La cocaína universal
Jamás se consumió tanto, jamás se produjo tanto; el tráfico de la droga ha mutado como industria y se ha adaptado a los nuevos tiempos. Así lo ha hecho.
Entre finales de 2019 y comienzos de este año, al país más pequeño del Cono Sur le interceptaron más kilos de cocaína que en los veinte años previos: unas 12 toneladas que salieron o iban a salir de Uruguay en diferentes cargamentos internacionales fueron incautadas en menos de seis meses.
Era un volumen insólito para Uruguay, pero el hallazgo no representaba un cambio en el rol del país, sino que ponía en evidencia algunas transformaciones que ha experimentado el tráfico internacional de drogas en la última década, registrado por los reportes de Naciones Unidas y de la Unión Europea. Un movimiento económico global, poderoso, que no se ha interrumpido por la pandemia.
Expertos e informes en América y Europa coinciden en este punto: los carteles-monopolio al estilo Pablo Escobar, que organizaban toda la operación desde la plantación a la distribución, no eran estructuras preparadas para sobrevivir en el tiempo. Desde que los grandes carteles colombianos se empezaron a fragmentar en los años noventa, el negocio del tráfico se fue dislocando y tercerizando. A partir de entonces, campesinos, fabricantes, empresarios, transportistas, aduaneros, pilotos, marineros, buzos, policías, militares, peones y vendedores al menudeo forman los eslabones de una cadena que, al cerrarse, hacen que la cocaína de los Andes llegue a cualquier destino del mundo. Y lo hacen de forma compartimentada, autónoma.
La madrugada del 27 de diciembre de 2019 encontró al joven uruguayo Christopher Murialdo (19), hijo de un estanciero sojero del departamento de Soriano —próximo a la costa del río Uruguay, compartido con Argentina— cercado por la policía antidrogas en el campo de su padre. La mañana siguiente, en el campo de los Murialdo se decomisaron 1.488 kilos de cocaína que eran custodiados por dos peones. Esa cantidad se sumaba a otros 4.418 kilos requisados en el puerto de Montevideo la tarde anterior. El padre del joven, Gastón Murialdo, un empresario sojero de 45 años, fue procesado junto con su hijo y los dos peones que, esa madrugada, quisieron mover una tolva con la cocaína que faltaba enviar. En total eran 5.906 kilos.
La policía uruguaya especializada en tráfico de drogas sabía que Murialdo estaba en apuros económicos por deudas. Y que durante sus frecuentes viajes a Paraguay —país puente para el tráfico de cocaína y marihuana en el Cono Sur, donde el año pasado se relevaron más de 1.700 pistas de aterrizaje clandestinas— contactó con una organización facilitadora del tráfico internacional desde la vecina Bolivia. La hipótesis de la policía es que el cargamento llegó a Uruguay por vía fluvial: que primero fue de Bolivia hasta Paraguay por vía aérea y desde ahí bajó por el río Paraná hasta el estuario del río de La Plata. En esos ríos “hay mucho movimiento de mercadería, de carga, y es bastante complicado controlar todo”, dice Carlos Noria, ex comisario general de la Dirección de Represión del Tráfico Ilícito de Drogas de Uruguay.
El modelo de negocios agropecuario y el de las drogas se complementan con mayor frecuencia en el sur latinoamericano. Comparten acopio y rutas en la cadena de distribución. Y también gerentes, peones, bancos, estudios jurídicos y medios de transporte. La cocaína viaja junto a soja, arroz, carne, lana, vinos, incluso en montacargas. En la exportación formal de estos y otros bienes, Noria ha encontrado envíos de cocaína durante el último cuarto de siglo. “Somos un país agroexportador”, explica, y el narcotráfico “es una empresa comercial. Es natural que quieran camuflar sus embarques en la producción”.
Cientos de pistas de aterrizaje en grandes latifundios, barcazas y camiones conducen la producción surcando las porosas fronteras secas de la región. La cocaína muchas veces pasa de Perú a Bolivia, de Paraguay a Brasil, para llegar a los puertos del Atlántico donde se escabulle al mundo entero. El uruguayo Gastón Murialdo parece haber querido convertirse en algún eslabón de esa cadena. Murialdo no confesó a la justicia de dónde salió la cocaína ni hacia dónde iba, pero sí que había recibido un cuarto millón de dólares por adelantado para facilitar el envío que se dirigía a Togo, en África. La policía presume que el destino final era Europa. Porque allí es adonde se dirige principalmente la cocaína que sale desde Sudamérica.
Naciones Unidas estima que 500 millones de contenedores surcan los mares del mundo cada año. Nueve de cada diez bienes comercializados pasan por un contenedor y varios puertos hasta llegar a destino. Pero menos del 2% llegan a ser inspeccionados.
Las rutas marítimas del Atlántico proveen de cocaína a Europa puerto a puerto, contenedor a contenedor. El trasiego puede atravesar África para satisfacer una demanda que, en los últimos nueve años, ha alcanzado niveles máximos de consumo, alimentados por un récord de producción. Gracias a una cadena más eficiente para fabricar y distribuir, la cocaína llega a las ciudades europeas con la mayor pureza que se conozca en la historia reciente (un 69% en promedio, y en varios casos por encima del 85%, según el Centro Europeo de Monitoreo de Drogas y Drogadicción).
“No es nuevo que Uruguay sea utilizado como país de tránsito. Lo nuevo es el volumen”, explica Carlos Noria. “El aumento de la producción y de la demanda en los últimos diez años nos dejó en medio de esta situación como todo el planeta”, resume.
Eficiencia empresarial
En 2017, la producción de cocaína fue la más alta que la humanidad haya registrado: 1.976 toneladas estimadas. En 2018, la Unión Europea rompió todos los récords conocidos de incautaciones: 110.000 decomisos de cocaína reportados en un año. Según el Observatorio Europeo de Drogas, al menos 18 millones de europeos de entre 15 y 64 años la han consumido.
La tendencia ascendente del consumo no se limita a Europa: además del Sudeste asiático, por ejemplo, Australia demanda cocaína como nunca antes y también ha aumentado el uso en las metrópolis latinoamericanas, pero con menores niveles de pureza.
Para satisfacer la demanda global los países productores parecen haber estudiado los manuales de eficiencia empresarial. Entre 2005 y 2018, el cultivo se duplicó en Colombia según el Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2018, de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), y también ha crecido en Perú y Bolivia. Simultáneamente, el rendimiento de la hoja ha mejorado por la asistencia técnica a los campesinos. La modernización productiva se consiguió con técnicas agrícolas de poda, fertilización, control de malezas, plagas —la mayor parte de las veces con agroquímicos— y sobre todo introduciendo variedades con mayor productividad, más resistentes al clima y patógenos, variedades que mejoran el rendimiento durante el proceso de extracción del alcaloide.
El 72% de los lotes estudiados mejoró su rendimiento con el cultivo de genéticas apropiadas. Entre ellas las variedades tingo maría, boliviana, caucana, chipara y peruana, señala el informe.
En su último estudio nacional sobre Colombia, ONUDD señala que entre 2013 y 2017 el área sembrada con hoja de coca casi se duplicó en el país y que en el mismo periodo también se ha duplicado la fabricación de clorhidrato de cocaína. El reporte sobre Perú, en cambio, apenas registra un leve crecimiento en cantidad de hectáreas sembradas. Pero lo sustantivo en todos los casos con la producción de hoja de coca es la notable mejora en su rendimiento tanto en área sembrada por kilo como en la mayor extracción de alcaloide.
“Hay estabilización pero sobre todo un incremento de la productividad. No solo de la pasta básica lavada, sino de cocaína pura con métodos altamente científicos. Dejaron de contratar mano de obra barata, contratan químicos extraordinarios”, explica Hugo Cabieses, profesor de la Universidad del Pacífico de Perú y teórico de la dinámica de las drogas y de las economías ilícitas en su país y en la región.
“El incremento en la productividad de la hoja de coca en busca de la calidad del alcaloide crea una disputa por las zonas que producen la hoja de coca de mejor alcaloide.”, agrega Jaime Antezana Rivera, consultor independiente sobre la dinámica de la coca en Perú.
Si bien las cifras de Naciones Unidas hablan de una estabilización en el área de cocales en Perú en los últimos años, Antezana no cree lo mismo. “La superficie y la productividad se han incrementado en todo el territorio peruano”, asegura. Según el último Monitoreo de cultivos de coca en Perú de ONUDD, la producción potencial tanto de hoja como de clorhidrato y pasta básica en ese país aumentaron un 11% y 12% respectivamente entre 2016 y 2017.
En las calles del mundo, la demanda aumenta junto a una pureza y un stock nunca antes vistos para el gran público. El Informe mundial sobre las drogas de Naciones Unidas en 2007 estimaba que 14 millones de personas usaron cocaína durante ese año. En el informe de este año la cifra es de 19 millones. La demanda y la oferta —y, en consecuencia, las incautaciones— han crecido como nunca, íntimamente ligadas entre sí como el huevo y la gallina.
En 2006 la mayor cantidad de cocaína llegaba a Europa en contenedores cuyo origen era Venezuela. En los primeros cuatro meses de 2020, las incautaciones provienen principalmente de Ecuador y de Brasil, que han desplazado incluso a Colombia, por lo menos en el puerto de Amberes, Bélgica, uno de los más importantes receptores de cocaína del mundo.
La pandemia no ha detenido el tráfico
El cierre de fronteras global por la pandemia no ha disminuido el negocio. “El tráfico de cocaína en contenedores marítimos no parece verse afectado como sugieren las frecuentes incautaciones de grandes cargamentos en puertos europeos claves”, señala el informe de Europol y el Observatorio Europeo de Drogas, dedicado al impacto de la covid-19 en el mercadeo y tráfico de sustancias.
De hecho, el puerto de Róterdam, otro enclave imprescindible en el esquema del tráfico transcontinental, registró más incautaciones de cocaína en los primeros tres meses de 2020 que en los de 2019. Y en abril hubo incautaciones de más de 16 toneladas en España, Holanda y Bélgica. “El mercado de la cocaína tiene bastante experiencia en fronteras cerradas”, dice, categórico, el doctor Damián Zaitch, profesor de la Universidad de Utrecht y coordinador del doctorado en Criminología Cultural y Global.
Junto con sus estudiantes, Zaitch estudia los principales puertos de Holanda y Bélgica que reciben el polvo blanco. Hace 20 años que se sumerge en la etnografía del tráfico transatlántico de drogas hacia Holanda. “Si hay movimiento de fruta de América Latina hay movimiento de cocaína. Siguieron llegando enormes cargamentos a varios países europeos. En general frutas y alimentos de Brasil”, apunta.
La pandemia tampoco fue problema en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), la zona con mayor producción de Perú, ni en la selva colombiana. Si bien durante la segunda mitad de marzo los precios de la hoja de coca se desplomaron por el confinamiento, a partir de finales de abril y comienzos de mayo fueron retomando sus valores habituales más o menos estables. Durante el primer empujón de la pandemia, el precio de la hoja de coca en Perú recuperó sus valores, que varía según región y concentración del alcaloide entre 30 y 55 dólares la arroba (11 kilos).
En Colombia, el precio de la pasta básica de cocaína no se encareció por el coronavirus, sino por la salida de las FARC de la selva. Sus “cuotas, contribuciones, impuestos o como se quiera llamar terminaron”, explicó a EL PAÍS el abogado colombiano Pedro Arenas, del Observatorio Global de Cultivos y Cultivadores Declarados Ilícitos, pero, explica, “se crearon vacíos en el control de territorios que lamentablemente no los ocupó el Estado con sus fuerzas, seguridad y justicia, sino que entraron a la disputa otros actores armados”.
La disputa por las riquezas de esos territorios (minería, tala ilegal, recursos naturales y humanos, entre otros) llevó a un incremento del 50% en el precio de la pasta básica. Además de la desaparición y asesinato de líderes sociales, de acuerdo con el experto colombiano, que desde hace 27 años defiende en el terreno y en los estrados judiciales a los cultivadores de coca, ahora desde Viso Mutop, una organización que aboga por los derechos de estos agricultores.
“En los últimos 20 años el kilo se había situado en poco menos de 600 dólares. Pero durante diciembre en algunas zonas llegó a estar por encima de los 900. Fue por un reacomodo de fuerzas de los compradores. Y también el establecimiento de canales de comercialización con nuevos actores en la cadena de tráfico internacional”, señaló Arenas.
Esos actores no son solo colombianos sino “brasileños, mexicanos, africanos, europeos, asiáticos”, enumera. Esa puja de actores armados que necesitan mover “el mercado”, sumada a las penurias de los campesinos, han empujado más fuerte la producción de cocaína que el miedo al coronavirus.
En un mercado cuya dinámica difícilmente se detiene incluso en circunstancias tan extraoirdinarias como las actuales, el resultado de una tensión momentánea entre una menor oferta y una demanda inelástica es un incremento súbito del precio. Así lo estiman los expertos, al menos durante los meses más duros de las restricciones (marzo y abril), y particularmente en dos de los centros tanto del intercambio como del consumo en Europa: España y Francia.
Perú, el segundo productor mundial de hoja de coca y de pasta básica, experimentó una caída en la producción de coca, de pasta y de cocaína durante la segunda mitad de marzo a causa del confinamiento. Hubo zonas en las que el precio de la hoja cayó totalmente, como en Puno, donde el valor de la arroba se fue a cero. En la selva puneña también quedó sin precio. “No había comprador porque todo el mundo salió por el temor a la infección. Se dejó de producir y comprar”, explica Jaime Antezana Rivera, consultor independiente sobre la dinámica de la coca en Perú.
El efecto no duró mucho, resume Antezana: “Ya subió en todos lados. Algunos narcos o cocaleros aprovecharon para acopiar a precio bajo y luego venderlo más alto. Nunca dijeron aquí se acabó el mundo o se terminó el negocio”.
Las rutas fluviales conectan las selvas y las sierras andinas con el mundo desde hace 150 años, cuando alemanes, franceses, holandeses y estadounidenses cimentaron las bases agrícolas, fabriles y logísticas de la cocaína en Perú. El tránsito nunca paró, ni siquiera después de que la cocaína se volviera ilegal hace unos 100 años. Desde los años ochenta, Europa central consume cada vez más, y en la última década se sumó la demanda de los países escandinavos y del este, apuntalando a un tráfico creciente desde América del Sur.
El tamaño del negocio
El 2019 fue el año de la cocaína en Uruguay. El cargamento de casi seis toneladas de los Murialdo se sumó a otro de 4.500 kilos con destino a Amberes en agosto. De paso por Hamburgo, las autoridades alemanas interceptaron el mayor cargamento que han detectado en su historia: cuatro toneladas y media de cocaína que venía de Uruguay junto con un cargamento de soja. Un empresario de familia acomodada con siete empresas exportadoras bajo su responsabilidad es el único procesado por la fiscalía por asistencia al tráfico internacional. Espera el juicio en libertad: su defensa alega que la cocaína fue cargada en el contenedor tras abandonar el puerto de Montevideo.
En Uruguay, según los cálculos de Europol, los 4.200 paquetes de polvo blanco tienen un precio estimado superior a 43 millones de euros. En Paraguay, su precio rondaría los 14 millones de euros. Y en Perú los 8 millones.
Si hubiera llegado a su destino, Amberes, valdría 129 millones según la valoración media de la policía europea. Comercializado al por menor en cualquier país de la Unión Europea, a un precio aproximado de 80 euros el gramo, el valor del envío se acercaba a los 400 millones de euros. Los alemanes valuaron el cargamento en mil millones. Eran cuatro millones y medio de dosis al 90% de pureza. Estos números que parecen sorprendentes son apenas el 0,22% de lo que Naciones Unidas estima que produjo todo el mundo durante 2017.
Ese mismo año, según los cálculos, solo en Europa se esnifaron 9.100 millones de euros en cocaína. Casi lo mismo que el Gobierno español destinó este año para los gastos extraordinarios en sanidad de las comunidades autónomas a causa de la pandemia.
En 2014, la venta de cocaína al por menor en este continente había llegado a las 91 toneladas. Tres años después, esa cifra subió hasta 119. Análisis en aguas residuales sugieren un incremento del 70% en su uso entre 2011 y 2015 en 78 ciudades europeas, sobre todo en las más grandes.
“En los 90 enfrentábamos a carteles en Sudamérica. Hacían todo el proceso: desde la producción a la distribución. Eso cambió a pequeños grupos. Unos producen, otros plantan, otros hacen el transporte o la distribución. En las investigaciones más importantes de los últimos 15 años, la droga que sale de Uruguay la distribuyen grupos europeos”, confirma Noria.
La dislocación de la violencia
Los puertos europeos que reciben estos cargamentos registran niveles de violencia y corrupción crecientes. En marzo de 2016, la cabeza de un marroquí implicado en el tráfico apareció frente a un café en Ámsterdam. Para entonces, al menos 16 homicidios habían sido reportados en los últimos cuatro años en Holanda, España y Bélgica a causa de una disputa de grupos criminales por el robo de un cargamento de cocaína que había ingresado por el puerto de Amberes. En el último año, las autoridades judiciales y policiales de Amberes han alertado sobre atentados, balaceras, explosiones de granadas caseras e incluso el secuestro durante 42 días de un adolescente de 13 años, crímenes asociados a las disputas de oligopolios de la cocaína. Además, los organismos europeos han documentado sicariato en Holanda, España y Suecia.
Estos grupos europeos tienen tramas empresariales que los blindan. Y como toda transnacional, tienen sedes en América Latina. “Esto les permite un nuevo modelo de negocio de principio a fin”, señala el reporte del observatorio europeo. Manejan la cadena de distribución, consiguen mejores precios, evitan intermediarios y hasta mejoran la calidad de la cocaína. Diez años atrás la pureza de la cocaína incautada promediaba el 50%. Hoy llega a Europa, posiblemente antes de su venta al por menor, a una media del 85% de pureza.
Este observatorio muestra que, como ocurrió en América Latina, los grandes carteles (italianos y colombianos) se dislocaron. Existen mafias asentadas en España, Gran Bretaña, Francia, Irlanda, Marruecos, Serbia o Turquía. Esta dispersión mejoró la disponibilidad de cocaína optimizando la logística y reduciendo los costos de la compra en origen.
Para Damián Zaitch, existe hoy una gran “internalización con mayor cantidad de líneas, grupos, rutas, mercados y un aumento en la fragmentación. Pablo Escobar fue una excepción en el negocio y duró poco, no le fue bien. Hace 20 años la idea del cartel que domina un país o territorio ya era bastante discutible. El mercado ya viene fragmentado. Ahora hay muchos más actores que antes. Son organizaciones multinacionales haciendo negocios. Las políticas públicas no lograron bajar el consumo, ni la producción, sino la mayor internalización, más rutas y actores involucrados. Y cuando hay más fragmentación, hay más competencia y cuando hay más competencia hay más violencia”.
“Comparando con 20 años atrás, hoy existe mayor relación con la economía legal, con los puertos, transportes, comunicación y logística. Los precios se han mantenido altos con lo que se puede seguir pagando coimas y corrupción. Hay mayor cantidad de corrupción no solo relacionada con la policía y la aduana, también con trabajadores de los puertos”, apunta Zaitch.
El puerto de Róterdam, el más grande de Europa, es uno de los que más cocaína recibe en el mundo. Según sus propias cifras, 24.000 contenedores entran o salen por día. “Hay una tensión entre control y eficiencia económica. Para analizar un contenedor necesitan 20 minutos por lo menos. No vas a ponerte a escanear todos los contenedores. El daño para el puerto sería enorme si controlan más. No se puede controlar”, explica Zaitch.
Los grandes narcos ya no existen
“Las redes criminales que habían operado en el sentido de corroer los cimientos sociales del Estado de derecho en América Latina lo están haciendo en los Estados europeos. En España, si antes había una noticia de policías corruptos una vez al mes ahora son casi semanales. La corrupción es cada vez más habitual”, apunta David Pere Martínez Oró, coordinador de la Unidad de Políticas de Drogas de la Universidad Autónoma de Barcelona.
En el mundo de las políticas de drogas existe el concepto de efecto globo, que se desarrolló después de conocer los terribles resultados del Plan Colombia: cuando se hace presión en el globo ese aire no desaparece, se traslada a otro punto. En términos de políticas públicas, la prohibición, lejos de acabar con el problema, dispersa y fragmenta a los grupos criminales que cambian el lugar de producción; la descentraliza incrementando la violencia en nuevos territorios. Es la lección no aprendida que llevó la violencia de Colombia a México, de ahí a Centroamérica y por ahora a Europa en cuentagotas.
“Primero vinieron por los policías, luego vendrán por los jueces y después por los políticos. Es la política del plomo o plata”, advierte el catedrático catalán. “Es un escenario lógico porque los mercados desregulados funcionan sin control. La única manera de mejorar es que el Estado produzca cocaína y la distribuya si no quiere policías corruptos”, opina Pere Martínez Oró.
Los 21 senadores colombianos que en agosto firmaron un proyecto para regular la cocaína en el país piensan parecido. Saben que será muy difícil que el Estado la produzca, que un médico supervise si el usuario está en condiciones físicas de usarla o que sea derivado con especialistas si tiene problemas con el consumo. O que sea cultivada por comunidades indígenas como plantea la iniciativa. Porque en los últimos casi cuarenta años, la mayoría del Congreso ha prometido terminar con “las drogas” y “ganar la guerra” campaña tras campaña, aunque ese horizonte parece cada vez más borroso.
El ideólogo del proyecto es el senador Iván Marulanda (Alianza Verde), un economista que en los ochenta fundó el partido Nuevo Liberalismo junto a Luis Carlos Galán y Rodigo Lara. Aquel movimiento fue literalmente descabezado por Pablo Escobar y sus secuaces: el senador de 74 años ha visto morir a sus compañeros y desangrarse a la sociedad por la guerra. “Haber aceptado este matadero para Colombia, el tratamiento tan infame, la indefensión, el sometimiento y sacrificio durante 40 años, es una ingenuidad”, dice. “Sacrificamos la vida de miles y el Estado terminó siendo un instrumento de poderes mafiosos. (Avanzó) la corrupción de la justicia, la política, la sociedad y el lavado alteró los factores económicos de este país totalmente”.
“Ante ese escenario no queda sino regular”, asegura. Sabe que su propuesta no será votada por el plenario del legislativo colombiano. Pero está conforme con racionalizar el debate, dar la discusión y argumentos a la opinión pública. Cree en detener la criminalización y la penalización para cambiar el enfoque de la “guerra contra el narcotráfico a una visión civilizada, razonable y racional como es la regulación”, explica. Marulanda, que se salvó de la carnicería de los ochenta y noventa exiliándose en Europa, volvió al Senado del país latinoamericano 33 años después para poner sobre la mesa la regulación de la cocaína recordando a sus compañeros y a quienes no volverán por una guerra que, a cincuenta años de su nacimiento, ha hecho del tráfico de cocaína uno de los negocios más rentables para mafias cada vez más poderosas y Estados cada vez más débiles.