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En colaboración conCAF
Agricultura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una nueva revolución científica para transformar los sistemas alimentarios

En el siglo pasado, la colaboración entre instituciones de investigación agrícola contribuyó a la lucha contra el hambre, salvando la vida de millones de personas. América Latina necesita una nueva revolución que tenga en cuenta los efectos el cambio climático

efectos del cambio climatico
Unos agricultores en una chinampa en Ciudad de México, en febrero de 2023.© Secretaría del GIAHS/SIPAM, FAO

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La antesala de la COP28, que en breve comienza en Dubái, es un buen momento para reflexionar sobre cómo el cambio climático está afectando a un elemento clave en la vida de la humanidad: su capacidad para producir alimentos que sostengan la vida.

Voy a centrarme en América Latina y el Caribe, aunque la situación en la región tiene un profundo impacto global. A pesar de representar poco más del 8% de la población mundial, América Latina y el Caribe produce el 14% de los alimentos que se exportan en el mundo. Además, alberga una cantidad muy significativa de recursos naturales (la mayor reserva de tierras cultivables del mundo y el 30% de la biodiversidad mundial son solo dos ejemplos).

Toda esa riqueza está en peligro. Según un reciente informe de la Convención de Naciones Unidas de la Lucha Contra la Desertificación, en 2019 se habían degradado el 22% de las tierras fértiles de la región (en México, más del 70%). Según datos del CGIAR (una red de investigación agrícola de la que forman parte 13 centros de investigación en todo el mundo), con las tendencias actuales, el rendimiento del maíz se habrá reducido un 25% en 2050.

Estos hechos representan un grave problema para la seguridad alimentaria regional y mundial. Tengamos en cuenta que la humanidad deberá aumentar su producción de alimentos en un 50%-70% (con respecto a 2020) si en 2050 quiere cubrir las necesidades de una población en continuo crecimiento y que en esa fecha superará con creces los 9.000 millones de personas.

Resolver la disyuntiva de producir más alimentos con menos recursos no es fácil. Hay muchas fuerzas y factores en juego. Pero una cosa sí está clara: la ciencia y la innovación están llamadas a jugar un papel determinante en la búsqueda de la salida del laberinto.

Así fue en el pasado.

Entre los años sesenta y ochenta del siglo XX, la colaboración entre instituciones de investigación agrícola nacionales e internacionales hizo posible la revolución verde. Las inversiones en investigación para mejorar semillas de cultivos esenciales como el trigo, el maíz y el arroz permitió el crecimiento de la productividad agrícola, contribuyó decisivamente a la lucha contra la pobreza y el hambre, salvando la vida de millones de personas.

Debemos encontrar la manera de que esta exitosa colaboración vuelva a funcionar.

La situación en la región no es ideal. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), “los países de América Latina y el Caribe continúan rezagados en la asignación de recursos suficientes” a la investigación agropecuaria. Sin embargo, el mismo BID estima que la región “se encuentra bien preparada para aumentar su escala de comercio y producción agropecuaria”.

Es pues, un tiempo de desafíos, pero también de oportunidades que necesitan visión y audacia para ser aprovechadas.

En CGIAR creemos que esa visión y esa audacia tienen que tomar la forma de una agenda regional de investigación e innovación agrícolas que busque multiplicar la producción agrícola regional, pero incorporando los factores de sostenibilidad de los ecosistemas, preservación y fomento de la biodiversidad y resiliencia socioecónomica de las poblaciones rurales.

Y es que, a diferencia de los tiempos de la revolución verde, ahora somos conscientes de la amenaza del cambio climático, principal responsable de que los avances logrados el siglo pasado en términos de reducción de la inseguridad alimentaria y la pobreza se hayan perdido y estén empezando a convertirse en retrocesos.

Esa agenda regional debe ser capaz de aunar las capacidades y recursos del sector privado y público (ministerios de agricultura y ambiente) de la región, los centros de investigación nacionales (como EMBRAPA en Brasil) e internacionales (como el CIMMYT, el CIP o la Alianza Bioveristy-CIAT, del CGIAR), los organismos de articulación regionales (como IICA) y globales (como la FAOc), los financiadores internacionales (como el BID, El Banco Mundial, el FIDA o la Fundación Bill y Melinda Gates) y la sociedad civil.

El verdadero cambio de paradigma que propiciaría esta agenda no solo permitiría resolver los problemas de hambre e inseguridad alimentaria de una región en la que, según los últimos datos de Naciones Unidas, más de 43 millones de personas pasan hambre y casi 248 millones experimentan inseguridad alimentaria moderada o grave.

Permitiría también maximizar las ya determinantes contribuciones de América Latina y el Caribe a la producción global de alimentos y la preservación de la biodiversidad mundial.

Algunas organizaciones en la región ya estamos trabajando activamente para armar esa agenda. Sin duda, a la luz de los últimos datos, tenemos que profundizar y acelerar la conversa.

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