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Aquellos cansados hombres de negocios

En esta época de artistas que convierten su nombre en marcas, la cotización parece signo inequívoco de calidad

Vista de la llamada "habitación de Matisse" en la casa del mecenas moscovita Sergei Shchukin.
Vista de la llamada "habitación de Matisse" en la casa del mecenas moscovita Sergei Shchukin.

En 1917 Henri Matisse se refugia de forma más o menos permanente en la Costa Azul, en un luminoso apartamento del hotel Regina, en Niza, donde crea su propio parque infantil. Allí pinta su serie de grandes interiores tomando como modelo “las cosas más simples del mundo, el mar, el cielo y las palmeras frente a mí”. Huye de la guerra y el hastío. De hecho, toda su vida estuvo al margen de los peores acontecimientos que registra la historia sin inmutarse. “Quiero que mi arte cause el mismo efecto que un buen sillón en un cansado hombre de negocios”, solía decir. El pintor del lujo, calma y voluptuosidad hablaba desde la nostalgia. Su mecenas, el industrial moscovita Sergei Shchukin, que le visitaba con cierta asiduidad en su estudio de París, había tenido que abandonar su país a causa de la revolución bolchevique. Pocos meses después, el Gobierno de Lenin confiscó su colección de medio centenar de picassos y decenas de cézannes, van goghs y gauguins. Con todo, la intuición de Matisse fue providencial, sabía perfectamente quién era su público y el de todos los pintores de su generación, el mismo que el de las décadas siguientes, incluidos los arrolladores años sesenta y setenta, cuando todavía los artistas creían que podían cambiar el mundo.

Año 2015. Los refinados y brillantísimos Shchukin, Diághilev y Kahnweiler tienen hoy el rostro más bien plano de promotores y comunicadores del arte, multimillonarios de la industria de la moda, coleccionistas de islas y clubes de fútbol en la ruina: Dmitri Rybolovlev, Román Abramóvich, François Pinault, Bernard Arnault, Miuccia Prada o la jequesa Mozah bint Nasser (una de las tres esposas del emir de Qatar) son los reyes y reinas midas de pintores, escultores, diseñadores y arquitectos. Paralelamente, decenas de artistas convierten su nombre en marcas: Murakami y Damien Hirst diseñan maletas o decoran restaurantes; Jeff Koons ha customizado el último bólido de BMW, como en su día hicieran Warhol y Lichtenstein. De la misma manera, futbolistas como Zidane o Cristiano Ronaldo protagonizan películas que se exhiben en las pinacotecas de todo el mundo.

Son pocos los que conocen qué pinta realmente el tierno Óscar Murillo y muchos los que saben el precio de sus obras

El mundo del arte ha pasado de la era surreal a otra hipermoderna donde el modelo transestético del encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones se ha convertido en un hinchamiento promocional y comercial: la mesa de operaciones es la City de Londres; la máquina de coser, un artista mestizo de pelo afro, y el paraguas, una gran firma publicitaria con nombre de tiburón: Charles Saatchi. Son pocos los que conocen qué pinta realmente el tierno Óscar Murillo y muchos los que saben el precio de sus obras, que alcanzan un cuarto de millón de euros. La cotización como signo inequívoco de calidad.

Todo esto nos lleva a preguntarnos cuál será el siguiente paso en la carrera por hacer cada vez más visibles y deseados los escaparates mágicos del arte, los museos, donde se conserva el patrimonio y la memoria cultural de un país. Mientras las firmas de lujo invierten importantes recursos económicos en fundaciones, los Gobiernos europeos recortan de manera sangrante los presupuestos de sus colecciones públicas. El caso del Centro Pompidou es dramático: posee la colección de arte moderno y contemporáneo más importante de Europa, pero su programación futura dependerá de la capacidad del recién nombrado presidente, Serge Lasvignes, para conseguir dinero de los potentes inversores de China, India o los Emiratos Árabes. Durante ocho años, su predecesor, Alain Seban, impulsó la expansión de las colecciones del museo por todo el país (el Pompidou Metz, el Pompidou Itinerante y, muy pronto, su franquicia en Málaga) y promovió las exposiciones más visitadas, como la de Dalí y la que concluye en abril de Jeff Koons, que ya se ha convertido en la más visitada de la historia del centro parisiense. Por contradictorio que parezca, las franquicias museísticas son una muestra de debilidad, y no de fuerza, de una institución.

Los plutócratas de las potencias emergentes son hoy los agentes artísticos y culturales capaces de condicionar la programación de las grandes pinacotecas. Si antes la edificación de un museo servía como motor de gentrificación de un barrio deteriorado o paupérrimo (el caso del Guggenheim Bilbao, el MAXXI de Roma, el Pompidou de París o el Macba de Barcelona), ahora resultan muy útiles para el ennoblecimiento de las marcas que patrocinan los artífices más agresivos de la vociferante escena artística.

Matisse tenía razón, el arte es un buen sillón, aunque las posaderas no sean las mismas.

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