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En colaboración conCAF

Semillas de maíz criollo centenarias para resistir a las multinacionales en Argentina

Agricultores familiares de Formosa conservan la pureza de la semilla nativa como una apuesta por la soberanía alimentaria

cultivo de maiz en argentina
Raúl Cococcioni sostiene mazorcas de maíz que guardará como semilla para la próxima siembra en la Provincia de Formosa (Argentina).Ramiro Pereyra

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En la empobrecida provincia de Formosa, en el norte argentino, grupos de familias campesinas resguardan la pureza del maíz criollo. La semilla nativa, adaptada a un clima de extremo calor e intensas lluvias, se preserva generación tras generación como una apuesta por la alimentación soberana, digna y saludable.

Las prácticas ancestrales agroecológicas no han desaparecido de Argentina, pero son cada vez más difíciles de sostener porque las tierras están concentradas en pocas manos y el trabajo rural de la agricultura familiar ha dejado de ser atractivo para las nuevas generaciones.

De cualquier modo, la modernización tecnológica comenzó a llegar a los agricultores familiares en los últimos años de la mano de diversas organizaciones como una puerta para el desarrollo y para la conservación de semillas nativas.

Raúl Cococcioni es un pequeño productor reconocido como “guardián de las semillas”. En su chacra de diez hectáreas ubicada en el Cruce la Picadita en Comandante Villafañe, a 270 kilómetros de la frontera con Paraguay, conserva las simientes del maíz criollo desde hace más de 30 años.

“Si consideramos que las semillas estuvieron en poder de mis bisabuelos, de mis abuelos y de mi papá, a lo mejor tienen más de 100 años”, estima Raúl, mientras muestra la manera en que desgrana las mazorcas con una vieja máquina manual y otra eléctrica.

Todos los años clasifica y separa las semillas que garantizarán espigas de 13 ó 14 hileras prolijas y uniformes en el siguiente ciclo productivo.

Los granos pequeños alimentarán a los animales; los mejores, quedarán al resguardo para la próxima siembra y una parte se destinará al intercambio con otros agricultores en las ferias agroecológicas de las localidades cercanas de El Colorado y Villa 213.

Raúl Cococcioni sostiene espigas de 13 ó 14 hileras de maíz criollo.
Raúl Cococcioni sostiene espigas de 13 ó 14 hileras de maíz criollo.Ramiro Pereyra

“Esta es una variedad criolla, no es un híbrido, no está modificada por el hombre”, detalla Cococcioni, y exhibe un puñado de espigas.

“No todos los productores lo hacen, por eso a mí me tienen como un guardián de las semillas. Somos algunos en el país que tenemos esa mentalidad de que tenemos que cuidar lo nuestro”, remarca.

Para el agricultor, ser dueño de sus semillas es una cuestión de soberanía. “Si las perdemos vamos a ser dependientes de las multinacionales de semillas que nos van a decir qué tenemos que sembrar, cuándo, qué tenemos que echarles. Los que las fabrican no se conforman con ganar con la semilla que te venden… Es un paquete, hay un kit de herbicidas, reguladores, secantes. Haciendo nuestras semillas, lo manejamos nosotros”, se explaya.

La ingeniera agrónoma Araceli Pared, referente del Instituto de Cultura Popular (Incupo) de Formosa, coordinadora en otras provincias y participante del Programa Mercosur Social y Solidario explica que el maíz criollo es resistente y está adaptado al clima, a la zona, al ambiente y a los suelos. En verano las temperaturas en Formosa superan los 40 grados y las lluvias anuales alcanzan los 1.200 milímetros.

“El cuidado de las semillas permite a los agricultores mantener vivos los distintos sistemas de alimentación que están muy ligados a la cultura del lugar”, detalla.

Con la harina de maíz, por ejemplo, elaboran sopa paraguaya, bori bori, polentas y panificados.

Ferias de intercambio

Las ferias de intercambio de semillas se sostienen con el esfuerzo de productores y organizaciones.

El Movimiento Agroecológico de Latinoamérica y el Caribe (Maela), al que pertenece Incupo, también organiza cada año la Semana Continental de las Semillas, entre el 26 de julio -día de Santa Ana, cuando comienza la siembra del maíz- al 1 de agosto, Día de la Pachamama.

En esos espacios, los campesinos trocan las semillas que tienen por las que les faltan, intercambian saberes e información.

“Quiero que lo que yo estoy defendiendo acá hace tanto tiempo el otro también lo defienda”, apunta el agricultor Cococcioni. Se refiere a guardar las semillas. “Si yo no estuviera guardando tanto tiempo, hoy no tendría mi chacra. Si no hay alguien que se ocupe de estas semillas, no habría más. De otras provincias me piden. Para que la semilla no quede solo en mi poder, vamos a la feria de intercambio”, detalla.

Cococcioni y su esposa cargan la moledora de maíz.
Cococcioni y su esposa cargan la moledora de maíz. Ramiro Pereyra


Las ferias son espacios de encuentro, resistencia y de acción. En la Declaración 2023 del Movimiento Agroecológico Latinoamericano se exhortó a sostenerlas para luchar contra quienes “fomentan el acaparamiento y concentración de las semillas”. Con ese espíritu se movilizan diversas organizaciones en el país.

“Las grandes multinacionales nos escondieron las semillas, nos dicen que la semilla ya modificada por el hombre, tiene ciclos más cortos, que da más kilos por hectárea, que no necesitás carpir, que les echas un ‘mata yuyos’ y ya está. Y el productor chico cae en ese verso (trampa)”, sostiene el agricultor.

Además, insiste en el valor de tener las propias semillas. “Son tuyas, no tenés que comprar. Hoy mucha gente se da cuenta”, asegura. Detalla que una bolsa pequeña de semillas cuesta 160.000 pesos argentinos (unos 173 dólares) y eso es mucho dinero para los agricultores familiares.

Agricultura familiar

En Argentina, la agricultura campesina e indígena viene decreciendo en los últimos años. De ahí que la lucha por el cuidado de la semilla nativa esté considerada como un acto de resistencia.

El Censo Nacional Agropecuario 2018 muestra que en el país la tierra se concentra en pocas manos y las explotaciones agropecuarias de campesinos e indígenas disminuyen de manera constante.

No hay estadísticas actualizadas, pero los datos censales revelan que en 16 años desaparecieron el 25% de las explotaciones agropecuarias de menor superficie, y muchos trabajadores rurales se mudan a las ciudades en búsqueda de oportunidades.

Rubén Silvero y Silveria Benitez en su lote sembrado con maíz.
Rubén Silvero y Silveria Benitez en su lote sembrado con maíz.Ramiro Pereyra

El Plan Nacional del Decenio de la Agricultura Familiar, que impulsan las Naciones Unidas, presentado en Argentina a fines del año pasado plantea que la migración rural-urbana sostenida durante más de un siglo provoca la pérdida de culturas y saberes, y que muchas veces las familias que migran sólo encuentran marginalidad en las grandes urbes.

Por eso los agricultores familiares, con la ayuda de organizaciones del tercer sector, buscan potenciar el arraigo a la tierra y promover la soberanía alimentaria.

El Incupo trabaja con unas 300 familias campesinas relevando las problemáticas de la producción agroecológica, capacitando y promoviendo la conservación de semillas propias, la incorporación de abonos naturales y el uso de tecnologías de fabricación regional. Cococcioni, por ejemplo, recibió ayuda para obtener los silos donde conserva la semilla, la desgranadora eléctrica y capacitaciones sobre chacinados y quesos.

El productor sostiene que uno de los trabajos más grandes para preservar la semilla pura y evitar que desaparezca es manejar los tiempos de la siembra en relación a los campos cercanos que utilizan maíz transgénico.

“Si yo veo que un vecino está preparándose para sembrar en una fecha, tengo que sembrar 20 días antes para que cuando su maíz empiece a florecer, el mío esté armado, esté con espiga, entonces ya no me afecta”, explica.

Para evitar la polinización -detalla- tiene que haber una diferencia de casi un mes entre ambas siembras o estar a más de 500 metros de distancia. “Tenemos que producir alimentos sanos; tenemos que ser responsables”, sentencia.

Comida sana

Rubén y Silveria Benitez trabajan a la par en la molienda del maíz en su casa en la Floresta.
Rubén y Silveria Benitez trabajan a la par en la molienda del maíz en su casa en la Floresta. Ramiro Pereyra

Rubén Silvero y Silveria Benitez, del paraje la Floresta, también son pequeños productores. Tienen 23 hectáreas; tres, sembradas. Cuentan que se levantan a las 5 de la mañana y toman mate antes de ordeñar las vacas. Elaboran quesos y cultivan maíz, mandioca y porotos. Venden su producción en la feria y también han progresado gracias a la ayuda de varias instituciones. Con una máquina moledora hacen harina de maíz.

Siembran el cereal con semillas que les da el Gobierno, aunque admiten que el grano criollo es mejor. Pero dicen que ya están grandes y que manejan solos las plantaciones y los animales, así que no tienen posibilidades de guardar la semilla.

Sin embargo, levantan la bandera del aporte del campo a la alimentación sana. “Los agricultores familiares damos de comer al pueblo. El chiquito da de comer a la gente”, piensa Silveria.

Raúl Cococcioni opina de manera similar: “El productor grande ni vive en el campo ni come lo que siembra, eso se exporta para Asia”, afirma. “El agricultor familiar se autoabastece de lo que produce, alimenta a su familia y el excedente lo vende”.


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