Cómo un juicio por los derechos de la naturaleza llevó a descubrir un hongo alucinógeno en Ecuador
El hongo fue bautizado en honor a Paul Stamets, el micólogo más famoso del mundo
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Era septiembre de 2022. En un salón de eventos de la Fundación Rockefeller, en Nueva York, había un grupo de gente extraordinaria: filósofos, abogados, científicos, escritores, artistas. Los reunió el More Than Human Rights Project (MOTH), una iniciativa interdisciplinar vinculada a la New York University que promueve la reflexión sobre cuánto, cómo y por qué la concepción de derechos debería no solo caberle al humano sino también a un bosque, a un tapir, a un tejido de hongos. Flora, fauna y funga. Tres efes cruciales en un potencial cambio de paradigma.
Entre los presentes estaban figuras como la alemana Andrea Wulf, autora de La invención de la naturaleza, la magnífica biografía de Alexander von Humboldt; el escritor inglés Robert Macfarlane, considerado uno de los máximos exponentes de la literatura sobre naturaleza; el músico Cosmo Sheldrake, también inglés, que ha grabado discos con sonidos de ballenas y pájaros en peligro de extinción; la celébre micóloga chilena Giuliana Furci, directora de la Fundación Fungi y defensora de que, en la comprensión de la diversidad macroscópica de la vida, a la flora y la fauna se integre la funga, el reino de los hongos que permite la interconexión entre todos los organismos; el jurista colombiano César Rodríguez-Garavito, director de MOTH, y dos connotados abogados ecuatorianos, Agustín Grijalva y Ramiro Ávila, exjueces de la Corte Constitucional, el máximo órgano de administración de justicia de Ecuador, donde se han tramitado casos emblemáticos sobre derechos de la naturaleza. “Yo tenía la obsesión de que se declararan sujetos de derechos a los entes no humanos cuyos casos llegaran a la Corte”, dice Ávila.
Para asistir a ese encuentro, todos los invitados debieron enviar un texto sobre el gran tema en cuestión observado desde sus respectivas disciplinas. Entre ellos, llegó la sentencia de un ejemplar caso de defensa a un bosque. El Bosque Protector Los Cedros es una reserva de 6.000 hectáreas de ecosistema tropical húmedo y nublado que queda al noroccidente de la cordillera de Los Andes, en la provincia ecuatoriana de Imbabura. Su geografía va de los 1.000 a los 2.700 metros de altitud, lo atraviesan cuatro ríos y es el hogar de jaguares, monos, reptiles, anfibios, 309 especies de aves, 236 de orquídeas y 600 de polillas, además de todo un universo de hongos. Hoy es propiedad del Estado, pero en 1988 lo había comprado Josef DeCoux, un recio ambientalista estadounidense que administra la estación científica que se levanta en el corazón de la reserva.
A finales de 2017, el Ministerio del Ambiente otorgó una licencia a la Empresa Nacional Minera (Enami EP) para realizar una exploración dentro del bosque. En 2018, el Gobierno autónomo de Cotacachi, uno de los cantones cercanos a la reserva, presentó un recurso ante la Corte provincial para impedir la exploración. Amparada en la Constitución del Ecuador, que en 2008 se erigió como pionera en el mundo en el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, la acción alegaba que el permiso de exploración atentaba contra la protección del agua y los ecosistemas, y que vulneraba el derecho de las comunidades a ser consultadas sobre concesiones de ese tipo. En junio de 2019, la Corte provincial falló a favor del Gobierno autónomo de Cotacachi, y pese a la apelación que en consecuencia presentó la Enami, en diciembre de 2021 la Corte Constitucional ratificó la resolución de la entidad provincial y dejó sin efecto el permiso de prospección que se le había otorgado a la minera. Agustín Grijalva y Ramiro Ávila eran entonces jueces de la Corte Constitucional y votaron a favor de proteger el bosque. Grijalva, además, fue quien condujo el análisis del caso y luego redactó la sentencia. Los Cedros ganó el juicio en su defensa y la noticia fue una fiesta en el ambiente internacional que aboga por esas causas.
Sobre esos temas discutían en el otoño de Nueva York aquellas personalidades, cuando saltó a la conversación el caso del bosque Los Cedros. Todos quedaron maravillados, tanto que un entusiasmado Robert Macfarlane enseguida propuso que se embarcaran en un viaje. El mes siguiente aterrizaron en Quito para adentrarse en la montaña. Vinieron Macfarlane, que realizaba una investigación sobre derechos de la naturaleza; Cosmo Sheldrake, resuelto con sus tantos aparatos a grabar los latidos del bosque; el abogado Rodríguez-Garabito, y Giuliana Furci, que se vislumbraba sin ninguna misión especial hasta que, días antes, habló con su colega, el doctor Bryn Dentinger, de la Universidad de Utah, quien le dijo que en 2011 en ese mismo bosque había descubierto dos nuevos especímenes de hongos Psilocybe (que contienen sustancias psicoactivas, por lo que se les suele llamar alucinógenos), y le recomendó que pusiera atención por si los encontraba ella también para así, con una segunda identificación como dicta el protocolo científico, poder registrarlos oficialmente. Aquí esperaban los abogados ecuatorianos y otros anfitriones, entre biólogos, activistas y el guía que mostraría el camino.
Aquel 24 de octubre de 2022 era un día caluroso. En el camino, el grupo se detuvo varias veces a aprender del entorno gracias a las explicaciones de los expertos. También se dieron un baño en una cascada y el momento significó una celebración de la magnificencia natural que se había defendido en aquel juicio. Cuando retomaron el sendero, Giuliana Furci tuvo un hondo presentimiento. “Yo sentí algo especial, sentí que el hongo estaba ahí”, dice, “y me pregunté si lo verbalizaba o no, y lo hice. Les dije: oigan, siento que está aquí”. Cuarenta metros más adelante, solitario y disimulado con su tono marrón entre la vegetación húmeda, estaba el hongo, uno de los que el doctor Dentinger había descubierto 11 años antes en el mismo bosque, pero en otro sendero, y en otra época del año, lo que hacía que el hallazgo fuera aún más significativo. El padre de Furci había fallecido un mes y medio antes y ella cargaba un duelo agudo que, en el instante en que su energía se conectó con la presencia del hongo, encontró un súbito consuelo. “Hay una parte de uno que también muere cuando muere un padre”, dice ella. “Pero para mí fue una bendición que la conexión con el hongo me mostrara que aún estaba viva”.
Emocionada aseguró el espacio, y entre todos contemplaron por un momento la fortuna de la circunstancia. Luego vino el protocolo de colecta: fotografías, notas descriptivas, georreferenciación. Furci sacó el hongo del suelo, lo envolvió en hojas de plantas frescas para que no se deshidratara, y lo guardó en una caja de metal en la que Cosmo Sheldrake traía medicamentos. En ese imperceptible vacío que dejaba el hongo, el músico introdujo sus ultrasensibles micrófonos de contacto para registrar la resonancia del hábitat. “Para mí suena como un estómago que está haciendo la digestión, un gorgoteo retumbante de sonido grave”, dice Sheldrake.
El hongo no era más grande que un fósforo, y el píleo -el sombrero- era bastante puntiagudo. Análisis posteriores determinaron que la estructura molecular era la misma que la de uno de los descubiertos en 2011, por lo que se lo podía registrar como una nueva especie. Se lo hizo utilizando el Index Fungorum, la herramienta de publicación electrónica del Real Jardin Botánico de Kew, en Londres, que permite acelerar el registro al sortear los extendidos procesos de las revistas científicas. Había que darle un nombre. “Para mí, Paul Stamets es una figura mentora en la micología, ha dedicado la mayor parte de su vida a estudiar los hongos del grupo Psilocybe”, explica Furci. “Pero no había ninguna especie dedicada a él, y menos un Psilocybe, por lo que nos pareció adecuado hacerlo”. Así nació Psilocybe stametsii. “Me siento profundamente honrado por este reconocimiento y ansioso de participar en una expedición de campo para ver esta especie en su hábitat natural”, dijo el micólogo en sus redes sociales.
Paul Stamets es quizá el micólogo más famoso del mundo, un autodidacta que lleva casi cincuenta años de investigación y ha publicado varios libros sobre el tema. En gran parte es responsable de la integración de ese cosmos en la cultura popular. El documental de Netflix Hongos fantásticos lo tiene como protagonista, y la serie Star Trek: Discovery le dedicó el personaje del teniente Stamets.
Mientras llega el día en que pueda caminar por Los Cedros, quizá pueda escucharlo. Con la variedad de sonidos que grabó allí, Cosmo Sheldrake compuso una canción que se publicará próximamente. Mantendrá la lógica de los discos en los que ha utilizado sonidos de la naturaleza, algo que también atraviesa las reflexiones sobre los derechos que van más allá de lo humano: el reconocimiento de coautoría a los ecosistemas de donde han sido tomados. El 50% de los derechos de publicación de su disco Wake Up Calls, que reúne cantos de pájaros británicos en peligro de extinción, fue donado a organizaciones que trabajan en defensa de esas aves. Algo similar ocurrió con el álbum Wild Wet World, construido a lo largo de 10 años con chasquidos, chisporroteos, crujidos y más rumores del mundo marino. Ahora, además de con la canción todavía sin nombre compuesta con sonidos de Los Cedros, lo hará con Lichens, uno de los 21 temas que reúne su nuevo disco, Eye to the ear, a publicarse en abril, en el que introduce los sonidos captados en el terreno donde fue encontrado el Psilocybe stametsii. El 15% de los derechos de publicación de ese tema irán para la Fundación Fungi que dirige Giuliana Furci. “Para mí, los cantos de los pájaros, por ejemplo, son un fenómeno creativo, expresivo, musical. Si les atribuimos agencia y conciencia a estas criaturas, me parece justo que sus expresiones creativas sean reconocidas”, dice Sheldrake. “Lo mismo pasa con la canción sobre Los Cedros, que tiene sonidos del subsuelo y el agua que corre, de los pájaros y los murciélagos. Los créditos de composición y los derechos de autoría deberían ser compartidos entre los creadores humanos y los no humanos”.
La próxima reunión de MOTH será en abril de este año en Quito. Entre otros temas, Ramiro Ávila y Giuliana Furci discuten sobre cómo hacer de la funga el argumento para defender de la explotación minera un territorio cercano al bosque Los Cedros. “Si un tipo de hongo está en peligro de extinción, la actividad minera es una amenaza”, explica Ávila. “La idea es declarar al hongo sujeto de derechos para así proteger todo el ecosistema”.
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