Como buena parte de lo que ha florecido en Colombia.
Casi de manera paralela llegaba una nueva noticia, inverosímil para el país en general y para Medellín en particular: Maluma, otro de sus reggaetoneros, había robado la atención de la mismísima Madonna: ocho meses después de haberlo ungido con su mano bendita de Reina del Pop en la gala de los MTV Music Awards de ese 2019, grabaron juntos los temas Medellín y Bitch I´m Loca, dejando así un nuevo renglón escrito para de las sonoridades colombianas, que tras un proceso de 30 años son hoy referencia de una nueva visión de la tropicalia universal, una caja de Pandora cuyo contenido es perfectamente equiparable a lo que en otros años prodigaron al planeta Brasil o México o Cuba.
Y todo comenzó con una telenovela… Escalona, un canto a la vida (1991) fue una producción que recreó la historia del célebre compositor Rafael Escalona, el mismo que aportó La casa en el aire al repertorio de la rumba catalana. Buena parte de su éxito se tradujo en la interpretación de arreglos modernos, casi pop, de los famosos cantos de aquel juglar en voz de su protagonista, un galán de TV llamado Carlos Vives. Y del culebrón al disco, una vez refinada la fórmula en su grabación Clásicos de la Provincia (1993) y, sobre todo, en el fundamental La tierra del olvido (1995), Vives supo llegar a la cima, para luego decaer y reelaborarse.
Con su propuesta, de la que participaron desde un principio una pléyade de inquietos revolucionarios, el cantante de la ciudad costera de Santa Marta terminó por abrirles trecho a movidas como la del cuestionado tropipop (una suerte de Vives edulcorado y rebosado de mensajes de patrioterismo, consecuente con los dos períodos de Uribe en la presidencia) y a una onda independiente que le abrió camino a una exploración fresca y plena de asombros por las sonoridades tradicionales de los dos litorales, de la que fueron protagónicos Iván Benavides, Teto Ocampo, Maite Montero, Carlos Iván Medina y otros músicos de La Provincia, la banda de Carlos Vives, que cuando el “patrón” no estaba, hacían música propia bajo el otro nombre: Bloque.
Al Bloque le sobrevinieron émulos y alumnos a la distancia. Mientras la escena urbana de las ciudades del interior iba recibiendo con cariño a los patriarcas del sonido Caribe como Los Gaiteros de San Jacinto, Petrona Martínez, Sixto Silgado “Paíto”, Carmelo Torres y Totó la Momposina (nuestro mayor aporte la world music tras su paso por los estudios Real World), nacían nombres hoy ineludibles en el desarrollo de un nuevo lenguaje contemporáneo que partió de esas tradiciones. En Bogotá surgían Curupira, La Mojarra Eléctrica, Tumbacatre, Jaranatambó y Sidestepper, banda del productor inglés Richard Blair, quien luego de trabajar en el álbum La candela viva (1993), de Totó la Momposina, no tuviera otra alternativa que venir a entender en campo qué era lo que pasaba por estas tierras.
Junto con otras bandas regionales como Puerto Candelaria en Medellín y Cabuya en Bucaramanga, aquellos grupos fueron pioneros de la unión entre funk, punk, hip hop y otras influencias con sonidos de siempre, que nos resultaban tan familiares como de entrecasa. Todo ello mientras, procedentes de otras escuelas, circunstancias y motivaciones, Shakira y Juanes se comían el mundo y proponían otras embajadas colombianas diferentes a las del fantasma mental del narco.
Y si el Caribe era objeto de esas visitas, el otro litoral, el siempre invisibilizado Pacífico colombiano, acentuaba su resistencia con música. Tras su primera edición en agosto de 1997, el Festival de Música del Pacífico Colombiano Petronio Álvarez se convirtió en un imán sonoro que hoy atrae a públicos que superan los 700.000 espectadores, en la ciudad de Cali. Aquello redundó en un segundo aire para prácticas sonoras siempre vistas de soslayo desde la inveterada mirada centralista de una Colombia que ha olvidado sus márgenes.
De esa manera, agrupaciones dedicadas a la ejecución de los golpes tradicionales del currulao, la juga o el aguabajo comparten escena hoy con quienes, desde una mirada generacional, revisan la música de los suyos pero a partir de las enseñanzas del jazz, la salsa, los sonidos urbanos y otras influencias. Eso explica la llegada a la escena internacional de propuestas tan variopintas como Canalón de Timbiquí, Grupo Bahía, Herencia de Timbiquí, ChocQuibTown y Cali Flow Latino.
En paralelo, jóvenes colegas decidieron encarar el ritmo por antonomasia de la cumbia a través de una mirada de modernidad que, en casos como los de Bomba Estéreo y Systema Solar, apeló al empleo de la electrónica combinada con instrumentos de raíz, con puestas en escenas hipnóticas basadas en la colorida estética del Caribe colombiano y sus sound systems, fastuosos y enormes artefactos de amplificación conocidos como picós. Y a cientos de kilómetros de los dos mares, tutelada al oriente por una cadena de cerros que refuerza su vocación de altiplano, en la fría Bogotá la cumbia era revisada a través de una mirada de vanguardia que contemplaba, entre otras, el culto a las viejas grabaciones de sellos canónicos como Discos Fuentes, Discos Tropical, Codiscos, Sonoluz, Felito y Machica Records. Para ellos, la audición de esas piezas invaluables, que le significaron históricamente a Colombia ser el cuatro país en Latinoamérica en producción discográfica, era tanto un trabajo de campo como un homenaje a los grandes maestros del pasado.
Agrupaciones como Frente Cumbiero, Romperayo, Los Pirañas y Meridian Brothers, que están conformadas por un mismo puñado de colegas residentes en la localidad bogotana de Teusaquillo, han demostrado a través de los elementos académicos que la cumbia puede disfrutarse de igual manera tanto en las pistas de baile como en recintos y festivales de música contemporánea. No por nada Mario Galeano, cabeza visible de este clan, ha asumido decenas de trabajos como productor y ha realizado obras comisionadas por agrupaciones como el legendario Kronos Quartet. Y ni qué decir de Eblis Álvarez, que en cabeza de los Meridian Brothers recibió el nada sencillo encargo de ser el productor de Colombiana (2019) aventura de ida y vuelta del inefable Niño de Elche.
La pandemia y su proliferación de lives, sesiones a distancia y eventos virtuales, si bien contribuyó a difundir estas propuestas, hizo mella en los procesos y en la economía de buena parte de estos inquietos exploradores. Por fortuna, en medio de una creatividad desbordante nacida en terrenos donde hoy cunde la desesperanza política y social, en un país que sigue padeciendo las consecuencias de 60 años de guerra, aquello pareciera ser apenas un mal menor. Nada que una escena independiente tan tozuda y resiliente no sepa sobrellevar.
Jaime Andrés Monsalve B., periodista especializado en música, es actualmente el jefe musical de la Radio Nacional de Colombia.
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