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El centauro metafísico

El autor, crítico de arte y presidente de la Fundación-Museo Jorge Oteiza, pone en valor la dimensión intelectual y artística del gran escultor nacido en Orio (Gipuzkoa) en 1908 y de cuya muerte se cumplirán mañana 10 años

El escultor Jorge Oteiza fumando un puro, en una imagen de 1996.
El escultor Jorge Oteiza fumando un puro, en una imagen de 1996.Ricardo Martín

A diez años de su muerte, el 9 de abril de 2003, a los 94 de edad, pues nació el 21 de octubre de 1908, y justo a medio siglo de haberse publicado Quosque tándem…! Ensayo de interpretación estética del alma vasca, que vio la luz en 1963, la figura del escultor vasco Jorge Oteiza nos sigue interpelando como si su capacidad de invocar y provocar no tuviera límite. Antes, cuando vivía, él mismo se encargaba de sacudir nuestra modorra con sus virulentas y geniales intervenciones públicas, pero, tras su muerte, es su obra la que nos sigue sobresaltando y haciéndonos pensar. Afirmar que Oteiza es uno de los mejores escultores del siglo XX de nuestro país es algo consabido, aunque no banal, porque en este rasero se confronta con formidables figuras, como Picasso, Gargallo, Julio González, Alberto Sánchez, Ángel Ferrant y, por supuesto, Eduardo Chillida, por solo citar algunos nombres capitales de referencia.

De todas formas, la importancia de Oteiza como escultor no se puede ceñir a los lares patrios, porque, entre 1955 y 1959, su obra alcanzó una intensidad que le permitió sobrevolar toda la vanguardia internacional. Así le fue reconocido en su momento con el correspondiente triunfo de la Bienal de São Paulo, pero también así lo ha seguido siendo, tras su muerte, por algunos de los mejores escultores actuales, como, en primerísimo lugar, el estadounidense Richard Serra, pero también el británico Richard Deacon o el brasileño Waltercio Caldas, por citar solo quienes en fechas recientes y por escrito han dejado un testimonio palmario de su admiración por la obra del gran artista vasco.

Apóstoles esculpidos por Jorge Oteiza para el santuario Arantzazu, en Oñate.
Apóstoles esculpidos por Jorge Oteiza para el santuario Arantzazu, en Oñate.

Jorge Oteiza fue, sin duda, un gran escultor, entre el constructivismo y el minimalismo, pero su capacidad creadora trascendía cualquier lenguaje específico. Como es sabido, a finales de la década de los cincuenta, abandonó la escultura, entrando en este sentido en un silencio creador muy característico del arte de nuestra época, pero ello no significó, ni mucho menos, un desaparecer, porque justo en ese momento Oteiza entró en un trance frenético de actividad y activismo; esto es, entregándose a la creación de una obra literaria y ensayística, cuya edición crítica, emprendida por la Fundación-Museo Jorge Oteiza de Alzuza (Navarra), suma hasta el momento presente casi una decena de volúmenes. Además, junto a ella, también hay que reseñar una militancia constante, básicamente dedicada a lograr no solo la reanimación espiritual y estética del pueblo vasco, sino también beligerante en cualquier otro frente.

El contenido de esta ingente producción escrita es de una variedad asombrosa, que demuestra la inquietud y erudición formidables de su autor. Porque Oteiza fue docto en casi todo: arte, arquitectura, estética, filosofía, teología, antropología, filología, música, historia, pedagogía, etcétera. Estaba al tanto de casi todo y basta con echar un vistazo a su notable biblioteca —hoy conservada, ordenada y estudiada en su maravilloso museo, diseñado por su íntimo amigo Sáenz de Oiza— para comprobar que Oteiza leía de primera mano y con prontitud todo lo que se publicaba de interesante en España y en el extranjero.

Hay, pues, muchos oteizas, no solo por la diversidad de asuntos abordados sino por la riquísima experiencia vital acumulada en su dilatada existencia. No hay que olvidar que Oteiza formó parte muy relevante de la interesante vanguardia artística donostiarra de antes de la Guerra Civil y que vivió casi tres lustros en América, donde no solo recorrió de arriba abajo casi todo el continente latinoamericano, sino que fue muy permeable a sus apasionantes caladeros artísticos entre 1930 y 1950.

Esa extraordinaria personalidad abierta a tan diferentes inquietudes le hace merecedor del calificativo de centauro metafísico, que él aplicó al pueblo vasco, “para mostrar la doble naturaleza, estética y religiosa, de nuestra alma tradicional, tomada así en nuestra prehistoria”, porque, en definitiva, como los antiguos grandes maestros de la vanguardia, él hizo suya la idea de la auténtica innovación, que es la de avanzar retrocediendo.

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