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En colaboración conCAF
tiburones
Un grupo de tiburones de Galápagos en las aguas de Oahu, Hawai, Estados Unidos. En una fotografía sin fechar.ullstein bild (Getty Images)

El científico que emuló la piel del tiburón de Galápagos para crear una lámina antibacteriana

Anthony Brennan ha creado un material adhesivo que impide el crecimiento de bacterias y que ya se utiliza con éxito en hospitales, transportes o baños públicos

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Vista al microscopio electrónico, la piel del tiburón de Galápagos o, más específicamente, sus dentículos dérmicos, conforman un patrón particular en forma de diamante cuya rugosidad y disposición geométrica, que se asemeja a una rejilla, impiden el asentamiento de microorganismos y bacterias. En 2002, el doctor Anthony Brennan, profesor de Ciencia e Ingeniería de Materiales de la Universidad de Florida, visitó la base naval estadounidense de Pearl Harbor, en Hawái, como parte de una investigación patrocinada por la Marina. Se le solicitó que indagara en el desarrollo de nuevos materiales antiincrustantes para reducir el uso de pinturas tóxicas utilizadas para evitar que algas recubran los cascos de barcos y submarinos. Al ver que un submarino nuclear regresaba a puerto recubierto de algas, Brennan comentó que parecía una ballena, y entonces preguntó qué animales marinos de locomoción lenta no se ensucian de esa forma. La respuesta fue el tiburón.

“El museo de Historia Natural de nuestra universidad albergaba la mayor colección de tiburones del mundo en aquella época”, dice el doctor Brennan. “Mis conversaciones con la gente de nuestro museo me permitieron examinar muestras reales de piel de tiburón, y la primera muestra fue del tiburón de las Galápagos. A partir de ahí evalué muchas muestras de otros tiburones”.

Tras el análisis, la conclusión fue que ese patrón dérmico impedía el crecimiento de bacterias. Al igual que las algas, las bacterias arraigan solas o en pequeños grupos con la intención de establecer grandes colonias, formando biopelículas. Para hacerlo, necesitan superficies que no les demanden gastar demasiada energía. Si las superficies les exigen mucho esfuerzo para colonizarlas, las bacterias buscan otro lugar donde crecer, o simplemente mueren en el intento.

Gracias a la piel del tiburón, el doctor Brennan supo que había descubierto el principio para desarrollar una nueva tecnología, aunque en realidad, más que haber descubierto algo, se había inspirado y aprovechado la tecnología que, de manera natural, ya existía en ese animal, algo que en el mundo de la ciencia se entiende como biomímesis: observar, comprender y aplicar soluciones procedentes de la naturaleza a los problemas humanos.

El doctor Anthony Brennan.
El doctor Anthony Brennan.Universidad de Florida

El término, que etimológicamente quiere decir “imitar la vida”, fue acuñado por la bióloga estadounidense Janine Benyus en su libro de 1997 Biomímesis: innovaciones inspiradas por la naturaleza. Benyus, también cofundadora del Instituto de Biomímesis, con sede en el Estado de Montana, plantea en esa obra la tesis básica de que el ser humano debería, conscientemente, emular el genio de la naturaleza en sus diseños, y anima a sostener una pregunta constante: ¿Qué haría la naturaleza en una situación concreta?

En respuesta a eso, se han tomado prestadas las curvas aerodinámicas de los picos de los martines pescadores para diseñar trenes bala más silenciosos. Se han creado vacunas que se pueden almacenar sin refrigeración copiando la química de un crustáceo antiguo llamado artemia, y se han sustituido colorantes tóxicos por materiales biodegradables que imitan la resplandecencia de la baya de mármol de África, el fruto -no comestible- que posee el color azul más intenso que se conozca en cualquier material biológico.

También gracias a ese principio, el doctor Anthony Brennan fundó una empresa para desarrollar materiales antibacterianos. La empresa se llama Sharklet Technologies, y su producto estelar es Sharklet, una lámina plástica adhesiva que impide el crecimiento de bacterias y ya se utiliza con éxito en superficies de alto contacto en hospitales, transportes y baños públicos, mostradores de puntos de venta, entre otros espacios. En el mercado mundial de revestimientos antimicrobianos, valorado en 5.000 millones de dólares, Sharklet es ya un actor importante. Según el informe del Fermanian Business & Economic Institute, se espera que la bioinspiración genere 1,6 billones de dólares de producción mundial en 2030, con empresas de todos los sectores recurriendo cada vez más a los diseños de la naturaleza para resolver los retos humanos.

Retribuir la inspiración

El Convenio sobre Diversidad Biológica (CDB) es un tratado establecido por las Naciones Unidas que entró en vigor en 1993 y tiene como objetivos la conservación de la biodiversidad, el uso sostenible de sus componentes y la participación justa y equitativa de los beneficios resultantes de la utilización de los recursos genéticos. Lo han ratificado todos los Estados miembros de la ONU, menos Estados Unidos. El Protocolo de Nagoya es un acuerdo complementario al CDB, que empezó a funcionar en 2014. Su propósito es garantizar que los beneficios de los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales se compartan de forma justa y equitativa.

Antes de que se establecieran esos tratados, las empresas podían patentar libremente y beneficiarse de materiales genéticos de plantas y animales, sin compensar a los países o comunidades responsables de la conservación de esas especies y sus ecosistemas. En la actualidad, el creciente campo de la biomímesis ha abierto nuevas vías para lo que algunos describen como una forma moderna de biopiratería. “Al igual que los recursos genéticos se explotaron históricamente sin tener en cuenta sus orígenes, los diseños y estrategias de la naturaleza se comercializan ahora sin un reparto equitativo de los beneficios con los ecosistemas y especies que los inspiraron”, dice César Rodríguez Garavito, profesor de Derecho en la Universidad de Nueva York y fundador del proyecto More Than Human Life (MOTH), definido como una iniciativa interdisciplinar que promueve los derechos y el bienestar de los seres humanos, los no humanos y la red de la vida que nos sustenta a todos. “Aunque los organismos naturales se consideran a menudo fuentes de innovación, aún no se les reconoce como contribuyentes y partícipes de los beneficios derivados de las tecnologías bioinspiradas que ayudan a crear. Sin protecciones legales ampliadas, estos ecosistemas quedan vulnerables, excluidos de las ganancias económicas de una industria multimillonaria”, añade Rodríguez Garavito.

Es hora de dar a la naturaleza el crédito que merece por inspirar la innovación humana. Es lo que plantean MOTH y el Instituto de Biomímesis. La propuesta la presentaron en octubre pasado en el marco de la COP 16 celebrada en Cali, y se sustenta en la necesidad de cubrir un vacío en los marcos jurídicos actuales, para garantizar que la naturaleza se beneficie de los diseños y tecnologías que ayuda a crear.

“La biomímesis es otra bioeconomía, no basada en los recursos que podemos extraer de la naturaleza, sino en ideas, patrones, procesos y estrategias que podemos emular para crear un mundo más sostenible”, dice la bióloga Janine Benyus. “Los diseños de la naturaleza están probados en el tiempo y aprobados por la Tierra, y el reparto de beneficios podría garantizar que los hábitats que dieron lugar a estas innovaciones sigan siendo fuentes vitales de innovación.”

La propuesta del Instituto de Biomímesis y el proyecto MOTH pretende garantizar que los beneficios de las innovaciones biomiméticas contribuyan directamente a la protección de las especies y ecosistemas que las inspiraron, especialmente en las regiones biodiversas del sur global. La idea contempla dos vías. En el corto plazo, un sistema de contribuciones voluntarias de parte de empresas que tomen el liderazgo en este sentido. En el largo plazo, ampliar el marco de protección del Convenio sobre Diversidad Biológica para que no incluya solo pagos por recursos genéticos, sino también por patrones, procesos y estrategias inspiradas en la naturaleza.

“Mi primera impresión es que sería un mundo maravilloso si todos pudiéramos trabajar juntos en armonía con los demás y con la naturaleza”, dice Anthony Brennan, de Sharklet Technologies. “Sin embargo, la realidad es que crear una empresa es extremadamente difícil y requiere una enorme cantidad de capital, tanto en términos de dinero como de personas. Mi impresión es que las empresas con más éxito financiero prestarán apoyo al medio ambiente, ya sea directa o indirectamente. Así pues, me opongo a que los gobiernos sigan intentando imponer normas a las empresas que utilizan o pueden haber utilizado tecnología de naturaleza biomimética. Espero que las que tengan más éxito, lo hagan por sí mismas.”

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