La crisis con las disidencias de Iván Mordisco impacta la lucha contra la deforestación
El Estado Mayor Central opera en los cuatro departamentos del arco de la deforestación amazónica, los mismos en los que el Gobierno suspendió el cese al fuego
El presidente Gustavo Petro se ha mostrado ante el mundo como un ambientalista. Enrutar a Colombia hacia la paz total y la lucha decidida contra el cambio climático han sido sus dos mayores obsesiones. En su visión, ambos propósitos deben ir de la mano en uno de los países más biodiversos del planeta. Pero en ese horizonte aparece como un oscuro nubarrón el impasse en los diálogos con una de las disidencias de la extinta guerrilla de las FARC, el llamado Estado Mayor Central, que es el actor armado dominante en las regiones donde la deforestación devora cada año enormes trozos de bosque amazónico.
Ante la masacre de cuatro adolescentes indígenas, Petro decidió suspender a partir de esta semana el cese al fuego bilateral que había acordado con los disidentes en los departamentos de Meta, Caquetá, Guaviare y Putumayo, que coinciden con el llamado arco de la deforestación amazónica. La conservación de esos bosques garantiza, entre muchas otras cosas, la regulación del clima y la oferta de agua en la zona andina –incluyendo la distante Bogotá–, a través de los llamados “ríos voladores”.
Los esfuerzos del Gobierno por detener la tala y la quema en la Amazonía, apodada como el pulmón del mundo, están estrechamente ligados a la búsqueda de la paz total con distintos grupos armados –y con el Estado Mayor Central en particular–. También se relacionan con la implementación de los aspectos más ‘verdes’ del acuerdo de paz firmado con las FARC, como frenar la frontera agrícola, reintegrar excombatientes en economías rurales sostenibles, los proyectos de sustitución de cultivos ilícitos o los proyectos de desarrollo rural en los municipios más golpeados por el conflicto. Todos esos propósitos se ven entorpecidos cuando la guerra se recrudece.
“No podemos lograr la paz en esta región si no tenemos la paz con la naturaleza”, advertía hace dos meses la ministra de Ambiente, Susana Muhamad, durante un encuentro con las comunidades en la vereda Cerro Azul, cerca de San José del Guaviaré, al mismo tiempo la puerta de entrada a la Amazonía y el epicentro de la voraz deforestación que la aqueja. A su lado, hombro a hombro, estaba el comisionado de Paz, Danilo Rueda, el principal responsable de capotear la crisis en la negociación con las disidencias encabezadas por Iván Mordisco. En los primeros acercamientos, el Gobierno les pidió como un gesto de buena voluntad frenar la tala, y varios observadores coinciden en que el descenso ha sido notorio.
Los temas ambientales, en un sentido amplio, han irrumpido en la agenda de la paz total. La degradación detrás de la minería ilegal fue una de las razones del Gobierno para acabar el cese al fuego con el Clan del Golfo, la mayor banda del narcotráfico, mientras que en la mesa con el ELN, la última guerrilla en armas, uno de los negociadores es el reconocido ambientalista Rodrigo Botero, el director de la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS). La deforestación, en particular, apunta a ocupar un lugar preponderante en la mesa con el Estado Mayor Central.
En armas, la guerrilla de las FARC tendía a restringir la deforestación en las áreas donde operaba, en gran medida porque las tupidas copas de los árboles dificultaban que el Ejército identificara sus campamentos desde el aire. Desde su desarme, la deforestación aumentó drásticamente, encabezada o promovida por nuevos y viejos actores armados, a menudo en una feroz competencia entre ellos, explicaba en su momento el International Crisis Group (ICG). El fenómeno está empujado por la ganadería, el acaparamiento de tierras, la minería ilegal y los cultivos de coca, entre otras causas. Los bosques y selvas tropicales que revisten la mitad del territorio colombiano siguen bajo asedio.
Cuando surgieron las disidencias, los frentes en la región amazónica al principio incentivaban la deforestación, e incluso pagaban a los campesinos para talar, dice Elizabeth Dickinson, analista del ICG. “En algún momento, las disidencias, al menos en algunas zonas de Caquetá, Guaviare y Meta, volvieron a poner controles ambientales”, explica. En los acercamientos, el Estado Mayor Central ha explorado la posibilidad de acordar algún rol ambiental para sus combatientes si se llegan a desmovilizar. Dickinson califica la suspensión del cese al fuego como una “oportunidad perdida” para articular la agenda de Petro para reducir el daño a los bosques con un proceso de paz. “No vamos a resolver el tema de deforestación si no resolvemos el conflicto”, apunta.
Es un problema de larga data. El Gobierno de Iván Duque (2018-2022) –que militarizó la política ambiental con la campaña Artemisa– se propuso en un primer momento mantener la pérdida anual de bosques al nivel récord de 2017, en torno a unas 220.000 hectáreas. Sin embargo, con el apoyo de Alemania, Reino Unido y Noruega –el mayor cooperante ambiental de Colombia, además de país garante del acuerdo con las FARC y la mesa con el ELN–, estableció después metas más ambiciosas. En el 2021 se deforestaron 174.103 hectáreas, un aumento frente al 2020, pero el Ministerio de Ambiente acaba de anunciar que de acuerdo con las cifras preliminares para 2022 estima que la deforestación retrocedió 10% el año pasado en todo el país. Esa reducción alcanza el 25% justamente en los departamentos de Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo –que tradicionalmente representan en torno al 65% de la deforestación total–. A la espera de cifras definitivas, consolidar esos logros pasa también por reconducir la negociación con las disidencias.
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