El problema de llamarse Jennifer
Parece que el mundo de la ciencia es especialmente correoso, especialmente impermeable a los avances igualitarios
A principios de noviembre, durante la Semana de la Ciencia de Madrid, participé en un acto titulado Cómo ser científica y no morir en el intento junto a dos mujeres formidables, la socióloga Capitolina Díaz, presidenta de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas, y la física Pilar López Sancho, delegada de la presidencia del CSIC en la Comisión Mujeres y Ciencia. Mencionaron a unas cuantas científicas a las que les robaron sus descubrimientos, su prestigio y a veces hasta el Nobel, porque otros colegas, todos varones, se llevaron el premio por trabajos que en realidad habían hecho ellas. Yo conocía a algunas, como Rosalind Franklin o Lise Meitner, pero ellas añadieron bastantes casos más. Además Pilar contó de pasada un pequeño detalle sobre Meitner que, aun siendo un asunto menor dentro de la carrera de la científica, me pareció impresionante por los prejuicios sociales que evidencia, por la desfachatez suprema del machismo. En el comportamiento de los electrones existe algo conocido como efecto Auger; ese efecto lo descubrió Lise Meitner y lo publicó en 1922. Un año después, un estudiante llamado Pierre Auger hizo su tesis hablando de lo mismo y la publicó en 1925. Pues bien, pese a ser segundón, su apellido secuestró el logro de ella para siempre. El sexismo es así de burdo, así de increíble, así de grosero. Pero funciona. De hecho, incluso Marie Curie se hubiera quedado en 1903 sin el Nobel de Física si su marido, Pierre Curie, a quien se lo habían concedido, no hubiera dicho que no aceptaría el premio si no se lo daban también a ella.
Se trata de un círculo vicioso; es muy difícil salir de esa obcecación sexista cuando las mujeres científicas resultan invisibles
Parecería que el mundo de la ciencia es especialmente correoso, especialmente impermeable a los avances igualitarios. Aunque en realidad me temo que es toda la sociedad la que padece un prejuicio colosal con respecto a este asunto. Basta unir las palabras mujer y ciencia para que, ¡bum!, el tópico machista nos estalle en el cerebro como una carga de kriptonita, debilitándonos el raciocinio y dejándonos las neuronas hechas papilla. Y cuando hablo de toda la sociedad me refiero también a las mujeres: recordemos que el sexismo es una ideología en la que nos educan a todos, y hay prejuicios profundísimos que anidan como gusanos en lo más hondo de nuestro corazón.
Ahí están los tremendos resultados de la encuesta que la Fundación L’Oréal hizo hace dos meses con 5.000 ciudadanos de Alemania, Italia, Francia, España y Reino Unido: el 67% de los encuestados creen que las mujeres no sirven para ser científicas de alto nivel. Y, como es natural, entre quienes opinan así hay muchas mujeres. Puro prejuicio, como demostró un formidable experimento hecho en 2012 por la Universidad de Yale (EE UU). Verán, Jennifer y John eran dos estudiantes de Ciencias que solicitaron una plaza de encargado de laboratorio. Sus currículos fueron evaluados por 127 catedráticos de Biología, Física y Química pertenecientes a seis universidades norteamericanas, tres privadas y tres públicas. En una escala del 1 al 10, John sacó un punto más que Jennifer. Además se les pedía a los profesores que dijeran qué salario creían ellos que los solicitantes merecían, y ofrecieron 30.328 dólares anuales a John y 26.508 a Jennifer. Hasta aquí, todo más o menos normal. El estupor comienza cuando nos enteramos de que Jennifer y John no existen y que los currículos eran absolutamente idénticos, salvo que a la mitad de los catedráticos se les dijo que el solicitante se llamaba Jennifer y a la otra mitad que se llamaba John. Y, naturalmente, entre los evaluadores también había catedráticas.
Por desgracia se trata de un maldito círculo vicioso; es muy difícil salir de esa obcecación sexista cuando las mujeres científicas resultan invisibles, y no porque no existan, sino porque las relegan y ningunean, o incluso, como hemos dicho al principio, porque se apropian de sus descubrimientos y les roban hasta el derecho al apellido. Sólo un 3% de los premios Nobel de Ciencias han recaído en mujeres; y aquí mismo, en España, una inercia masculina que se parece en todo a un club de privilegiados amigotes hace que haya poquísima presencia femenina en las mesas redondas, los encuentros científicos, las publicaciones. Sin ir más lejos, durante la Semana de la Ciencia de Madrid hubo en la Residencia de Estudiantes un bonito ciclo de ocho conferencias sobre física. Eso sí, todos eran hombres. Me chocó, ya ven. La Residencia de Estudiantes, precisamente, que siempre fue punta de lanza de la modernidad, ofreciendo un programa tan abrumadoramente masculino. Me imagino que si al organizador del ciclo le echáramos en cara su monolitismo viril, probablemente respondería con cierta altivez: es que estos ocho ponentes son mejores que cualquier mujer. Sí, claro, seguro. Igual que John y Jennifer.
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