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Columna
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Caperucita roja o la inocencia tentadora

Hay personajes cuyo nombre revela su color (Blancanieves), su habilidad (el Zorro), su tamaño (Pulgarcito). Otros, su vestimenta. Una suerte de capote color sangre define a la arriesgada niña que soñó Charles Perrault en 1695. Algo de inocente tentadora tiene esta criatura a la vez respetuosa y aventurera, algo sutilmente atractivo que hizo que Charles Dickens, ya adulto, confesara que Caperucita Roja había sido su primer amor. "Si sólo hubiese podido casarme con ella", escribió, "habría conocido la dicha perfecta".

Harto conocida es su historia: el encargo que le hace su madre de llevarle una tarta y un pote de mantequilla a la abuela enferma, el encuentro con el lobo traicionero, las distracciones con las que la niña se demora en el camino cogiendo nueces o persiguiendo mariposas, la trágica suerte de la abuela devorada, el travestimiento del lobo en señora mayor, las observaciones de la niña y las explicaciones del lobo que acaban por revelar la identidad de la malvada fiera. Este catequismo, dicho sea de paso, es un lugar común de la literatura popular. En Islandia, en el siglo XIII, por ejemplo, en la Edda Mayor, se cuenta que el dios de la discordia, Loki, debe explicarle al gigante Thrym por qué su prometida (quien no es otro que el dios del trueno, Thor, disfrazado) tiene un aspecto tan poco femenino.

Perrault pudorosamente no describe el momento en que Caperucita se acuesta con la falsa abuela
El Marqués de Sade entendió que la historia de Caperucita permitía otra interpretación

"Nunca he visto a una novia que coma y beba tal cantidad", dice el azorado Thrym, al ver que la "bella" acaba de devorar un buey entero y ocho salmones.

"Es que deseaba tanto verte", le contesta Loki, "que no ha comido nada en estos últimos ocho días".

"¿Por qué tiene una mirada tan atroz?", pregunta Thrym al percibir los terribles ojos trasnochados a través del velo nupcial.

"Es que deseaba tanto verte", vuelve a contestar Loki, "que no ha dormido en estas últimas ocho noches".

El final de Caperucita cambia según quien narra la historia. En la versión de Perrault, Caperucita es devorada sin que nadie la salve. Versiones posteriores, más piadosas, hacen aparecer a último momento a un heroico leñador que salva a la niña de las fauces de la bestia y, por medio de una suerte de operación cesárea, rescata a la abuela antes de ser digerida. Perrault pudorosamente no describe el momento en que Caperucita se acuesta con la falsa abuela, pero gracias a la moraleja con la que concluye el cuento, resulta claro qué tipo de lobo el poeta francés tenía en mente: "No todos los lobos son iguales", escribe. "Hay quienes con habilidad, sin tambores, sin rencor y sin enojos, muy reservados, complacientes y gentiles, persiguen a las señoritas hasta sus casas y también hasta sus propias camas. Pero ¡ay! ¡Quién ignora que estos lobos dulzarrones son, de todos los lobos, los más peligrosos!".

La estrategia del lobo es de empleo frecuente. No de otra manera procedió el notorio abate de Choisy, contemporáneo de Perrault, quien ya desde niño (según nos cuenta en sus memorias) gustaba vestirse de mujer. En Bourges, a donde había ido a pasar unos días, conoció a una cierta Madame Gaillot cuya hija menor era muy joven y muy bella. Una noche, Madame Gaillot sugirió a su hija que durmiese en la misma cama que su "invitada". Siempre vestido de mujer, el abate no tardó en acoger a la niña entre sus brazos. Al cabo de un rato, la joven suspiró: "¡Ay, qué placer tengo!". "¿No duermes, hija mía?", preguntó la madre al oírla. "Es que tenía frío al meterme en la cama", respondió la niña hábilmente, "y ahora que estoy calentita me siento muy a gusto".

Casi un siglo después de las aventuras del abate, el Marqués de Sade entendió que la historia de Caperucita permitía otra interpretación. "No hay infamia que el lobo no invente para atrapar a su presa", advirtió desde su celda en el Asilo de Charenton. Si esto es cierto, si haga lo que haga Caperucita acabará en la cama del lobo, la niña tiene dos posibilidades: resignarse a su condición de víctima (tema que De Sade desarrolló en Justine o los infortunios de la virtud) o convertirse en dueña de su propio destino (en Julieta o la prosperidad del vicio).

Ambas versiones tienen su progenitura. Hijas de la primera son la Dama de las Camelias, de Dumas; la Marianela, de Galdós y la Pequeña Dorritt, de Dickens; de la segunda, la Nora, de Ibsen; la Lolita, de Nabokov y la reciente Niña Mala, de Mario Vargas Llosa. Caperucita es ambas cosas. Seductora seducida, inocente perspicaz, continúa a recorrer los bosques en los que lobos ingenuos creen todavía en la tan mentada ingenuidad de las niñas.

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