Cenicienta liberada
La ensayista Rebecca Solnit, autora de ‘Los hombres me explican cosas’ y ‘Wanderlust’, publica una adaptación feminista del cuento con ilustraciones originales de Arthur Rackham. El libro llega este jueves 3 a las librerías
El príncipe Daigual, que era muy educado, lamentaba haber asustado a su invitada y que esta hubiera perdido el zapato. Durante la fiesta no había dejado de preguntar, pero nadie sabía cómo se llamaba la muchacha ni dónde vivía, de modo que al día siguiente subió a lomos de su espléndida yegua negra y cabalgó para llamar a las puertas y averiguar si la persona que calzaba aquel zapato estaba allí.
—No —respondieron quienes vivían en la casa grande de ladrillo que se alzaba junto al río, y:
—No —respondieron quienes vivían en la mansión gris de la colina, y:
—No —respondieron quienes vivían en la torre cercana al bosque, y:
—No —respondió la agricultora, cuyos dorados trigales se extendían mucho más allá de su hermosa casa de labranza, y:
—No —respondió el relojero, que vivía en una casita llena de relojes que hacían tictac, y:
—No —respondió la pintora de la casa llena de cuadros de animales y parajes que solo vemos en sueños (y en sus pinturas), y:
—No —respondió la persona que daba clases de baile en su casa llena de música, y:
—No —respondió la herrera mientras forjaba hierro en su fragua, y:
—No —respondió el médico de los pájaros al tiempo que curaba el ala a un gorrión,
y entonces el príncipe llegó a casa de Cenicienta.
Abrió la puerta la madrastra, que, deseosa de que sus hijas fueran amigas de un príncipe, dijo que a lo mejor el zapato perdido era de ellas. Así pues, el príncipe entró en el salón y se sentó en el sofá dorado, y una hermana y luego la otra se probaron el zapato, pero tenían los pies demasiado pequeños, ya que, cuando una persona se pasa el día entero sentada en casa y nunca baja corriendo al río ni vuelve del mercado cargada con los cestos llenos de productos, los pies no se le ponen tan fuertes y robustos como deberían.
Cenicienta vio al príncipe cuando llevó al salón el té y el pastel que acababa de sacar del horno. De pronto se sintió harta de muchas cosas: de estar en la cocina, de no sentarse a la mesa, de tener la sensación de que era menos importante que sus hermanastras, de que no la invitaran a las fiestas.
—El zapato es mío —dijo.
Todos la miraron sorprendidos.
El príncipe se lo entregó y ella sacó el otro del bolsillo (porque los buenos vestidos tienen bolsillos grandes) y se calzó los zapatos de cristal, que no habían desaparecido cuando su traje de noche se había convertido de nuevo en su vestido de diario. En ocasiones, las hadas madrinas descuidan algún que otro detalle.
Las dos hermanas salieron a la carrera del salón con un berrinche —o con dos berrinches, uno por cabeza— porque creían que tenían que ser más importantes que su hermanastra. Su madre siempre les había dicho que no había suficientes cosas para todo el mundo y que debían quitárselas a los demás a fin de obtener lo suficiente para ellas. Lo que, por cierto, no era verdad.
Siempre hay suficiente para todo el mundo si se comparte como es debido, o si se ha compartido como es debido antes de nuestra llegada. Hay comida suficiente, suficiente amor, suficientes casas, tiempo suficiente, suficientes lápices de colores y personas suficientes para entablar amistades.
Cuando la madrastra se fue, apareció el hada madrina en una nube de polvo azul oscuro. En el salón solo estaban el príncipe y Cenicienta, además de aquella mujer azul con poderes mágicos, pero el príncipe apenas si reparó en la recién llegada.
—Entonces —dijo—, tú eres la chica que huyó corriendo. ¿Por qué?
—Tenía miedo —contestó Cenicienta, aunque se sentía muy avergonzada—. Soy una criada y se supone que no debería ir a bailes ni tener ropa más bonita que la de mis hermanastras.
En ese momento intervino el hada madrina:
—Tú eres hija de un gran juez que tuvo que irse muy lejos para ayudar a otras personas y que creyó que su nueva esposa y las hijas de esta serían buenas. Eres hija de una gran capitana de barco que perdió su nave en el mar y que un día volverá a casa en otro barco.
Además —prosiguió el hada madrina—, nadie es bueno o valioso porque sus padres son quienes son, ni malo porque sus padres son malos. Las personas son buenas y valiosas por sus palabras y sus actos, y tú eres bondadosa con los ratones y haces unos pasteles deliciosos y tienes el corazón repleto de esperanzas y sueños.
—¿Qué sueños tienes? —preguntó el príncipe Daigual.
—Me gustaría ser dueña de una pastelería —respondió Cenicienta— y tener la opción de ver a las personas de las granjas que producen los alimentos que cocino, y me gustaría montar caballos tordos y ver a mi madre llegar a la bahía a bordo de un barco magnífico.
Todo eso parecía muy remoto. Se entristeció un instante, de modo que cambió de tema.
—¿Y qué sueños tienes tú? —le preguntó al príncipe. Él reflexionó un momento antes de contestar.
“Me gustaría tener amigos. Debo trabajar todos los días en la cocina de esta casa. Por eso me llaman Cenicienta, por las cenizas de la lumbre del hogar de la cocina”
—A veces desearía no ser príncipe porque así la gente no se quedaría mirándome y preguntándose por qué tengo tanto cuando ellos no tienen lo suficiente. Me gustaría vestirme como los muchachos de las granjas porque así podría jugar sin que nadie me gritara que voy a mancharme los pantalones de raso. Me gustaría irme de vez en cuando. Me gustaría tener la libertad de pasear a solas por las colinas (he tenido que escaparme de mis guardias para averiguar quién había perdido el zapato). Me gustaría aprender a cultivar la tierra y trabajar tanto que pueda dormir como un tronco toda la noche, en lugar de estar de brazos cruzados en el castillo. Me gustaría tener amigos. Nadie se hace amigo de un príncipe.
—Me gustaría tener amigos —dijo Cenicienta—. Me llevo bien con la gente del mercado, que me habla de sus granjas, sus vidas y sus familias, pero no puedo ir a visitarla a mi antojo porque debo trabajar todos los días en la cocina de esta casa. Por eso me llaman Cenicienta, por las cenizas de la lumbre del hogar de la cocina.
—Bien —dijo el hada madrina—, la magia puede obrarse sin mí. ¿Vosotros dos no seríais amigos?
—No me vendría mal una amiga —respondió el príncipe tímidamente, aunque con valentía—. ¿Te gustaría que fuéramos amigos? —Y se sintió fatal porque temió que ella dijera que no.
Ella no dijo que no.
—Sí —contestó—, siempre que tú también quieras.
Y así, los dos dejaron de ser personas que no tenían amigos.
Cenicienta liberada
Ilustraciones de Arthur Rackham.
Traducción de Antonia Martín.
Lumen, 2021. 192 páginas. 14,90 euros.
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