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“Hay muchos tenores tontos en escena y fuera de ella”

De la Lima callejera surgió la voz del mejor cantante de ópera del mundo: Juan Diego Flórez. Hoy forma a cantantes sin recursos

Jesús Ruiz Mantilla
Juan Diego Fórez.
Juan Diego Fórez.Robbie Jack (Corbis)

Exquisito quizá sea el adjetivo que mejor defina el canto de Juan Diego Flórez. Pero quien es hoy, con 41 años, considerado el mejor tenor del mundo dentro de su repertorio belcantista, y más concretamente entregado a la diablura de Rossini, tuvo que luchar duro desde su infancia en Lima. Doña María Teresa Salom lo sabe bien; esa mujer que sacó adelante a sus cuatro cachorros trabajando en lo que cuadraba se dejó la vida con tal de que estudiaran y, de vez en cuando, comieran carne molida además de quinua –el alimento de los pobres– y lentejas. Su padre, Rubén Flórez, músico, divorciado de aquella mujer, contribuía poco entre gira y gira acompañando a la mítica Chabuca Granda. Así que Juan Diego se fue formando también a expensas de las a ratos oscuras y a ratos luminosas esquinas de la calle de Arequipa, aleccionado por putas y travestis o por sus amigos, montando en bicicleta entre ruinas del imperio inca o jugando al fútbol con las piedras. Quiso ser cantante melódico, incluso rockero, pero al escuchar a Alfredo Kraus y a Pavarotti decidió virar hacia la ópera. Le ayudaron potentados limeños para que estudiara en el Instituto Curtis de Filadelfia, se centró, comenzó a maravillar al mundo cuando no había cumplido los 30 e hizo historia un día en la Scala cuando le pidieron repetir un aria de La hija del regimiento y se lanzó sin ser consciente de que hacía 75 años nadie había sido empujado a ello por el considerado público más exigente de la lírica mundial, el milanés. Hoy, padre de dos hijos, va abriendo su repertorio algo más hacia el romanticismo francés o alguna obra verdiana y cosechando más triunfos, pero muy centrado en el proyecto de apoyo a cantantes sin recursos que, inspirado en el sistema de educación musical y acción social inventado por José Antonio Abreu en Venezuela, ha decidido implantar Flórez en Perú.

La paternidad cambia la vida. Esa emoción, ese sentimiento, ¿transforma también la voz? Definitivamente, sí.

¿Cómo? Porque también cambia tu modo de ver el mundo y tu forma de ser, de relacionarte. Te sensibilizas, incluso te humanizas mucho más, y todo eso influye. Con Leandro, mi primer hijo, experimenté también un cambio vocal, que suele llegar en torno a los 40, pero además echó a andar la fundación nuestra en Perú, muy parecida al sistema de orquestas de José Antonio Abreu en Venezuela, aunque experimentada en canto. Ya tenemos 15 centros en el país, nos han dado varios premios y hemos contado con el reconocimiento del Foro de Davos, por ejemplo, o la Unesco. Llegaron cosas buenas con mi hijo. Estoy más relajado.

¿Porque quizá se tiene que demostrar menos a sí mismo? En parte sí, aunque por otro lado tengo que demostrarles también cosas a mis hijos. Me siento más cercano a todo, a mi gente, a mis admiradores, a mis colegas, quiero ayudar a cantantes de ópera jóvenes. Me estoy ocupando de dos por el momento, una soprano y un tenor, con recursos humildes. No sé de dónde saco el tiempo, ni por qué me meto en más, pero uno no se explica eso, ni se pregunta la razón, simplemente lo hace y ya. Sencillamente organizo mis calendarios con un poco más de orden porque tratamos de estar con los niños.

Veo Perú bien, pero, claro, la riqueza sigue sin estar distribuida”

¿Es más feliz o tiene más miedo? No, miedo no, más feliz sí. Definitivamente, sí. Me refiero a un miedo que tiene que ver con la fragilidad. Con mi primer hijo estábamos más ansiosos. Mi esposa, Julia, y yo andamos muy metidos en la faceta de ser buenos padres. Ahora nos repartimos, ella debe ocuparse de la más pequeña, Lucía, y yo voy con Leandro todo el día. Lo cambio, le doy de comer, le pongo a dormir.

Perdóneme, no me hago la imagen de un divo cambiando pañales. No creo que se desilusione la gente. Pero sí, sí, no tenemos niñeras, somos nosotros. Eso te da una cercanía distinta. Es nuestra filosofía, elegimos métodos naturales. Mi esposa dio a luz en casa las dos veces, sin anestesia; yo recibí a Leandro. Y la niña nació después de una fiesta de fin de año, a las tres de la madrugada, en Pesaro.

¿Cómo es la madurez? Tiene que ver con la calma para discernir.

¿Con la serenidad? Con eso, me veo hace unos años más agitado. Las cosas me resbalan más, dirían en España. En Perú diríamos que no me hago paltas, nosotros hablamos en jerga. No me palteo, no me hueveo…

Pues muy bien. En 18 años de carrera no todos pueden presumir de haber pasado de promesa a leyenda. Usted sí, con ese bis que le obligaron a dar en la Scala cantando ‘La hija del regimiento’, algo que no ocurría desde hacía 75 años. Hay cosas que uno no espera. No sabía que no se hacía aquello allí desde hacía tanto tiempo. Me lo pidieron, yo lo canté. Aunque luego algunos reaccionaron mal. Llegaron a escribir que se había escupido sobre la tumba de Toscanini porque fue él quien impuso un veto para eso. No estamos amoldados, con excepción de Estados Unidos, donde se piden muchos bises. No tenemos idea de cómo causar impacto y hacemos cosas sin darnos cuenta por las que al día siguiente te ves en las páginas de todos los periódicos. Yo recordaba una grabación de Kraus en la que hizo un bis en la Scala cantando Linda di Chamounix, aunque luego Ernesto Palacio, mi hombre de confianza, agente y cantante también, me aclaró que fue en Génova y se habían equivocado al etiquetar el disco, una grabación pirata, por supuesto. Uno no piensa: “Ahora voy a hacer historia”.

Napoleón, quizá. Pero un divo que cambia pañales como la cosa más natural… Ahora me gusta más lo que hago. Prefiero cantar. Antes menos, sobre todo ensayar. Disfruto mucho más haciendo las funciones, he ahondado en mi técnica, en la expresión, he comenzado a indagar por gusto; enseñar también me requiere más conocimiento.

Pero usted siempre tendió al perfeccionismo. Me gusta mejorar, siempre lo he intentado así. A mí me dan una grabación después de cada actuación, me reescucho. No lo hago para regodearme, es para buscar los fallos y dónde puedo mejorar. Me concentro en eso, pero también tengo ilusión de preparar papeles nuevos. Antes incorporaba uno cada dos años; ahora, uno cada año.

¿No era usted muy conservador en cuanto al repertorio? Yo he cantado durante mucho tiempo un mismo repertorio. Pero el centro de mi voz ha cambiado y puedo intentar nuevas cosas siempre con predominio belcantista. Me hace ilusión entrar en otros mundos más románticos donde también pueda desarrollar mi interpretación teatral.

De Verdi, ¿hablamos? No, no. No hablamos. Salvo Rigoletto, una ópera en la que ahora estoy comodísimo. Me han ofrecido La traviata, pero es un papel que no me convence vocalmente.

Bueno, también influirá que ese personaje masculino, el Alfredo, resulta bastante bobo. Un poco también por eso. Hay muchos tenores tontos en escena y fuera de escena. Demasiados agudos parece que afectan a la cabeza.

Tienen fama de ir ustedes de sobrados, pero comparados con la actitud del cine o de la música pop o rock, ahora salen ganando. Y no digamos en el fútbol. En esos campos, ¿predomina el divismo mal entendido? Tiene que ver con cómo hayan criado a la gente. También con la personalidad de cada cual. Pero hay que añadir algo. Antes, en el mundo de la ópera, el público y los propios teatros presionaban para que se diese ese divismo porque vendía. Interesaba fomentar que la diva saliera del teatro elegantísima y con el pelo arreglado; ahora salen con jeans, y a la gente le gusta eso porque está a mano. Antes se fomentaba lo contrario, lo inalcanzable. Se lee en las crónicas, ¿no?

Juan Diego Flórez con Aleksandra Kurzak, en ‘Matilde di Shabran’.
Juan Diego Flórez con Aleksandra Kurzak, en ‘Matilde di Shabran’.

No se exige tanto en ese sentido, pero sí más en otros aspectos artísticos. ¿Existe exceso de competencia? ¿Salvaje, incluso? Antes era más fácil, la televisión daba acceso a programas importantes. Quizá se sufra algo más una falta de interés. Antes una crítica podía aparecer en primera página de The New York Times, o un cantante ir al Ed Sullivan Show y después salir The Beatles. Vendían discos, ahora grabas algo y es gracias a lo que ha dado de beneficios un trabajo de Bocelli. Antes la gente compraba, ahora hay que hacer una promoción despiadada.

Algunos en generaciones anteriores estaban obsesionados por la masificación, pero ahora los más jóvenes han regresado a la especialización. ¿Por qué? A fin de cuentas, la ópera es un espectáculo de minorías. Y no depende de una clase social, sino del gusto. Yo vengo de una familia de clase baja y nunca se escuchó ópera en mi casa. De repente me pusieron en el colegio a interpretar zarzuela y dijeron: “Guau”. Así que me metí al conservatorio porque quería cantar bien, pero mis baladas de música popular. Luego escuché a Kraus y a Pavarotti y dije: “Esto es lo que yo deseo”. No es algo que le engancha a todo el mundo. A mí me ocurrió. Si salgo a la Rambla, no me para nadie, más allá de después de dos horas; pero si actúo en cualquier teatro, está lleno. Un estadio no es lo nuestro, los teatros sí. Tengo una posición privilegiada en esto, lo sé, pero es lo mío. Si uno quiere llegar a más gente, debe exponerse más. Lo hicieron Pavarotti y Domingo, pero hay que tener ganas.

¿Y usted no las tiene? No sé, me gusta mi espacio, mi familia y el canto específico al que me dedico. Soy conocido en Latinoamérica, en Perú mucho más; en Europa, menos. Los hay en mi generación que buscan ese foco.

¿Cómo recuerda los barrios humildes donde creció en Lima? Nos mudábamos mucho, pero estuvimos viviendo nueve años en la avenida de Arequipa, y ahí yo fui feliz. Iba a un buen colegio, nos ayudaban económicamente mis tíos porque mi madre, para mantenernos, tenía que hacer tres o cuatro trabajos.

¿Les mantenía ella sola? Sí; bueno, mi padre venía de vez en cuando, pero no aportaba casi nada. Mi madre estaba siempre trabajando, desde conducir un taxi hasta lo que fuera. Yo era muy mataperro, muy inquieto, y me iba. Le decía a mi madre: “Mamá, me voy a buscar amigos”, y me iba por el barrio preguntando a quien me encontraba: “¿Quieres ser mi amigo?”. Algunos decían sí y otros no. Vivíamos en una primera planta de un edificio de 10 alturas. Ahí estaban mis amigos; en el colegio tenía otros, digamos…

Perfil

Flórez (Lima, 1973) es el tenor belcanista más reconocido del mundo en la actualidad. Formado en el conservatorio de su ciudad natal y después en el prestigioso Curtis Institute de Filadelfia, debutó en el festival de Pesaro (Italia) dedicado a Rossini cuando contaba con 23 años de edad en la ópera Matilde di Shabran. A partir de ahí, su carrera despuntó. Se centró en las óperas de Rossini, muchas de ellas recuperadas para él ya que habían sido apartadas por su dificultad. Fichado por la discográfica Decca, su álbum más reciente es L'amour.

¿Más pijos? Sí.

¿Cómo lo decimos en peruano? Pitucos. Yo tenía dos vidas. En el colegio era muy travieso, me quisieron botar varias veces, pero las buenas notas me salvaban. En el barrio era otro chico. Por mi casa había muchas putas y nosotros conversábamos con ellas. Nos veías de pronto hablando con un travesti y sabíamos, con siete, ocho años, qué era eso. Íbamos en bicicleta y encontrábamos una guaca, que es un monumento arqueológico, y hacíamos lo equivalente a una competición de mountain bike, pero con bicis desastrosas, y aquello era un terral con una pequeña guaquita al frente que era un basural, y nosotros ahí, buscando juguetes… un desastre.

Reciclando, como quien dice. Era muy divertido. Nos metíamos a las casas para sacar frutas de los jardines, cazábamos… de eso ahora me arrepiento porque estoy en contra…, pero llevábamos las piezas a casa de un amigo y la mamá las cocinaba con tallarines, rompíamos ventanas, jugábamos al fútbol por todos lados. Lo pasé muy bien.

¿Cuándo va a llevar allí a sus hijos? Los llevaré. Quiero que crezcan en un barrio mejor, pero que lo hagan de manera normal. Quiero que tengan una buena educación, no tan académica, con más juego.

De ese Perú que recuerda al de ahora, ¿qué diferencias ve? Lo veo bien, pero desde hace años. Macroeconómicamente, digo. El Gobierno se preocupa de seguir por esa ruta, pero, claro, la riqueza no está bien distribuida. Lo vemos con nuestro proyecto, que es ante todo social. Para mí, ayudar a transformar esa situación con la música es importante. Muchos de los niños que acuden a nuestras escuelas viven en casas donde no tienen electricidad, ni agua. La música les devuelve alegría…

Y la identidad, el orgullo, tal como demuestra y predica José Antonio Abreu en Venezuela. Exactamente. Va a mejor el país, pero, claro, si uno viaja a Lima y sube a los cerros, se da cuenta de qué cosa es. A media hora incluso de donde viven los ricos o están los bancos, la gente habita terrales donde no hay nada, con casas que siguen invadiendo espacio. Yo me acuerdo de mis tíos, que tenían dinero, no nosotros; nos llevaban carne a casa.

Hacemos cosas sin darnos cuenta por las que al día siguiente te ves en las páginas de todos los periódicos"

¿No tenían ustedes ni para comprar eso? No podemos decir que fuéramos pobres de solemnidad, eso es otra cosa. Comíamos carne molida, vivíamos todos en un cuarto, mis tres hermanos y yo, íbamos al colegio, éramos clase media muy baja, pero a veces no teníamos para pan, recuerdo en la época de la inflación, con Alan García en el Gobierno, todo aquello. Entonces mis tíos nos traían carne, otra carne, de pollo, de res, y nosotros tan contentos, imagínate. Y ahora yo no como carne…

¿Vegetariano? Como pescado. Pero nos alimentábamos bien. Comíamos lentejas, quinua.

Fíjese, y ahora está bien de moda entre lo más ‘in’. Claro, antes era el alimento de los pobres. Ahora, si lo comes, puedes presumir, pero antes… te decían: “¡No, hombre! ¡Come pollo!”. ¡Y toma pollo!

Cómo es la vida, ¿no? Así va cambiando…

En la sociedad de Lima tienes que quedar bien. Si un rico te pide algo y le gusta la ópera, ayuda. Si no, quedan como hipócritas

¿De qué estábamos hablando? Ni me acuerdo… Bueno, en fin, que yo tuve suerte de vivir como viví, conocí lo que era luchar. Mi madre ha sido un ejemplo muy fuerte; aún vive. Me enseñó a luchar y luchar hasta conseguir. “Tienes que ser dedo”, me decía.

¿Dedo? Sí, un dedo en el culo.

Ya. Y con su padre, ¿cómo se lleva? Bueno, tenemos una relación cordial. Él dice que a mí me enseñó a cantar, pero…

Pero no. Aprendí mucho viéndolo en esos espectáculos a los que me llevaba. A pocos, porque, por ejemplo, me hubiese encantado conocer a Chabuca Granda, con quien él cantó, pero nunca coincidí con eso, aunque, bueno, me enriqueció mucho, esa música andina, la de los ambientes más humildes… Ese entorno me ha ayudado más que otros entornos que vivieron mis primos, por ejemplo, en la calle, jugando al fútbol con piedras.

Luego está ese muchacho a quien empezó a ayudar gente pudiente para que saliera adelante con sus estudios de canto. ¿Cree que la calle le ayudó prosperar en ese sentido? Bueno, yo salí a tocar puertas y un hombre de negocios, Aurelio Loré de Mora, me ayudó, por ejemplo, cuando me comunicaron que había entrado en la escuela de Filadelfia. Él llamó a sus amigos ricos y los enganchó. En la sociedad de Lima tienes que quedar bien. Si un rico te pide algo y le gusta la ópera, ayuda. Si no aportan, quedan como unos hipócritas. Comenzaron a mandar cheques a su oficina y me fui con un buen dinero a estudiar. Incluso le di a mi madre algo. Eran 15.000 dólares de la época, hablamos del año 1990. Después me ayudó más gente, tuve suerte en todo.

Hasta que un día le escucha también Pavarotti y su vida cambia. Eso…

Bueno, él dijo que usted acabaría cantando de todo. Pero se equivocó. Ya ve cómo estoy entrando en cosas que antes no hacía.

Sí, pero él se refería a Verdi, a Puccini… No, no, eso no. Pero las cosas cambian. Siempre pienso en él, comí con él, que eso era una experiencia. De todo… Una persona fantástica. Sé mucho de él, su asistente personal era un peruano con quien ahora juego al fútbol en Pesaro. Me cuenta, por ejemplo, que era una persona muy amiga de sus amigos, desde la infancia. Le gustaba jugar a las cartas, comer con ellos.

Bueno, él organizaba timbas en los descansos. Eso, usted ¿no lo hace? Es verdad, lo hacía, pero yo no. En fin, bueno, él me escuchó, yo iba tímido y Ernesto Palacio me daba patadas por debajo de la mesa: cántale, cántale. Y yo me lancé. No es que él fuera de los que se dejan impresionar. Pero cuentan que su hija, desde otro lado de la casa, creyó que habían puesto un disco de su padre, y eso le hizo mucha gracia, claro. Luego comenzó a decirlo en entrevistas, en la televisión: “Hay un joven peruano…”. Me llamó después para invitarme a su boda, para que cantara algunas de sus funciones…

Todo un padrino. ¡Claro! Quería que sólo cantase yo, que no hubiera ningún otro; hablábamos por teléfono. Fue muy generoso.

¿Cree que en la consolidación de esta generación pujante de músicos latinoamericanos en el mundo clásico influye mucho el compromiso social y la solidaridad que se prodiga entre ustedes? Si llegan a triunfar, desde luego. Nos ayudamos mucho entre nosotros porque provenimos de ambientes con escasos recursos, pero además nuestra condición de inmigrantes en esos círculos nos hace luchar más, salir de una extracción social y una situación de ayuda constante nos motiva más, creo yo. El caso de los venezolanos es impresionante. Son lo que son por un programa de acción social. Realmente increíble.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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