Los bosques de Colombia, víctimas silenciosas de la guerra contra las drogas
No solo la producción de cocaína es mala para el medio ambiente, las técnicas de erradicación también lo son
Sobre la ciudad de San José del Guaviare, un remanso en la Amazonia colombiana, un helicóptero de la época de la guerra en Vietnam repleto de agentes de la policía judicial y el Ejército se eleva hacia el cielo. A medida que vuela hacia el sur, el mosaico de fincas ganaderas atravesado por caminos de arcilla roja se disuelve en parches de vegetación desfigurados por la deforestación. Esta es la frontera amazónica: una delimitación vaga y en constante progreso entre la humanidad y la naturaleza. Desde arriba, es fácil imaginar esta selva como infinita y paradisíaca. Pero algo recuerda la tensión que existe abajo: cicatrices de color verde iridiscente: parches de Erythroxylum coca, un arbusto de aspecto inocuo cuyas hojas son la materia prima de la cocaína.
En la distancia, una señal de humo delgada marca el punto donde los pasajeros del helicóptero desembarcan para una misión rutinaria: la destrucción de un laboratorio de cocaína. Aquí, en uno de los ecosistemas más biodiversos de la Tierra, está la primera línea de la guerra contra las drogas.
Tras décadas de apoyo económico y militar de Estados Unidos, que es el mayor consumidor de cocaína y el mayor financiador de la guerra contra las drogas a la vez, Colombia continúa liderando la producción mundial de esta droga, que representa casi el 70% del suministro global.
Años de políticas prohibicionistas no han logrado las reducciones prometidas de coca y cocaína en Colombia. De hecho, en los últimos años, el país ha producido más que en cualquier otro momento de la historia. Pese a ello, el Gobierno de EE UU sigue insistiendo en continuar esa guerra, incluso frente a la oposición del presidente Gustavo Petro. La intención de seguir con las políticas de erradicación forzosa es una mala noticia para los preocupados por la integridad de los bosques de Colombia, aunque no sea el vínculo más evidente.
Nexo coca-deforestación
Cuando la doctora Liliana M. Dávalos, bióloga conservacionista de la Universidad de Stony Brook comenzó a investigar la conexión entre la deforestación y la coca en los años 1990, creía que eliminar la coca resultaría en una mayor protección ambiental. Pero a medida que la ciencia fue evolucionando, la conexión se volvió cada vez más débil.
Actualmente no existe evidencia que demuestre que la coca es el principal impulsor de la deforestación. Además, en vez de proteger el bosque, los científicos han descubierto que los programas de erradicación forzosa aumentan la pérdida de hábitat, empujando a los cultivadores a regiones cada vez más remotas.
Como un juego perpetuo de golpear al topo, más de la mitad de la cosecha de coca de Colombia se erradica cada año, pero reaparece en otros lugares en un patrón conocido como el “efecto globo”: cuando aprietas un globo, el aire no desaparece, simplemente se expande hacia otro lado.
Como resultado, la erradicación ha empujado la coca a 23 de los 32 departamentos de Colombia, tallando caminos de destrucción a través de los ecosistemas más importantes del planeta. Según el informe de 2021 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), hay cultivos de coca en zonas de manejo especial como Parques Nacionales, territorios colectivos de comunidades afro, resguardos indígenas y reservas forestales. Estas zonas, establecidas para la protección ambiental, albergaban colectivamente más del 50% de toda la coca cultivada en Colombia.
Por donde la coca echa raíces siguen los grupos armados que impiden que las políticas diseñadas para proteger el medio ambiente tengan éxito. Mientras tanto, las ganancias del narcotráfico, infladas por la ilegalidad, se lavan a través de actividades económicas legales como la ganadería y la agroindustria. Como dice Dávalos, son irónicamente actividades que tienen impactos ambientales mucho más graves que la coca. “La gran parte de la deforestación se debe al acaparamiento de tierras, de la conversión de bosques en pastizales para ganado,” dice. “No de la coca”.
Eladio Cruz (nombre ficticio para preservar su identidad) ha dedicado su vida a cultivar coca siguiendo la tradición familiar. Produce pasta base en el sur de Colombia, cerca a la frontera con Ecuador. En las paredes de una pequeña escuela cerca a su casa, las letras “FARC-EP” están garabateadas en un rojo descolorido. Encima, se lee, en grandes letras negras, “COMANDOS DE LA FRONTERA”. En una de las visitas a la zona a finales de 2020, la pintura aún está fresca. Es una marca dejada por el último grupo armado que ha tomado el control de la economía de la cocaína en esta región amazónica.
Cruz pela hojas de coca en un tanque negro cuando dos monos se bajan del dosel en el sitio rudimentario de producción de pasta base. “Pasan por aquí todos los días para vernos,” dice sonriendo. Preguntado por los impactos ambientales de su oficio como el derrame de químicos en la selva durante la producción de pasta base, el hombre pone la vista en blanco. “Hay que entender que esto es un negocio,” contesta. “Estos productos químicos cuestan plata. Son sustancias ilegales y controladas, entonces tenemos que pagar sobornos para conseguirlas, y luego tenemos que pagarle a alguien para que nos las traiga aquí,” explica.
“Además, podemos reutilizarlos”, continúa mientras levanta la tapa de un barril de gasolina, utilizada como solvente para liberar las moléculas psicoactivas de la hoja de coca. El líquido es verde esmeralda oscuro. El color, explica, proviene de usar esta misma gasolina una y otra vez en la producción de pasta base. “¿Por qué tiraríamos algo que podemos reutilizar?”, pregunta entre risas. “Mírame,” dice, estirando los brazos. Lleva ropa andrajosa y raída, con una pala vieja en una mano. Con la otra, aplasta una mosca que zumba alrededor de su cabeza. “¿Tengo pinta de que pudiera darme el lujo de botar estas cosas?”
Un ciclo cerrado
A diferencia de la pasta base, cuya producción artesanal se puede hacer con poco conocimiento de química, el proceso de la cristalización para producir el clorhidrato de cocaína (el polvo blanco) es mucho más sofisticado. Requiere una experticia avanzada de química e ingeniería, equipos laboratorios complejos, y una gama más amplia de químicos precursores.
Pocos lugares se prestan tan perfectamente para este proceso clandestino como las entrañas de la Amazonia, donde el bosque funciona como un manto de invisibilidad. Es aquí, en un punto no revelado en las entrañas de la selva, donde el helicóptero desciende un día de mayo de 2019 para que los agentes desembarquen. Una banda de soldados armados y sin afeitar emerge de la nave. Llevan meses patrullando estos bosques. Su misión es brindar seguridad a los agentes encargados de destruir un enorme “cristalizadero” escondido en la selva.
Según registros oficiales, el laboratorio está entre los más grandes hallados en la historia del Guaviare, capaz de producir unas cuatro toneladas de clorhidrato de cocaína por mes. Mientras los agentes recolectan muestras, uno de los veteranos explica los usos de los equipos y suministros. Se detiene en un enorme tanque de acero inoxidable conectado a un recipiente del tamaño de un jacuzzi por una serie de tubos.
Según explica, este es uno de los equipos más importantes en cualquier laboratorio de cristalización: un sistema de destilación, utilizado para el reciclaje de químicos precursores. Así, los dueños de esta fábrica pueden reducir los costos de producción y limitar el riesgo de que la ubicación quede expuesta por el movimiento de suministros hacia el sitio remoto.
Ese día, en una de las decenas de sobrevuelos con el Ejército y visitas a la zona que hizo América Futura para la realización de este reportaje, los investigadores descubrieron casi una tonelada de químicos sólidos y más de 1,000 galones de hidrocarburos y solventes escondidos en el complejo. Como suele ocurrir durante estas operaciones, muchos de los químicos se amontonan en el complejo para ser quemados. Otros se botan, a menudo junto a los ríos o arroyos por los que se llega a estos sitios remotos.
Según los agentes, mientras el laboratorio estuvo en funcionamiento, los solventes —los químicos más peligrosos para el medio ambiente— se suelen utilizar y reciclar en un sistema cerrado, produciendo pocos desechos aparte de pérdidas marginales por evaporación.
Héctor Hernando Bernal Contreras, experto en químicos precursores de UNODC, asegura que aunque existen directrices para la eliminación segura de estos productos utilizados en la fabricación ilícita de drogas sin contaminar, son solo recomendaciones, no normas. Y como la gran mayoría de los decomisos se hacen en lugares extremadamente remotos, pocas veces se aplican.
Sobre el terreno, en el laboratorio del Guaviare, la amenaza abstracta del daño ambiental parece intrascendente comparada con la posibilidad muy real de una emboscada por parte de grupos armados. Entre la lluvia, el calor opresivo y nubes de zancudos, los agentes trabajan con cuidado, conscientes de que cualquier cosa que toquen puede estar conectada a algún artefacto explosivo dejado para mutilar a oficiales como ellos. Apenas recogen la última muestra, los soldados giran sus armas hacia la espalda y comienzan a destruir el recinto y todo lo que hay en él.
Más de 16.000 laboratorios destruidos en una década
Los riesgos de seguridad impiden que los científicos ingresen a estas áreas para estudiarlos, incluso después de que hayan sido destruidos. Como resultado, se desconocen los impactos ambientales de estas operaciones. No obstante, la probabilidad de miles de núcleos de contaminación en estas selvas se vuelve más tangible considerando que, según datos de la Policía Nacional, solo en 10 años han destruido más de 16.000 laboratorios (sin incluir los demolidos por el Ejército).
Según registros proporcionados por la Policía Antinarcóticos de Colombia, entre 2010 y 2020, estos operativos resultaron en la disposición de más de 304 millones de kilogramos de sólidos y 42 millones de galones de precursores químicos líquidos. Estas cifras incluyen varias sustancias que el experto Bernal Contreras identifica como las más peligrosas para el medio ambiente: ácido clorhídrico (208.112 galones), ácido sulfúrico (752.912 galones), tolueno (475.127 galones) y permanganato de potasio (817.444 kilogramos).
A medida que la evidencia científica ilumina los impactos ambientales generados no solo por la producción de cocaína, sino también por el combate a su producción, el tema históricamente inelástico de la política de drogas comienza a abrirse a la posibilidad de reforma. En 2020, varios senadores presentaron la primera propuesta de ley para legalizar los cultivos de coca en Colombia, algo que hubiera parecido impensable hace unos años.
Pedro Arenas, excongresista colombiano y actual miembro del Consorcio Internacional de Políticas de Drogas, sugiere que la reforma agraria y un mayor compromiso del Gobierno con los programas voluntarios de sustitución de cultivos serían un buen comienzo. Lo que no debemos hacer, advierte, es continuar aplicando las políticas prohibicionistas que hemos seguido durante las últimas décadas.
Para Dávalos, que la erradicación forzosa siga sobre la mesa es una señal de que hay un largo camino para llegar a una reforma en las políticas necesaria. “En algún momento tienes que hablar sobre la definición de locura,” dice con una risa exhausta. “Haces lo mismo una y otra vez y esperas un resultado diferente. ¿Qué es eso?”
Como bióloga conservacionista, su mayor preocupación es la salud de los bosques. Y por eso cree que hay que desapegarse del moralismo al pensar en la guerra contra las drogas. La clave, dice, pasa por entender los factores sociales, económicos y políticos que impulsan la colonización en la Amazonia colombiana y cuestionar la lógica que sigue favoreciendo el desarrollo económico sobre la conservación.
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