Una asfixia más
Cuando salgamos de nuestras cotidianas cuitas, nos encontraremos con un país desolado
Quizá haga mal en hablar de esto, y lo hago a título particular, por mi cuenta, aunque desde hace unos años sea miembro de la Real Academia Española. Es ésta una institución muy discreta y digna, como corresponde a su antigüedad de tres siglos recién cumplidos; y así, es reacia a la queja y posee virtudes que hoy no están vigentes, como el pudor y la elegancia. Me da la impresión, por tanto, de que, a diferencia de lo habitual en nuestro tiempo, en que todo el mundo se lamenta públicamente y pide ayudas de todo tipo, siente aversión a airear sus miserias y aún más a aparecer como “limosnera”. En su momento los responsables del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) dieron la voz de alarma en la prensa y anunciaron que, con los recortes del actual Gobierno, esa institución fundamental no podría seguir funcionando y se vería obligada poco menos que a cerrar sus puertas. Se montó un pequeño escándalo y el Gobierno rectificó, no sé cuánto, pero “algo”. La RAE se ha abstenido de manifestar que su situación económica es ya muy parecida, por vergüenza torera, supongo. Pero yo no veo desdoro en exponer –a título individual, insisto, sin “encargo” ni “mandato” alguno, y acaso contraviniendo el deseo de muchos de mis colegas– que esa situación es ya crítica y amenaza los puestos de las 78 personas (no académicos) que hacen posibles las tareas de la casa. Sobre ellas se ciernen despidos o reducciones de salarios, y, sobre la Academia misma, su conversión en algo simbólico y vegetativo. Los Presupuestos del Estado para 2015 mantienen la paupérrima cantidad asignada el año anterior, tras varios de mermas, mientras que otras entidades importantes, como el Prado o el Cervantes, las han visto por fin incrementadas.
La Real Academia Española tiene defectos y limitaciones, pero fue digna e independiente incluso cuando más costaba serlo. Por remontarnos sólo a lo reciente, fue casi la única institución que mantuvo a raya al franquismo (y a sus ansias de invadirlo y dominarlo todo) durante su larga dictadura. Se negó a desposeer de sus sillones a los académicos exiliados y considerados “enemigos del régimen”; continuó eligiendo a quienes le parecía, sin permitir que los ministros de Franco le vetaran o impusieran a nadie. Ha aguantado trescientos años, y hoy es difícil negar que presta un gran servicio a la sociedad, a la española y a la de los demás países que hablan la lengua. Prueba de ello son los 50 millones de entradas mensuales que recibe su página web, la mayoría consultas del Diccionario, pero también de la Gramática, la desdichada Ortografía y demás. Esas consultas son gratuitas y, como ha dicho hace poco Pedro Álvarez de Miranda, encargado del nuevo Diccionario que acaba de aparecer: “Es difícil cobrar por algo que ha sido gratuito … Se están barajando posibilidades como incluir publicidad en la página web. No sé si eso nos sacaría de pobres. El mejor diccionario del mundo, el Oxford, cobra por consulta y todo el mundo lo ve como muy natural. Eso estamos estudiando, porque la situación económica es muy preocupante”. Quizá bastaría, sugiero yo, con que los usuarios frecuentes pagaran una mínima cuota anual …
Pero en España, ya lo sabemos, la gente exige que todo lo cultural sea gratis. No se tiene en cuenta, en este caso, que la existencia y el funcionamiento de esa página web (pero también la del propio Diccionario) dependen no ya de la cuarentena de académicos, que poco cobramos, cuando asistimos a las sesiones y comisiones, sino de esos 78 trabajadores cuya suerte hoy peligra. La RAE atiende, además, multitud de consultas específicas (dudas jurídicas y notariales, redacción de leyes, certificaciones y peritajes, corrección de documentos, asesoramiento lingüístico, servicios de formación, infinitas preguntas de enseñantes y traductores y editoriales y medios de comunicación, etc), y recibe efusivas muestras de agradecimiento por ellas. Pero sólo de gratitud no subsiste nadie, y la RAE no es una excepción. Muchos de ustedes deben de dar por descontado que, aparte de los patrocinios de entidades y particulares, alguna subvención o ayuda percibirá del Estado. Y sí, alguna le llega, ya lo he dicho, pero su mengua con el actual Gobierno ha sido tal que la casa está amenazada. Habrá quienes opinen que eso no es grave, al lado de tantas personas en paro, o desahuciadas, o que han debido cerrar sus comercios o empresas. No se lo discutiría. Cabe que una institución como la RAE se juzgue superflua o secundaria; cabe incluso sacrificarla o mantenerla sólo como ornamento inoperante. Lo grave es que este Gobierno no protege a los parados ni a los desahuciados (todo lo contrario), ni tampoco a las instituciones culturales que rinden servicios a nuestra sociedad. No es que esté sacrificando unas cosas en favor de otras, es que las sacrifica todas. Cuando por fin salgamos de nuestras cotidianas cuitas y levantemos la cabeza, nos encontraremos con un país despojado, desolado, con un erial en todos los ámbitos, incluido el de nuestra lengua con la que tanto se llenan la boca esos mismos políticos en las ocasiones de relumbrón. No se trata de pedir limosna, pero les aseguro que cualquier presión a ese Gobierno, como cualquier aportación financiera, serán pequeños balones de oxígeno para esa institución tricentenaria que ya lleva tiempo asfixiándose.
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