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El pulso
Columna
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El amigo del Duce

Gini no había cumplido los 30 cuando hizo su gran aporte: el coeficiente que salvaría su nombre

Martín Caparrós
Reunión en el Instituto de Estadística italiano, con Mussolini en el centro.
Reunión en el Instituto de Estadística italiano, con Mussolini en el centro.Luce

La desigualdad se ha vuelto –ya era hora– un asunto de moda. A nadie le importaba mucho hace bastante poco, cuando todos tenían tanto; ahora que todos tienen menos y los que menos tienen tocan fondo, la desigualdad está en todas las bocas. Así que manadas de funcionarios, políticos, académicos y asimilados varios que jamás querrían la igualdad se preocupan porque la desigualdad es excesiva: no es buena para los negocios, te perjudica en alguna elección, queda fea, solivianta. Y esa preocupación ha puesto en el candelero una palabra: Gini –como en el coeficiente.

El coeficiente de Gini existe desde hace más de un siglo

Parece nuevo, pero no: el coeficiente de Gini existe desde hace más de un siglo. El coeficiente de Gini mide la desigualdad de un país en una escala de cero a uno (aunque permite evaluar cualquier otra forma de distribución desigual). Su principio es simple: si toda la riqueza del mundo estuviera en manos de una sola persona, el mundo tendría un coeficiente igual a 1; si toda la riqueza del mundo estuviera repartida en partes iguales, el coeficiente daría 0. La realidad está, tímida, oportunista, en algún sitio entre uno y otro. Pero, en síntesis: cuanto más alto es el coeficiente, más alto el nivel de concentración de la riqueza –de injusticia económica– de una sociedad. Y eso permite muchas medidas, mucho juego y, como habla de desigualdad, suena bien progre.

Usamos nombres que dejan de ser nombres. Decimos gilette o diesel o ­mcdonald sin pensar en que hubo hombres que pusieron sus nombres a esas cosas. Gini, modestamente, es uno de ellos. Corrado Gini nació en el Véneto en 1884, hijo de campesinos ricos, pequeño genio que entró muy joven a la Universidad de Bolonia, estudió derecho y matemáticas y se licenció, a sus 20, con una tesis sobre El sexo desde un punto de vista estadístico. Después enseñó derecho constitucional, biometría, demografía, economía política, sociología y estadística. Gini era un hombre bajito e irritable, seguro de su valor y preocupado porque todos lo notaran, superior implacable, inferior obsequioso, que no había cumplido 30 años cuando hizo su gran aporte: el coeficiente que salvaría su nombre. Corría 1912; pronto vendría la primera guerra –de la que lograría escabullirse– y un matrimonio pasablemente desdichado y, ya en los veinte, el renacimiento: un tal Benito Mussolini le devolvió las esperanzas en la grandeza de su patria.

Durante los años triunfantes del fascismo Gini siguió siendo un estudioso serio

En 1926, el Duce en persona le encargó la dirección del Instituto Nacional de Estadística. Gini aceptó, emocionado por su encuentro con el gran hombre, y en su discurso inaugural habló de otra de sus preocupaciones: la hegemonía de la raza blanca que, dijo, estaba amenazada. “Después del maravilloso desarrollo del siglo pasado, ahora estamos en un momento estacionario”. Había que fomentar el nacimiento de los bebés adecuados: blancos, sanos, legales, muy cristianos. La disciplina se llamaba eugenesia, y nazis y fascistas la abrazaron con ansia; Gini fue su líder en Italia.

Durante los años triunfantes del fascismo Gini siguió siendo un estudioso serio y aplicado que formaba parte de la élite cultural del régimen: participaba en actos, firmaba manifiestos, dirigía revistas, acomodaba amigos, asesoraba al Duce. Su caída no lo afectó más de lo necesario: fue juzgado pero al fin conservó su cátedra en la Universidad de Roma. Para limpiar su nombre se unió al Partido Unionista, que proponía anexar Italia a Estados Unidos. Y, ahora, por esas raras vueltas de la historia, su nombre y su concepto denuncian las injusticias más tajantes.

¿Qué hacer con las vidas horribles de los que hacen cosas necesarias? O, incluso: ¿qué hacer con las cosas necesarias de los que viven vidas horribles? Lo discuten, en su mesa del paraíso paradójico, Céline, Pound, Keynes, Einstein. A veces, incluso, si se aburren, invitan a un muchacho Jesucristo.

elpaissemanal@elpais.es

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