Las cocineras que recuperan los sabores del Impenetrable para protegerlo de la deforestación
La promoción de ingredientes nativos de los bosques secos y espinosos del Gran Chaco como la algarroba, el charqui, el chañar, el ucle o la doca ayudan a proteger el ecosistema y atraen a visitantes a las comunidades


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En El Impenetrable, una región de bosques secos y espinosos del norte de Argentina, al algarrobo lo llaman “el árbol”. Leyendas de los pueblos originarios que habitan esas tierras desde antes de la conquista española lo consideran un regalo sagrado de la Pachamama que los salvó del hambre. Al escuchar a sus pobladores más antiguos, se entiende: el olor dulzón de las flores y los frutos del algarrobo lo asocian a su infancia, cuando en verano mascaban las vainas recién caídas como golosinas. Sus madres las machacaban hasta convertirlas en una pasta que mezclaban con leche y, después de secarlas al sol, las molían para tener harina. En las últimas décadas, en cambio, el algarrobo blanco se convirtió en una madera muy apreciada para la carpintería y comenzó una tala indiscriminada que avanza en paralelo a la deforestación para ganadería y agricultura. La reivindicación de este y otros frutos autóctonos busca ampliar los sabores de la gastronomía argentina y combatir la destrucción del monte nativo en el que crecen.
El Gran Chaco Americano abarca una superficie que ronda el millón de kilómetros cuadrados en las zonas limítrofes de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. Se trata de un bosque subtropical con una biodiversidad única que atesora además numerosas plantas y frutos comestibles casi desconocidos en el resto del mundo.
En Buenos Aires se puede conseguir pitaya, también conocida como fruta del dragón, originaria de la liana trepadora de un cactus que crece en México y América Central, pero no ucle, otro fruto exótico, de un intenso rosa oscuro, que se recolecta en verano de los cactus chaqueños. Tampoco se encuentran los dulces frutos anaranjados del árbol de chañar que las cocineras locales preparan a fuego lento sin necesidad de azúcar para convertirlos en arrope. Ni la doca, con su sabor intenso, que puede comerse tanto cruda —en temporada— como asada.



En los alrededores del Parque Nacional Impenetrable, creado en 2014, la organización Rewilding Argentina promueve la capacitación de cocineras para que integren en sus recetas el uso de ingredientes nativos, los den a conocer a los comensales y contribuyan desde la gastronomía a la protección del ecosistema en el que crecen.
La localidad de Castelli es la puerta de entrada y salida al Impenetrable. En una granja a sus afueras, la chef Alina Ruiz se ha convertido en la principal embajadora de una cocina chaqueña tan poco conocida en el resto del país como la fauna y flora que alberga. Ofrece un delicioso menú por pasos con los ingredientes cultivados en la huerta por su padre, Paquito Ruiz. “Nos tenemos que apoderar del lugar donde vivimos. Cuanto más amor tengo por mi lugar, con más predisposición y pasión lo puedo mostrar”, dice Alina Ruiz, quien inculca ese orgullo local a las cocineras con las que también comparte su vasto conocimiento sobre ingredientes locales y técnicas de cocción y conservación.
“El sabor más característico del Impenetrable es el terroso”, afirma Ruiz. “Cuando hablo de la algarroba, el sabor que predomina es el terroso y luego viene un dulce que permanece en lo nasal. Cuando hablo de las carnes, también, su sabor tiene que ver con el suelo, y lo mismo con las pocas verduras que el lugareño come. Por ejemplo, hablamos mucho de la mandioca, que está bajo tierra. Y no es cualquier tierra, sino una tierra agrietada por la falta de lluvia, que tiene un sabor muy firme, muy duro y marcado, que sólo se consigue acá”, destaca.



De entre todos los ingredientes, Alina Ruiz cree que el charqui —la carne salada y secada al sol que se usa como relleno de empanadas y en múltiples preparaciones— condensa pasado y presente de la cocina chaqueña y de sus habitantes: “El charqui envuelve historia y tradición. Nos hace pensar que hubo un Chaco que no tuvo luz, que tuvo y tiene mucho viento norte. Ese mismo viento norte nos permite, si lo sabemos usar, generar luz y secar la carne. El charqui es una carne rígida, dura, salada, fuerte, y vivir en Chaco tiene algo de eso. Hay que ser fuerte, y el que no lo es, lo termina siendo por el clima”.
En el último fin de semana del invierno austral, en Buenos Aires llueve y hace frío, pero en el Chaco, 900 kilómetros al norte, reina el sol y los termómetros superan los 35 grados. La camioneta deja atrás Castelli, atraviesa Miraflores y se adentra 60 kilómetros más por una pista sin asfaltar hasta alcanzar el paraje de la Armonía, el primer portal del parque nacional. Ya no se ven campos cultivados sino el monte denso, espinoso y seco al que debe su nombre el Impenetrable. La escasez de agua, que siempre lo volvió difícil de explorar y atravesar, hace que sus escasos habitantes se concentren en los márgenes de los dos ríos que lo bañan: el Bermejo y el Bermejito.
Olla de hierro, fuego y humo
El terreno de la cocinera Nancy Cornú a orillas del río Bermejito se ha convertido en una parada obligada para los turistas que recorren la huella del Impenetrable, un sendero de 15 kilómetros a través del parque nacional en el que, con suerte, es posible avistar mamíferos como tapires, pecaríes y monos carayá. Cornú nos recibe con una olla de hierro al fuego en la que hierve patatas. Se trata de un utensilio infaltable en todas las cocinas de esta región chaqueña a la que no llega el gas natural. Al lado de la olla, hay amontonada leña y un horno de barro en el que terminará un delicioso pastel de cabrito, aquí llamado chivo. De toda la leña que tiene a disposición, Cornú prefiere la del garabato “porque no humea tanto” y señala hacia un árbol inundado de flores amarillas circulares y aroma embriagador.





El fuego es omnipresente desde el amanecer hasta la noche. Siempre listo para calentar agua para un mate, cocinar algo rico, ahuyentar con su humo a los mosquitos y dar calor en las frías noches de invierno.
Cornú nació en la provincia de Salta hace 57 años, pero se mudó al Chaco hace ya tres décadas para trabajar en la finca de La Fidelidad, convertida desde 2014 en una área protegida de 130.000 hectáreas de monte nativo. Rewilding lleva adelante allí un programa de reintroducción de especies en peligro de extinción como yaguaretés, nutrias gigantes, tortugas yabotí y venado de las pampas, entre otras.
El terreno de esta cocinera está frente al parque nacional y se llega a él cruzando el río con una barca que se mueve con un sistema de poleas. Esta cocinera, madre de siete hijos, cuenta que probó los frutos del monte de niña, en su Salta natal, gracias a su abuelo francés, que alfabetizaba a comunidades indígenas y recibía de ellas un vasto conocimiento del entorno. “La pasacana es un cactus de flor blanca, con frutos carnosos y bastante dulces, que va muy bien para las ensaladas de fruta”, cuenta. “El ucle, el fruto de otro cactus que acá abunda, lo uso para hacer mermeladas y jalea para los postres; al igual que el chañar, que se recolecta de árboles del monte”, continúa. Del monte también se consigue miel y plantas comestibles y medicinales.
Huertas escasas
La escasez de agua y las altas temperaturas limitan las verduras que se pueden cultivar. Las más comunes son las hojas verdes y la calabaza. Esteban Argañaraz y Estela Castellanos preparan la calabaza al rescoldo, es decir, al calor de las brasas en las que se cocina poco a poco, durante al menos cuatro horas, para después rellenarse con carne o verduras. Este matrimonio sexagenario da de cenar en el cálido patio de su casa a los turistas que se hospedan a pocos metros de allí, ya sea en el recién inaugurado refugio o en las cinco carpas del glamping La Armonía. Lamentan que el turismo haya comenzado a llegar cuando sus hijos ya han echado raíces lejos, al igual que tantos otros. Hace 20 años, la escuela primaria albergaba a casi 40 niños; hoy son cinco.




Los vecinos de La Armonía creen que el éxodo hacia las ciudades puede comenzar a revertirse. Algunos de los jóvenes de la zona que planeaban irse en busca de trabajo, ahora son guías de avistamiento de fauna y flora, ofrecen cabalgatas, paseos en kayak, manejan lanchas para paseos acuáticos o preparan la comida en el camping La Fidelidad que está dentro del parque.
Aún así, el ecoturismo incipiente choca con la actividad ganadera que ha sido el sustento básico de muchas familias durante generaciones. Algunos habitantes temen que los depredadores reintroducidos ataquen a sus vacas, que pastan sueltas allí donde encuentran hierba; otros se quejan de que, ni siquiera en época de sequía, su ganado sea bienvenido en el parque nacional.
Sabores inéditos
Las mujeres locales han encontrado una fuente de ingresos propia de la que carecían. En la cocina de escuela-taller de La Armonía, Mimí Romero, de 52 años, tiene sobre la mesa una receta de Ruiz de helado de algarroba. Bate a mano las yemas con el azúcar, mientras la leche infusionada con la harina de algarroba se entibia. Interrumpe el trabajo para sacar del congelador el helado que hizo el día anterior y repartirlo en pequeñas porciones entre acaloradas turistas argentinas. Ninguna puede creer que ese sabor sea imposible de conseguir en las miles de heladerías repartidas por todo el país.
Sobre los estantes de la escuela-taller, hay también miel y arrope de chañar que las mujeres del paraje preparan tras la cosecha y venden a quien lo desea comprar.
Desde allí, a lo largo de 30 kilómetros, la ruta de tierra atraviesa un bosque tupido con quebrachos blancos, algarrobos, palo santos, itines, garabatos y breas en flor antes de ceder el protagonismo a un paisaje de palmares y pajonales que se forman gracias a los desbordes veraniegos del Bermejo. Conejitos de los palos y un ocelote cruzan con rapidez el camino y se avistan también charatas, chuñas y atajacaminos. El destino es el glamping Los Palmares, que tiene en sus fogones a la chef chaqueña Lara Said Steig.
Formada en Buenos Aires, Said Steig regresó a su tierra natal para aplicar las técnicas de la alta cocina a platos creados con ingredientes del monte. En sus manos, una espina de vinal puede servir para montar sobre ella un bocado hecho con doca, pero también para alertar sobre la deforestación que no cesa. Con la algarroba, una noche hace focaccia y otra la transforma en un alfajor que imita las manchas de un yaguareté, en homenaje a la primera cría nacida en libertad en el parque nacional el mes pasado. El arrope de chañar que prepara Nancy Cornú se sirve aquí para condimentar el cuadril.



La imaginación brota también sin límites de la cabeza de Norma Luque, una cocinera que hoy alterna su vida entre el Chaco y la costa patagónica, que conoció recién hace dos años, pero sin la que ya le cuesta vivir. “Conocí el mar hace dos años, siempre lo había querido conocer, pero nunca pude”, relata sobre un sueño que cumplió de la mano de una pasión, la cocina, que comenzó a cultivar después de jubilarse como maestra. A Luque le cuesta seguir recetas y más todavía escribir las suyas: prefiere improvisar con lo que tiene y nunca repetir. Ama esa tierra dura y resquebrajada en la que se crió, pero celebra un proyecto que comenzó a atraer turistas a un lugar que no visitaba nadie y que a ella le dio alas para volar hacia otros mundos y sabores.
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