El desgobierno, en vivo y en directo
En ese delirante consejo de ministros transmitido en vivo, el presidente Gustavo Petro pareciera querer confirmar uno de nuestros peores miedos: que no hay nadie al mando de este barco
![Gustavo Petro y Jorge Rojas](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/EXJEROJMBFC53NCU24CXD4VVRE.jpg?auth=c5b452af1b9c4e6871ce13aba29871a099a3afab3cae99f8ae4040615f69aae5&width=414)
Cuando ya creíamos que lo habíamos visto todo –toda la incompetencia de este gobierno, todo el vacío de su retórica insustancial, toda su falta de contacto con la realidad–, el presidente Petro nos echó encima la transmisión de su consejo de ministros como si quisiera confirmar nuestros peores miedos: como si quisiera confirmar, mejor dicho, que no hay nadie al mando de este barco. La incapacidad de Petro para liderar equipos, para ejecutar políticas, para manejar los complejísimos hilos de este aparato que llamamos Estado, no son secreto para nadie que haya seguido con atención su alcaldía caótica. Todos los días Petro me hace pensar en esas palabras inverosímiles de Donald Trump a los pocos días de su primera presidencia nefasta: “Pensé que esto iba a ser más fácil”. Así es: gobernar es difícil. No sé si a Petro le haya llegado el memorando, pero recuerdo bien sus palabras de hace unos meses: “La Paz Total es más compleja de lo que creíamos”. Lo más alarmante es que lo dijo sin el menor sentido del ridículo: sin darse cuenta de que esas pocas palabras eran una confesión de su chapucería.
Pero volvamos al consejo de ministros, que la derecha ha calificado de reality show. Yo no estoy de acuerdo: lo ocurrido es mucho más grave. Todo fue ridículo en esa sesión: fue ridículo que el presidente se quejara de que uno de sus ministros llegara tarde, cuando todo el país lo ha visto llegar tarde a todo durante dos años. Petro le ha llegado tarde a sus propios militares, y además con actitud de adolescente malcriado que quiere desafiar la autoridad de los mayores; les ha llegado tarde a los presidentes de gobiernos extranjeros, que no tienen por qué entender que un adulto no tenga dominio sobre su propio tiempo; a veces, como lo sabe todo el mundo, ni siquiera ha llegado adonde tenía que llegar. No llegó al acto de perdón y responsabilidad que le ordenó al gobierno colombiano la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y allí, en la Plaza de Bolívar, se quedaron plantados los supervivientes del genocidio de la Unión Patriótica: creyeron, como ha creído tanta gente, que un presidente de izquierda les haría el reconocimiento que han estado esperando tantos años. Y ahora le reclama a un ministro llegar tarde, y lo hace frente a las cámaras como si estuviera regañando a un estudiante de primaria: ridículo.
Pero es que la decisión misma de transmitir un consejo de ministros fue ridícula. Petro la justificó diciendo que era un ejercicio de transparencia –y además diciendo que así se hacía en Cuba: y todos sabemos cómo va la transparencia allá–, pero lo más ridículo es que la sesión transparente se vio dominada por la defensa sin fisuras que hizo Petro de uno de los políticos menos transparentes de la historia de Colombia: Armando Benedetti. Lo único medianamente digno de nuestro respeto de ciudadanos fueron los intentos que hicieron algunas mujeres de la sesión por cuestionar la presencia –en el consejo, en el Pacto histórico, en el gobierno– de un maltratador denunciado; pero Petro, como si lloviera. A Benedetti le ha dado lo que Benedetti ha querido. Le dio la embajada en Venezuela; cuando eso dejó de funcionar, le abrió una embajada que no existía, sólo para mantenerlo lejos; ahora le acaba de dar uno de los puestos más poderosos del país. Y como todos recordamos aquella infame conversación telefónica –”Nos hundimos todos. Nos acabamos todos. Nos vamos presos, acabamos toda la hijueputa verga”, dijo o gritó–, todos vemos con claridad, incluso los militantes del Pacto histórico, lo que está sucediendo: el Estado puesto al servicio de un chantaje. Y todavía hay quienes apoyan a Petro o lo defienden o lo justifican o miran para el otro lado.
Y es una lástima. Yo nunca me hice ilusiones con respecto a Petro, que siempre me ha parecido un vendedor de humo, un charlatán, un hacedor de poses. Pero lo de esta semana es de otro nivel: no seré el único que recuerda la pasión con la que se ponía pañoletas verdes en el cuello (que le servían para ganar votos), ni seré el único que no se sorprendió cuando lo oímos decir, defendiendo a Benedetti, que algunos feminismos matan al hombre (ya no necesita los votos). Hace unos días Humberto de la Calle, tan lúcido como siempre, le decía en este periódico a Santiago Torrado varias cosas útiles para saber por dónde se agarra nuestro momento presente. Recordaba su historia política en defensa de las causas que identificamos con el progresismo, pero, señalaba, “con una significación distinta al llamado progresismo del doctor Petro”. Sí, ahí está la clave: en esa manera de hacer política que ponía toda su energía al servicio de las libertades civiles y los derechos individuales, que era capaz de imaginar una sociedad más justa sin apelar constantemente a los odios larvados y sin elogiar las violencias históricas, y, sobre todo, que era capaz de mejorar la vida de la gente en el mundo real, el mundo donde ocurren las cosas. Eso fue, sin ir más lejos, la constitución del 91: un lugar donde se encontró el país. Eso fue, en otro orden de ideas, la Corte Constitucional de Carlos Gaviria.
Pensé en esos políticos –De la Calle, Gaviria, otros de ese talante–, y lo hice con profunda nostalgia, cuando oí a Petro pronunciar una de las frases más delirantes de ese delirante consejo de ministros. Después de culparlos a todos por el incumplimiento de 146 de sus 195 promesas de Gobierno, concluyó con estas palabras sin desperdicio: “Me da vergüenza. El presidente es revolucionario. El Gobierno, no”. Es verdad que ya las palabras no quieren decir nada, pero eso no significa que no nos podamos preguntar por ellas. ¿Qué significa ser revolucionario? “La revolución en marcha”, llamaba su programa Alfonso López Pumarejo. A Petro lo han comparado frecuentemente con él, pero hay una diferencia fundamental: Petro no es, nunca ha sido, un estadista. Le falta trabajo, humildad, conocimiento, disciplina personal, sentido de la realidad –o de la diferencia que hay entre la realidad y la retórica– y capacidad de ejecución. Le sobran resentimiento y charlatanería, y desde luego no ayudan su narcisismo sin remedio y su demagogia barata.
Todo lo cual veremos en acción, al parecer, pues Petro ha decidido darnos el privilegio de ver a través de la pantalla de nuestra elección el espectáculo maravilloso de los consejos futuros. No encuentra uno palabras para agradecerle.
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