El hueco que dejan los ‘blockbusters’
El tiempo se ha acelerado durante la pandemia y ha adelantado el final de una trashumancia hacia el ‘streaming’ que pone en peligro el futuro de las salas. Enfrente, un cine de autor vigoroso sobrevive
Como el lobo que viene a devorar las ovejas, la muerte del cine ha sido anunciada tantas veces que, el día en que el peligro se vuelve tangible, uno reacciona con inevitable incredulidad. El año empezó con ruidosos debates —la supremacía de Marvel y el dogma del entertainment, denunciados por vacas sagradas como Scorsese y Coppola— que hoy, ante la gravedad de los últimos acontecimientos, parecen trifulcas de salón, propias de los tiempos de bonanza. Si a estas alturas ya sabemos que el cine nunca morirá, puede que su rito principal, la peregrinación a las salas, tenga los días contados, a medida que todo —las fuerzas vivas del mercado, los virus, el aburguesamiento— conspira para que el hogar se convierta en escenario casi único de nuestra existencia.
De todos los obituarios prematuros que ha tenido el cine, este podría ser el más creíble. Su suerte se habría decidido en noviembre, durante un tenso almuerzo en los estudios Warner, oficiado por su nuevo mandamás, Jason Kilar, que se fogueó con Jeff Bezos en los primeros días de Amazon (cualquier parecido fonético con la palabra killer es pura coincidencia). Tras aplazar hasta cinco veces el estreno de Wonder Woman 1984, la cúpula del estudio decidió que la película llegaría a la vez a las salas y a HBO Max, en un intento de potenciar la plataforma tras su decepcionante lanzamiento. Este estreno híbrido será una especie de tráiler del nuevo orden industrial que llegará en 2021: el año que viene, Warner aplicará ese sistema a todas sus películas, incluidos platos fortísimos como Matrix 4 o el nuevo Dune. Christopher Nolan, fiel a su papel de último mohicano, se alzó como portavoz de la resistencia: “Muchos se fueron a dormir creyendo que trabajaban para el mejor estudio y se despertaron descubriendo que trabajaban para la peor plataforma de streaming”. En la gran familia de Hollywood, la neolengua del marketing se ha convertido en un lejano recuerdo.
Meses atrás, Disney ya sacrificó Mulan y Soul, lo nuevo de Pixar, que redirigió hacia su plataforma, y Universal encontró soluciones parecidas para sus estrenos inaplazables. El tiempo se ha acelerado durante la pandemia, como si estuviéramos inmersos en una de las incomprensibles subtramas de Tenet. Se ha adelantado un cambio que las Casandras del mundo digital llevaban décadas presagiando a gritos. Ante este panorama, la abstrusa película de Nolan podría ser el último blockbuster del antiguo régimen, el exponente póstumo del sistema imperante durante los últimos 50 años, gobernado por esas películas gigantescas que también eran acontecimientos culturales. Los estudios las protegían como joyas de la corona porque sustentaban la totalidad de su modelo económico (por algo se las llama, de un tiempo a esta parte, tent poles: los postes que sujetan la carpa de este gran circo). Tiene sentido que el canto del cisne se materialice con un filme como Tenet, parodia del high concept y emblema de un sistema que parece morir por hipertrofia; un cúmulo de imágenes millonarias propias de un cine, y de un mundo, que vivían por encima de sus posibilidades. Símbolo también de una admirable firmeza —Nolan insistió en estrenarla durante el verano—, aunque finalmente incapaz de cambiar la dirección de los vientos. No cabe duda de que el blockbuster del futuro adoptará nuevas formas: su dimensión doméstica modificará sus características y hará que aparezcan otros híbridos. Se dirigirá hacia los formatos seriales, sin lugar a dudas, pero también hacia los lúdicos e interactivos. Sin ir más lejos, uno de los videojuegos más esperados de 2021, Cyberpunk 2077, está protagonizado por Keanu Reeves.
Pese a las funestas consecuencias que esta situación supone para el sector, debilitado también por el cierre intermitente (y plenamente injustificado) de las salas por la situación sanitaria, este año sin blockbusters no habrá sido tan desagradable para los cinéfilos. El cine de autor se ha beneficiado de un contexto menos voraz, como si se acomodara en el hueco que dejaban los buques insignia de la industria. No se puede hablar de un mal año cuando títulos como Martin Eden, Ema, Para Sama, Vitalina Varela, Sinónimos, Ondina, Kajillionaire o El lago del ganso salvaje se estrenaron en pantalla grande. Las salas han demostrado además nuevos potenciales, a medida que el ritmo frenético de los estrenos semanales cedía lugar a otras cadencias.
Para empezar, volvieron los reestrenos. En París, uno podía ver la copia restaurada de Crash, el clásico moderno de David Cronenberg, en un multiplex desierto, algo parecido a una experiencia religiosa (llegará a España en enero). El mismo cine madrileño que estrenaba subproductos hollywoodienses en febrero con el aforo semivacío proyectaba en noviembre El año del descubrimiento con toda la sala enmascarada, pero a rebosar. La película de Luis López Carrasco es el hito de 2020 en el cine español: una memoria oral de los capítulos censurados en la historia oficial del progreso contada por quienes se quedaron en la cuneta. En sus imágenes, el presente se superpone con el pasado, esos noventa que ahora están por todas partes. Que el director opte por la pantalla partida es una curiosa coincidencia en este año tan atiborrado de imágenes mosaico, en el que el boom de las videollamadas ha inscrito nuestro día a día en un panóptico costumbrista, de andar por casa.
La trashumancia hacia lo virtual puede tener efectos devastadores si se convierte en un monocultivo, pero es innegable que algunas de las mejores películas del año se han visto solo en plataformas: la extraordinaria Ex Libris (Filmin), o el cine como deber cívico de Frederick Wiseman, sumada a The Souvenir (Movistar Plus), Diamantes en bruto (Netflix) o First Cow, el asombroso regreso de Kelly Reichardt, disponible durante un único fin de semana en Filmin tras ganar el Festival de Gijón. No está claro que convalide como estreno, pero sí es un ejemplo perfecto del nuevo paisaje que se va dibujando ante nuestros ojos, lleno de figuras que no somos capaces de describir porque aún no tenemos el vocabulario para hacerlo. El último plano escogido por Reichardt se solapa con el de otra de las películas del año, Beginning, el árido debut de Dea Kulumbegashvili, coronado en San Sebastián. Las dos nos recuerdan que, también en este mundo donde alternamos lo presencial con lo remoto (palabros del año), seguimos siendo, primero y ante todo, esclavos del tiempo.
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