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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Entre el ridículo y la mansedumbre

¿Servimos de algo o somos efectivamente ridículos? ¿Deberíamos continuar o guardar silencio? Esos políticos, que desde luego no nos hacen caso, preferirían que desapareciésemos

Javier Marías

Algunos lectores saben que cada dos por tres me pregunto qué diablos llevo haciendo tanto tiempo en esta última página de El País Semanal. Pero hay dos fechas al año en que de veras me planteo dejarla: una es cuando acaba el “curso” en julio y me tomo mi asueto de agosto; la otra es enero, por aquello de los buenos propósitos. Entre los míos siempre se cuenta, durante unos días y en forma de duda, el de callarme de una vez. Y a cada enero la tentación es más fuerte, aunque sólo sea por la acumulación del cansancio (a los once años aquí hay que sumar los ocho anteriores en que también escribí cada domingo en otro lugar; luego diecinueve en total). Además, ya lo decía hace poco la carta publicada de un lector tan amable que incluso me llamaba “Don Javier”: “… es como si predicase en el desierto; parece que nadie le hace el menor caso …” Bueno, sería pretencioso aspirar a lo contrario, supongo, pero la constatación lo lleva a uno a preguntarse –y a extender la pregunta a todos los demás escritores y columnistas–: “¿Qué pretendemos, entonces? ¿Distraer, acompañar en la indignación, consolar, halagar, desahogarnos, amargar el desayuno a algunos políticos, financieros, empresarios, jueces?”

Tampoco ayudan a proseguir las declaraciones que leo de un novelista que aprecio, el cual, interrogado por el papel de los intelectuales ante las actuales crisis, responde: “No tienen ningún papel. Es ridículo pensar que sí, que pueden influir en nada. Seamos sinceros: el poder es poder porque no cuenta con nadie. Por tanto, todo el que desde un lateral intente influir es ridículo. El escritor libre, el que no está relacionado con una opción política, no influye”. Y remata así: “Lo que digo es que, si el alcalde dice que hay que hacer el puente, el puente se hace. Digan lo que digan los intelectuales”. En esto último no me cabe duda de que lo asiste la razón, y aún habría que añadir: “Digan lo que digan los ciudadanos”. Esa es la manera en que se ejerce normalmente el poder en España en la actualidad –puro caciquismo–, y más si se posee mayoría absoluta. ¿O no salta a la vista que es la forma de gobernar del PP, de CiU, del PNV, del PSOE, con distintos grados? ¿No es evidente que Rajoy se dijo, al ganar las elecciones: “Dispongo de cuatro años para hacer lo que me dé la gana. No me importa incumplir mis promesas y engañar, me trae sin cuidado a quién dañe y a cuántos, el perjuicio irreversible que cause a mi país. Voy a poner España a mi gusto y al de los míos, en contra de la opinión de los médicos, los profesores, estudiantes y rectores, los jueces y fiscales, los pensionistas, los trabajadores, las clases medias, los pequeños empresarios, los artistas, los científicos, los investigadores, los parados, los dependientes, las mujeres y no digamos los intelectuales. Ya se me ocurrirá un nuevo fraude, cuando toque volver a votar”?

Respecto a las otras afirmaciones de ese novelista, uno no quiere pensarlo, pero no puede evitar pensarlo un poco, de refilón: ¿acaso no suenan a autojustificación? Puesto que es ridículo creer que desempeñamos algún papel, lo es también pronunciarse, acusar a los corruptos y a los sin escrúpulos y a los dañinos, denunciar los abusos y las injusticias y las canalladas, tratar de abrir los ojos a quienes los tienen cerrados, procurar que la gente repare en lo que se le ha pasado por alto, argumentar contra las arbitrariedades, señalar las prácticas dictatoriales ejercidas en democracia (las hay, y de ellas vengo hablando hace meses), protestar contra las nuevas leyes que privan de derechos y libertades, advertir del deslizamiento hacia formas despóticas de gobernar. Lo aconsejable –y también lo más cómodo– es no caer en ese ridículo, o bien dejar de ser “escritor libre” y ponerse al servicio de “una opción política” determinada. Es decir, convertirse en peón, alfil o torre de un partido, única vía para “influir”. No por intelectual, se entiende, sino por infiltrado: por formar parte del aparato y del engranaje.

¿Servimos de algo o somos efectivamente ridículos? ¿Deberíamos continuar o guardar silencio? Son dudas reales, no retóricas, ojo: no descarto que ese reputado novelista esté en lo cierto. Claro que luego hay otros a los que, para realzarse, les conviene faltar a la verdad y asegurar que ninguno de sus colegas ha estado a la altura. Si hablamos caemos en el ridículo, y si no, nos portamos como cobardes e incurrimos en mansedumbre. Yo carezco de respuesta a este dilema, y además sería parte interesada. Admito que tal vez no influimos y que nuestros pataleos son estériles. Pero de una cosa estoy seguro: ay si ni siquiera existiésemos, si nadie dijera nunca nada, si no incomodáramos e hiciéramos rabiar un poco a los políticos que nos acogotan y que además quieren aplausos. La única prueba que veo de nuestra no absoluta inutilidad es que esos políticos, que desde luego no nos hacen caso y se encogen de hombros ante nuestros griteríos, preferirían a buen seguro que desapareciésemos. Que no llamáramos la atención de quienes se molestan en leernos, ni los hiciéramos pensar, o mirar lo que pasa desde otro punto de vista del impuesto por los gobernantes, todos los días, con las televisiones a sus pies. Que no señaláramos sus abusos y sus imbecilidades, su cinismo y su desfachatez, sus razonamientos grotescos que ya no tratan ni de adecentar. Ay si además de ocurrir cuanto ocurre, uno abriera los periódicos y no se encontrara en ellos más que asentimiento e indiferencia y silencio, solamente por temor al ridículo.

elpaissemanal@elpais.es

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