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Geopolítica
Columna
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La década sombría

La gran lección de los últimos 10 años es que, tanto en la arena internacional como en la nacional, la falta de pantalones se paga caro

Una mujer y su hija visitan un memorial para las víctimas del coronavirus a las afueras de Bogotá, Colombia
Visitantes al páramo de Guerrero siembran un árbol en memoria de un familiar fallecido por Covid-19, en Cogua, Colombia. En junio de 2021.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)

Algo pasó en 2015. Nada volvió a ser igual. En el mundo, alrededor de ese año hubo varios eventos clave. China dejó atrás los crecimientos espectaculares de su economía, mayores al 10% al año, que animaban el crecimiento en las llamadas economías emergentes. El milagro exportador chino llevó su producción manufacturera del 5 al 35% del producto mundial entre 1995 y 2015. Posterior a 2015 ese porcentaje se estabilizó.

En geopolítica, a mediados de la década pasada Barack Obama y Angela Merkel reaccionaron pasivamente frente a la invasión de Vladímir Putin a Crimea y su posterior anexión a Rusia; lo mismo hicieron frente a la militarización del Mar del Sur de China por Xi Jinping y al uso de armas químicas en Siria. El analista Gideon Rachman atribuye la guerra actual en Ucrania, las tensiones sobre Taiwán y el deterioro de la situación en Oriente Próximo a esa actitud acomodaticia de EE UU y Alemania.

En Europa, el triunfo del Brexit en 2016, permitido y promovido por los juguetones jóvenes conservadores David Cameron y Boris Johnson reveló ser un pastel envenenado. Por su parte, en 2016, Donald Trump reinstauró la Guerra Fría, esta vez con China, basada en el comercio, la tecnología y los microchips.

Por esos años, Estados Unidos revolucionó los mercados energéticos con la producción masiva de petróleo y gas con base en fracking, que más que duplicó su producción de hidrocarburos, mejoró su capacidad competitiva y desplomó el precio internacional del crudo, de 100 dólares por barril a menos de 30. Los países productores de petróleo se vieron forzados a un fuerte apretón del cinturón, y las empresas del sector pasaron de inversiones faraónicas a la austeridad, la eficiencia y el foco en lo que produce valor.

La agenda de cambio climático se extendió de los activistas callejeros a las juntas directivas, de la mano del partido demócrata americano, los dirigentes de Bruselas y el cambio de enfoque de big money hacia una agresiva agenda de ambiente, social y gobernanza (ESG, por su sigla en inglés).

Las redes sociales como Snapchat, TikTok, Facebook, Instagram y Twitter (ahora X), reemplazaron a los medios tradicionales tanto para entretener a los niños y adolescentes como para informar a los mayores, y trajeron una insospechada creatividad y falsedad en las noticias. Desinformar se volvió tan importante como informar.

Ese fue solo el comienzo de la década sombría. En Colombia, en 2016 se firmó la tan esperada paz con las FARC, que probó ser más una lista de buenas intenciones, tan excesivamente cara y complicada, que le ha quedado grande a dos gobiernos y parece que le va a quedar grande al país. Los otrora perpetradores de crímenes innombrables llevan seis años en el congreso; la justicia ad hoc se ha llenado de folios, prensa y ruido, pero ha dado pocas nueces. El tiempo pasa y nada pasa.

En 2018 y 2019 la economía empezó a salir de la recesión causada por el colapso de los precios del petróleo, pero en marzo de 2020 llegó una pandemia de otra época, de otro siglo, casi de novela, como la peste del olvido de Cien años de soledad o la epidemia del Ensayo sobre la ceguera. Un mundo de espanto, distópico e impensable se nos vino encima.

La alcaldesa dijo que no se podía ir al supermercado y los niños no podían ir a los parques; las calles estaban vacías, las empresas paradas, la gente se comunicaba a gritos de edificio a edificio; eso sucedía no en un país sino en el mundo entero. Perdimos las caras detrás de los tapabocas. Las unidades de cuidados intensivos se llenaban de gente y, tristemente, muchos de ellos no salían con vida. No había sal ni papel higiénico. Las vacunas eran más buscadas que el oro, y la paranoia se extendió.

Sin embargo, ese no iba a ser el punto más bajo de esta década 2015-2025. Chile lo había anunciado en 2019, antes de la pandemia: estábamos por descubrir la tremenda capacidad de organización que tenían las fuerzas del caos. Jóvenes encapuchados, aparentemente espontáneos, recortaron las calles y carreteras con palos y piedras, quemaron, destruyeron, asolaron y robaron. Muchos políticos y comentaristas justificaron ese vandalismo y lo abanderaron.

El llamado estallido social se vio espontáneo, pero con el paso del tiempo se reveló bien financiado y oscuramente motivado. El desorden se sumó a la pandemia para crear una sensación de vulnerabilidad y pesadumbre. Si un puñado de gente puede impedir que llegue a su destino la papa, las legumbres, los huevos, la leche y hasta las ambulancias, queda al descubierto lo vulnerable y frágil que son la economía y la sociedad. Faltaron pantalones del lado del Gobierno y sucedió lo que sucede cuando a alguien le bajan los pantalones.

Así estábamos a principios de 2022, dudosos de si podíamos volver a caminar por las aceras y circular por calles y carreteras, volver al supermercado y viajar por avión, cuando una invasión a Ucrania produjo de nuevo una guerra caliente en suelo europeo. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hubo la Guerra de los Balcanes (1991-2001), Kosovo (1998-1999) y Chechenia (1994-1996 y 1999-2009). Pero ninguno de esos conflictos tuvo las consecuencias geopolíticas y económicas de la guerra de Ucrania.

Otra guerra avanzó, pero en suelo norteamericano. La guerra cultural DEI, que quiere decir Diversidad, Equidad e Inclusión, armó con esos tres conceptos una nueva inquisición intelectual. No se debe desconocer el alcance de esa sigla. Al punto que la frase emblemática del reciente triunfo de Donald Trump fue: They care about they-them, he cares about you. Eso puso de presente la imposición cultural de los demócratas-progresistas, que obliga a cada persona a declarar al lado de su firma si se considera un él, ella, elle, ellos, o lo que sea. El gerente de la campaña de Kamala Harris dijo, luego de la derrota: “llamamos raros (weird) a los republicanos, pero somos el partido que obligó a la gente a poner pronombres en sus emails”. Algo similar sucedió con el eslogan de quitar los fondos a la policía. Fueron actitudes políticamente costosas que motivaron el movimiento pendular hacia la derecha.

Volvamos al covid, pues tuvo otras consecuencias: la inflación de dos dígitos, los abultados déficits fiscales y deuda pública y las altas tasas de interés. Es lo típico cuando los países se embarcan en fases keynesianas de gasto público e impresión de dinero. En Colombia la inflación y los problemas fiscales se agravaron por una recaída del crecimiento, ante la incertidumbre que enfrentan los empresarios y los padres de familia.

Esta seguidilla de eventos complejos tuvo en nuestro medio un reto adicional con la llegada al Gobierno en 2022 de un grupo de personas quiere cambiarlo todo a cualquier precio. Inclusive a costa de destruir instituciones que funcionaban bastante bien, e imponer inmensos costos sobre la vida cotidiana de la gente. La construcción de vivienda, la educación superior, la electricidad, la salud, las pensiones, la infraestructura, el gas, el petróleo, la seguridad en las calles, los derechos de propiedad en los campos, el control territorial del estado en la mitad del país, la estabilidad fiscal, todo ha sido puesto en tela de juicio.

El Gobierno de Gustavo Petro no cree en nada del pasado, y tiene una receta bastante oscura para el futuro. Al final de esta década sombría, Colombia se encontrará con un país que habrá prácticamente que reconstruir.

Una gran lección de la década sombría 2015-2025, es que tanto en la arena internacional como en la nacional, en la geopolítica mundial como en la seguridad nacional, la falta de pantalones se paga caro. Guerras frías y calientes se derivan de ella. Acomodarse y hacer concesiones a criminales que tienen pésimas intenciones nunca es una buena receta para el futuro. Ojalá la hayan aprendido los candidatos presidenciales que se preparan a iniciar campaña, de manera que, ojalá, 2025 sea el último año de esta década sombría.

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