Lo obvio y lo correcto
En Colombia, los beneficios de la cooperación internacional de Estados Unidos siempre han impedido un abordaje diferente frente los cultivos de coca. ¿Y si la llave ya se cerró?, ¿qué oportunidades en materia de política de drogas empiezan a abrirse?
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El Catatumbo, una vez más, padece una crisis alarmante. El desplazamiento forzado de más de 54.000 personas y el confinamiento de 25.000, según cifras de la Defensoría del Pueblo, han llevado a muchos a una conclusión aparentemente obvia: si el problema radica en la coca, la solución es erradicar. Varios argumentan, algunos con resignación, otros con entusiasmo, que tenemos que volver a la aspersión aérea y la erradicación forzada. Pero lo obvio no siempre es lo correcto.
El problema de fondo no es la existencia de cultivos de coca per se, sino el hecho de que los grupos armados pelean por regular un sector de la economía que el Estado se niega a regular. Esta situación no es exclusiva al Catatumbo; se replica en otras regiones del país donde el narcotráfico impone su propia regulación ante la inhabilidad del Estado de ejercer su función regulatoria. El Estado colombiano regula una gran cantidad de comportamientos y actividades económicas: el comercio de bienes y servicios, la extracción de recursos naturales, la producción de energía, e incluso industrias altamente riesgosas como la minería y la fabricación de explosivos. Sin embargo, cuando se trata de drogas ilícitas, el Estado ha renunciado a cualquier tipo de regulación formal.
Esta renuncia impide que las disputas en torno a este negocio se resuelvan a través de mecanismos ordinarios y no violentos, como las cortes de justicia. Este vacío regulatorio condena a Colombia a ciclos imparables de la violencia: si no entregaste mi producto, te mato. Si no quieres compartir la ruta conmigo, dejamos asediada una región completa, que se jodan los civiles inocentes. Sin un marco legal que ordene el mercado, la única regulación posible es la de facto: la que imponen los grupos armados con violencia y coerción.
Como muestra un estudio reciente del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, la economía de la hoja de coca trae enormes beneficios económicos y sociales a comunidades vulnerables. El único actor que no se beneficia de esta economía, pareciera, es el mismo Estado, que no grava impuestos sobre su venta y se ve obligado a sacrificar las vidas de los miembros de la fuerza pública cuando los grupos de narcotráfico deciden pelearse.
Hay una posibilidad interesante que se abrió después de la crisis actual que estamos viviendo con Estados Unidos. Si el socio más importante de Colombia a nivel internacional decide descertificar a su aliado principal en la lucha contra las drogas, el cálculo tradicional que Colombia ha enfrentado cambiaría. Los beneficios de la cooperación internacional gringa siempre han impedido un abordaje diferente frente los cultivos de coca. “Colombia tiene que erradicar o se cierra la llave”. ¿Y si la llave ya se cerró? ¿Qué oportunidades en materia de la política de drogas existen para este Gobierno -e incluso más importante, para el gobierno que lo reemplaza en 2026- si el miedo de perder los beneficios ya se ha desaparecido?
Retomemos el debate sobre la erradicación forzada. Sus costos son altísimos, tanto en términos económicos como sociales. La aspersión aérea con glifosato no solo afecta a los cultivos de coca, sino también a los cultivos lícitos, poniendo en riesgo la seguridad alimentaria de comunidades enteras. El desplazamiento de los cultivos de una región a otra (el llamado “efecto globo”) ha sido documentado repetidamente, demostrando que estas políticas no resuelven el problema, sino que lo trasladan geográficamente. La suspensión de la aspersión aérea produjo una reducción en los niveles de deserción escolar en áreas con cultivos ilícitos. Los efectos sobre la salud de los campesinos que genera el glifosato incluyen un incremento en las consultas médicas relacionadas con enfermedades dermatológicas y respiratorias y un aumento en el número de abortos espontáneos. Además, es una medida que no es efectiva: las tasas de replantación son altas comparadas con otros métodos, como es la sustitución voluntaria.
No quiero sugerir que ya contamos con la fórmula mágica, ni para El Catatumbo ni para otras regiones donde se concentran cultivos de coca. El Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) no produjo los resultados esperados y otros esfuerzos, como el programa Formalizar para Sustituir, tampoco logró disminuciones en los cultivos en el mediano plazo. Pero si el Estado no está dispuesto a regular este mercado, estará condenado a seguir gastando recursos en estrategias fallidas que, a su vez, frecuentemente perpetúan la violencia. Existen modelos de regulación de mercados de drogas en otras partes del mundo que han logrado reducir la violencia sin renunciar a la gobernanza estatal. El ejemplo de Bolivia es instructivo, por ejemplo. La coyuntura – conflagraciones en múltiples regiones del país y una crisis sin precedentes frente nuestro benefactor principal en la lucha contra las drogas– sugiere que, si resistimos la atracción de las soluciones obvias, podríamos, con suerte, tropezar con una salida del pantano.
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