Charlie, el chocolate y las sensibilidades heridas
La idea de que la literatura no deba ofender a nadie sólo puede llevar a una catástrofe: una literatura inofensiva
Se supo hace unos días que la editorial británica Puffin Books, que publica los libros de Roald Dahl, ha comenzado a publicar ediciones corregidas, y las correcciones tienen un objetivo claro: eliminar cualquier tipo de lenguaje que pueda resultar ofensivo. Dahl, por supuesto, es uno de los autores de libros infantiles que todos conocen aunque no sean niños ni lean libros, porque las adaptaciones de sus historias al cine —Charlie y la fábrica de chocolate, por ejemplo— forman parte de nuestro paisaje. Pues bien, me entero por un artículo de The Guardian de Londres de que las nuevas ediciones de estos libros llevan desde hace unos días una nota pequeña en la página legal: “Las maravillosas palabras de Roald Dahl pueden transportarte a mundos distintos y presentarte a los personajes más maravillosos. Este libro fue escrito hace muchos años, por lo que revisamos periódicamente el lenguaje para garantizar que todos puedan seguir disfrutándolo hoy en día”. El breve texto se las arregla para ser paternalista e hipócrita al mismo tiempo, y lo de la “revisión periódica del lenguaje” parece una expresión salida de 1984. Pero ¿en qué consiste realmente?
Dice el The Guardian que los cambios son muchísimos y que toman muchas formas, y cita varios. Augustus Gloop, uno de los personajes de Charlie y la fábrica de chocolate, ya no es “enormemente gordo” en las nuevas ediciones, sino sólo “enorme”. La señora Twit ya no es “fea y bestial”, sino sólo “bestial”. Los Umpa-Lumpas ya no son “hombres pequeños” sino (inescrutablemente) “gente pequeña”. Pero no se trata sólo de adjetivos que puedan ofender a alguien, según la justificación inverosímil de la editorial, sino que se han cambiado descripciones enteras: en un libro de 1983, una bruja poderosa trata de hacerse pasar por una mujer común y corriente, “cajera en un supermercado o mecanógrafa de cartas para un empresario”, y el repaso o la actualización o el lavado de cara (en resumen: la revisión periódica del lenguaje) ha preferido que sea “científica de alto nivel o directora de una empresa”. Y yo me pregunto si las cajeras y las mecanógrafas, que en 1983 hacían un trabajo perfectamente digno y lo siguen haciendo, no tendrían pleno derecho también a sentirse levemente insultadas.
Lo que ha llevado a cabo la editorial, con la complicidad de los herederos de Dahl, es una censura flagrante, tal como lo señalaron Salman Rushdie (que algo sabe del asunto) y el PEN Internacional. Pero esta censura en particular, la eliminación de las palabras e incluso las ideas que escogió el autor de una obra literaria, es más lamentable que otras porque viene arropada por razones que parecen correctas: no herir sensibilidades. Claro, uno podría ponerse cínico y recordar que Dahl, treinta años después de muerto, sigue vendiendo millones de libros cada año; que sus herederos reciben enormes beneficios de esa industria; y que probablemente a nadie le importaría que los libros se quedaran como están, tal como fueron escritos, si las palabras que escribió Dahl en otros tiempos no conllevaran, en nuestro tiempo entontecido, el riesgo de vender menos. Pero ese riesgo es real, ya tome la forma de una cancelación o de una simple controversia, porque nuestro tiempo entontecido se ha impuesto la idea de que las sensibilidades personales son la vara con la cual se mide todo: de que la misión última de todos los creadores en todas las disciplinas es, sencillamente, cuidarse de ofender a alguien.
Esta nueva mentalidad es grave por varias razones. Como primera medida, censurar el lenguaje de una literatura pasada con el pretexto de que así —maquillado, ajustado, corregido, censurado— lo aceptarán mejor las generaciones presentes es privarnos de comprender cómo se veía el mundo antes. No creo que sea una caricatura preguntarme por qué, si aceptamos que Dahl sea purgado de ofensas, no deberíamos aceptar también que se elimine de Shakespeare todo comentario que hoy ofenda nuestra sensibilidad: por antisemita (en El Mercader de Venecia), por elitista (en la escena de los sepultureros de Hamlet), por racista (hay más de una línea en Otelo). Me dirán ustedes que Dahl no es Shakespeare —y tendrían razón: ni siquiera es Philip Pullman— o me dirán que Dahl escribe para niños y a los niños hay que protegerlos; y yo diré que eso, protegerlos, es justamente lo que no se hace cuando se los pone a vivir en mundos asépticos, ideales, inocuos, como los de las ficciones expurgadas. Esos niños crecen sin herramientas ni defensas para enfrentarse a las imperfecciones del mundo, cuando una de las posibles virtudes de la literatura es su capacidad de enseñarnos a lidiar mejor con nuestro mundo imperfecto.
La idea de que la literatura deba purgarse de todo lo que ofenda o hiera o sea molesto echa a perder una de las pocas razones por las cuales podemos decir, seriamente, que la ficción es indispensable: en ella entramos en contacto con las zonas oscuras de nuestra condición, con los peligros y las amenazas de estar vivos, pero sin la necesidad de vivir esos peligros ni de sufrir realmente esas amenazas. Es inverosímil que sea preciso decirlo a estas alturas del partido, pero la vida vicaria de una ficción es la única manera que tenemos de entender ciertas experiencias sin necesidad de tener las experiencias. La literatura es lo que ha sido —un lugar de conocimiento— porque muestra al mundo como es, no como debería ser. En ella hay siempre algo que resultará doloroso para alguien, o hiriente, u ofensivo: porque así es la vida. Lo digo de otra forma: la idea de que la literatura no deba ofender a nadie sólo puede llevar a una catástrofe: una literatura inofensiva.
Yo no sé si eso es lo que persigue la estúpida corrección política de nuestro tiempo, pero sí sé que es lo que han buscado, sin conseguirlo, incontables dictadores, regímenes totalitarios, teocracias como la que condenó a muerte a Rushdie, puritanismos de nuevo o viejo cuño y todos los censores que en el mundo han sido. Una literatura inofensiva es el sueño húmedo de todo el que aspire a dominar a una sociedad, y es por eso por lo que los escritores han estado siempre entre las primeras víctimas de las persecuciones autoritarias. Si algún día llega a desaparecer la literatura de imaginación, no será porque la maten de muerte violenta los autoritarios, ni porque muera de inanición bajo el desinterés de los lectores incapaces de concentrarse durante más de 280 caracteres. Después de lo ocurrido con los libros para niños de Roald Dahl, hay buenas razones para pensar que la muerte de la ficción, con la cual nos han amenazado tantas veces, tendrá lugar justamente en los lugares que dicen defenderla: las editoriales donde se publican los libros y las universidades donde se estudian.
Ahora, mientras escribo, me entero de que Alfaguara y Gallimard, las editoriales de Dahl en España y Francia, no han cedido a la manía purificadora: mantendrán los textos tal como los escribió su autor. Y me gustó lo que dijo Laura Hackett, subdirectora literaria de The Sunday Times: “Guardaré cuidadosamente mis viejos ejemplares originales de los cuentos de Dahl para que un día mis hijos puedan disfrutarlos en todo su repugnante y colorido esplendor”. Hay sensatez en el mundo, me digo: hay gente que todavía entiende lo que hace la ficción, que todavía resiste al avance de la corrección política. Pero nadie, absolutamente nadie, sabe cuánto durará la resistencia.
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