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Viaje a las entrañas del Teatro Colón: 20.000 metros de talleres, 80.000 vestidos y 20.000 pares de zapatos

El mayor teatro lírico de Argentina es también uno de los pocos en el mundo que aún fábrica todo lo necesario para sus puestas en escena

El artesano pasa un cabello natural por el orificio minúsculo de una red y lo anuda con la ayuda de una aguja. Está haciendo una peluca para la ópera Carmen, pelo por pelo. El trabajo le demandará dos semanas. Al terminar, el artista sobre el escenario podrá peinarse como si se tratase de su propia cabellera, en una pieza única hecha a su medida. Cuesta imaginar en que mundo paralelo este esfuerzo descomunal vale la pena. La respuesta está bajo tierra, en los talleres del Colón, el mayor teatro lírico de América Latina y uno de los últimos en el mundo que aún produce en sus talleres la escenografía, el vestuario, las pelucas y hasta los zapatos.

En los sótanos del Colón trabajan cada día 430 personas. Es un teatro ciudad, con 56.000 metros cubiertos, más de cinco manzanas apiñadas unas sobre otras en pleno centro de Buenos Aires, de las cuales 20.000 están destinados a talleres que se extienden bajo la avenida 9 de julio, a metros del Obelisco. Allí trabajan carpinteros, herreros, escultores, pintores, zapateros, peluqueros, maquilladores, sastres, electricistas. Ese ejército sin nombre está detrás de aquellos que tras cada función cruzan sus manos sobre el pecho y se rinden extasiados a los aplausos de la platea. Bajar por las escaleras hacia las entrañas el Colón es sentir olor del cuero añejado y telas vírgenes, escuchar el sonido industrial de las máquinas de coser o los martillazos de quien clava un taco. También el silencio de quienes están concentrados en los detalles, como aquel que teje la peluca o pone los canutillos de un collar.

El director del Teatro Colón, Jorge Telerman, en uno de los pasillos del recinto bonaerense, el 9 de junio de 2022.
El director del Teatro Colón, Jorge Telerman, en uno de los pasillos del recinto bonaerense, el 9 de junio de 2022. SILVINA FRYDLEWSKY

Los saberes se pasan de generación en generación. Y todos hablan con pasión. Como María Eugenia Palafox, que cuida en su oficina una peluca de cordones que alguna vez usó el grandioso bailarín ruso Vaslav Nijinsky o un tocado que adornó la cabeza de Maria Callas. Palafox lleva 25 años en el Colón. En los pasillos del depósito abre cajas, muestra tocados y pelucas y se entusiasma con las crines blancas de yak que el teatro ha comprado para los postizos blancos. “Vienen del Tibet, son oro en polvo”, dice, y acaricia los cabellos largos como si fuesen un pequeño cachorro. “El pelo blanco es muy difícil de conseguir y entonces usamos pelo de yak, de la panza y la cola, que puede llegar a tener un metro. Bien mantenido se puede usar durante muchos años”, explica.

Eugenia Palafox en uno de los talleres subterráneos del Teatro Colón, el 3 de junio de 2022.
Eugenia Palafox en uno de los talleres subterráneos del Teatro Colón, el 3 de junio de 2022.SILVINA FRYDLEWSKY

Un piso más abajo, Blanca Villalaba se mueve entre los estantes donde se acumulan 20.000 pares de zapatos, cinturones de cuero de todas las épocas y estilos y hasta mochilas militares. Hay botas ordenadas por número, zapatos de taco alto y sandalias romanas. Villalba hace zapatos desde los 16 años, y a los 67 se entusiasma con unas zapatillas de baloncesto que el taller bajo su mando hace para la ópera El elixir de amor, de Gaetano Donizettiel. El Colón no adapta zapatos de calle para sus artistas: los hace desde cero, a razón de unos 500 por año, advierte Villalba. “Se confeccionan zapatos nuevos para las primeras figuras. El resto se recicla: se les cambia el color, se limpian y se les ponen o sacan elementos. El cuero puede pintarse y despintarse muchas veces”, cuenta.

En el depósito hay estanterías grandes para pueblos y coros y otras en las que se exhiben algunas piezas clásicas, como la sandalia usada por el español Plácido Domingo cuando interpretó a Sansón en la ópera Sansón y Dalila en 1997. Siempre se trabaja contra el tiempo, apurados por la fecha del estreno. En los sótanos del Colón no valen las excusas de una máquina rota o un artesano enfermo. Carlos Pérez, jefe de sastrería, repita varias veces que el mayor desafío es cumplir con el calendario. En el camino deben enfrentar la ansiedad de los vestuaristas, la demora de los proveedores y el ego de los primeros artistas, que suelen llegar desde el extranjero al límite del estreno.

“Hay ropa complicada y también personajes complicados”, dice Pérez, criado entre telas y tijeras por una familia de sastres. Hoy tiene a su cargo a casi 50 personas del Colón. " Para Falstaff vino (el barítono italiano) Ambrogio (Maestri), que tiene un físico particular. Casi dos metros, 200 kilos, complicado. Ambrosio nos dijo que era la primera vez que la ropa le entraba, que le iba bien y no había que tocarla”, dice con una sonrisa en el rostro. Luego recorre decenas de armarios de metal y abre las puertas al azar, saca una percha y levanta el vestido para la foto. Calcula que en ese laberinto hay 80.000 prendas acumuladas desde la década del treinta, que es cuando el Colón dejó de “importar” las puestas y decidió ser una fábrica de cultura.

“El 25 de mayo de 1908 se inaugura el edificio y el 25 de mayo de 1925 se termina de concebir el Colón tal cual lo conocemos, con sus talleres y sus elencos”, dice Jorge Telerman, director de Teatro Colón. Está sentado sobre un sillón de terciopelo rojo en el Salón Dorado del teatro, un espacio enorme inspirado en el de los espejos del Palacio de Versailles. “A partir de 1925, el Colón deja de ser una caja de resonancia de productos extranjeros y empieza a pensar la actividad como política cultural argentina”, dice. Con el tiempo, el Colón se convirtió en espejo de las aspiraciones culturales de Argentina. “Al Colón se lo ama aún aunque no se venga, porque sigue siendo el lugar donde volvemos a tomar fuerza para decir esto es posible. Es un lugar donde son posibles los grandes prodigios”, dice Telerman.

Puede ser prodigioso subir al escenario un Cadillac dorado. O que una gigantesca cinta de Moebius cuelgue de las parrillas para la opera Nabucco, de Verdi, hoy en cartel. En los talleres de escenografía se cuece la próxima obra, Elixir de Amor, ambientada por Enrique Bordolini en una pequeña cancha de básquet callejero. Las exigencias de seguridad obligaron a sacar las máquinas del teatro, y hoy los pintores, escultores y carpinteros trabajan en el barrio de Chacarita, a media hora en coche del teatro. Aquí no hay espacios para pequeñeces. Chillan las sierras y vuela el aserrín; las soldadoras sacan chispas y los escultores hacen una Venus de Milo en Telgopor. Bordolini recorre los talleres como escenógrafo, pero también como director general de Escenontécnica del Teatro Colón. Es el responsable de que toda la maquinaria funcione.

“El Colón es uno de los pocos teatros latinoamericanos que tiene talleres propios y que hace 100% de la producción. Es un estándar que se está perdiendo en todo el mundo y afortunadamente en el Colón tenemos los artesanos y los talleres para seguir realizándolo”, explica Bordolini. El resultado está en un producto final, cuidado en todos lo detalles, resultado del arte de un crisol de gremios. “La calidad distingue al teatro, porque tenemos buena mano de obra. La Scala de Milán y nosotros somos de los mejores”, dice convencido Antonio Gallelli, que lleva 60 años en el teatro. Hoy tiene 80 y coordina el trabajo escenotécnico. Pero es además la memoria viva del Colón. Recuerda cuando entró en los sesenta y las escenografías se pintaban en telas de lino o papel, el secreto para que conviviesen hasta 25 obras por temporada. Y que en los talleres se hablaba sobre todo italiano, como el que él mismo trajo del sur de Italia en el barco que lo cruzó hacia América siendo un adolescente.

Antonio Gallelli, en el taller de carpintería del Teatro Colón, el 8 de junio de 2022.
Antonio Gallelli, en el taller de carpintería del Teatro Colón, el 8 de junio de 2022.Silvina Frydlewsky

El Colón es una fábrica de arte y también un escuela. Gallelli calcula que se necesitan al menos 10 años para aprender el oficio en los talleres; y que por suerte hay jóvenes suficientes para mantener la tradición. “Lleva tiempo, porque no haces siempre lo mismo. Hoy haces una casa, mañana un barco, pasado un avión. En el Colón”, dice, “hemos hecho cualquier cosa”.

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