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Los indígenas del Parque Nacional siguen malviviendo en Bogotá (pero ya no se les ve)

Jairo Montañez, coordinador de autoridades indígenas en Bakatá, pide mayor atención a las más de 2.000 familias de 16 pueblos asentados en Bogotá

En el centro, Jairo Montañez, coordinador de autoridades indígenas en Bakatá, acompañado de líderes indígenas en Bogotá.Foto: Equipo de medios y comunicaciones Bakatá | Vídeo: EPV
Sally Palomino

Dos meses después de haber dejado el Parque Nacional, cientos de familias indígenas siguen pasándola mal. Ya no están a la vista de todos, en la transitada carrera séptima de Bogotá, sino en albergues. Tienen techo, pero siguen enfrentando condiciones poco dignas, cuenta Jairo Montañez, coordinador de autoridades indígenas en Bakatá, una organización que reúne a personas de 16 pueblos indígenas en la ciudad. La agrupación que lidera ha buscado garantías para que los que quieran regresar a sus pueblos lo hagan de forma segura y quienes prefieran quedarse en la ciudad puedan estar con todos sus derechos garantizados.

No es fácil regresar a sus territorios, aunque más 100 indígenas lo han hecho. Es difícil porque muchos ya han perdido sus ranchos y tienen que volver a empezar, pero sobre todo lo es por la violencia, que sigue, y que fue la razón por la que salieron de sus territorios. El pasado 4 de julio, el líder indígena Juan Orlando Moreno del pueblo Awá en Tumacó fue asesinado. A su lado murieron sus dos escoltas, ambos de la guardia indígena. Unos meses antes, en enero, fueron encontrados los cuerpos de dos mujeres indígenas que habían sido secuestradas a final del año pasado. Tenían 20 y 14 años. “Colombia ha tenido un conflicto en el que las comunidades indígenas y negras han sufrido las peores consecuencias. De cada 10 víctimas, ocho tienen pertenencia étnica: son afros o indígenas y uno o dos son campesinos”, dice Montañez.

La mayoría de indígenas que se quedaron en Bogotá, tras la salida del parque donde estuvieron ocho meses, están en La Rioja, una casa grande de varios pisos en el centro de Bogotá, que normalmente se usa de centro de atención para jóvenes. El problema es que su capacidad para unas 400 personas, según los cálculos de Montañez, no es suficiente para la emergencia de los indígenas. Allí permanecen cerca de 900. En el parque solo había un porcentaje de estos. Todas las familias tienen niños. Muchos duermen en colchonetas en el piso y del grifo sale el agua que les cargan con tanques, pero que se acaba pronto porque son muchas personas. “Las condiciones desde que están en Bogotá son precarias, pero buscando su mejoría se hicieron acuerdos; sin embargo, aunque ya no están en el Parque Nacional, la situación sigue siendo precaria”, dice el líder, que recuerda la terrible semana del 9 al 16 de junio, que hubo más de 10 hospitalizados y la mayoría menores de nueve meses. En este tiempo, dice, han muerto al menos cuatro menores.

Las comunidades indígenas no llegaron a Bogotá hace ocho meses. La presencia de diferentes pueblos en la ciudad es tan vieja como el conflicto colombiano. “Siempre han estado acá, van y vuelven. Es una danza que se mantiene constantemente, de acuerdo a la efervescencia del conflicto. La ley habla de la posibilidad del retorno, pero si hay condiciones sociales y económicas, si no las hay, existe la posibilidad de reubicación”, señala el líder.

Él y la organización que coordina piden que el ministerio del Interior y la Unidad de Víctimas haga una concertación clara y efectiva para el regreso seguro de quienes deseen hacerlo. Que protejan sus vidas, pero también que les garanticen una forma de subsistencia mientras reconstruyen sus proyectos económicos y consiguen de nuevo un techo. “Muchos vuelven y la manigua ya se ha comido sus casas. Les toca volver a armarlas y solo cuentan con unas tablas y unas láminas de zinc. Esas son las dotaciones que les entregan”, denuncia.

Las imágenes que se han conocido desde que los indígenas salieron del Parque Nacional, han sido las que han compartido algunos miembros de la comunidad indígena, que, junto a funcionarios de la Administración Distrital, son los únicos que tienen permiso para acceder a un lugar con alta presencia de menores. Hay al menos 2.600 familias indígenas de 16 pueblos en Bogotá, asociadas al proceso organizativo Bakatá, en condiciones precarias, que intentan hacer algo para subsistir. Montañez cuenta que se despiertan temprano y salen a las calles a vender lo que hacen con sus manos: las mujeres son artesanas, hacen bisutería y las venden en las calles. No es nuevo ver en los puentes de Transmilenio a mujeres acompañadas por sus hijos tejiendo con canutillo, mostacilla y chaquiras. Las embera preservan esta tradición fuera de sus resguardos, en Bogotá. Los hombres, cuenta el líder, se ofrecen para trabajar en construcción o para prestar servicios de medicina alternativa. La economía de un indígena en la ciudad, si le va muy bien, es de 7 dólares al día.

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“Nuestro objetivo es reivindicar los derechos de los pueblos indígenas en contextos urbanos”, repite el líder, que ve como un problema tan serio como la desatención, el desconocimiento de los colombianos sobre sus pueblos. “Se mete a toda la población indígena en la misma bolsa y no todas las comunidades son iguales, cada una tiene una particularidad. Han sido aislados de la política pública y excluidos porque no hablan español, por eso es necesario generar un proceso de adecuación institucional para sensibilizar que existe la población indígena y que tiene características diferentes, en lo educativo, financiero y laboral, desde donde también pueden aportar”.

Las Autoridades Indígenas en Bakatá tienen un documento en el que quedaron escritos los compromisos de la Alcaldía, tras el desalojo en el parque. Es un informe de avance, en el que todavía muchos puntos aparecen en rojo. Uno de estos, tal vez el más grave, es el tema de la alimentación. Denuncian que las familias no reciben las tres comidas calientes a diario como mínimo vital alimentario ni tienen implementos para preparar sus propios alimentos cuando quieran. “Están sometidos a las cantidades, menús, horarios y disposiciones que la administración a bien tenga”, señalan. También dicen que las condiciones de habitabilidad son extremas, “la cantidad de personas por salón sobrepasa las 150, entre niños, personas de la tercera edad y adultos, quienes duermen en su mayoría en el suelo, sin ninguna privacidad, ni dignidad. Los baños y espacios comunes no son suficientes para la alta densidad poblacional, siendo un riesgo de salud y estrés social”.

Los líderes indígenas también hablan de la población LGBT, más de 20 personas son parte de esta comunidad y no han recibido ningún apoyo psicosocial ni manejo diferencial, “no existe una ruta efectiva enfocada a incorporarlos en programas con los que ya cuenta la administración. Están siendo invisibilizados”. Las quejas son contra el Gobierno local y nacional, pero también contra la sociedad colombiana, que, en palabras de Montañez, “sigue siendo racista y discriminadora”. Las ayudas que recibían de los ciudadanos que voluntariamente se acercaban al Parque Nacional son prácticamente inexistentes ahora que están entre cuatro paredes y nadie los ve.

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Sally Palomino
Redactora de EL PAÍS América desde Bogotá. Ha sido reportera de la revista 'Semana' en su formato digital y editora web del diario 'El Tiempo'. Su trabajo periodístico se ha concentrado en temas sobre violencia de género, conflicto armado y derechos humanos.

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