La risa loca de ‘The Good Fight’ nos representa
No se trata de que la realidad supere a la ficción, sino de que algunas ficciones han perdido la capacidad de interpelar al mundo


Leo que el loco del pelo rojo que vive en la Casa Blanca se ha puesto a amenazar a bufetes de abogados. Leo la noticia y releo también la obra maestra del periodismo y la literatura, la crónica de Jeffrey Goldberg, editor jefe de The Atlantic, sobre cómo le metieron en un chat de Signal donde se discutían planes de guerra (no hay mejor novela: un cruce entre Le Carré y Chesterton), y pienso de inmediato en los King y The Good Fight y en la risa de Diane Lockhart. Esa risa enloquecida y drogada que representó la incredulidad del mundo mucho antes de que el mundo se volviera del todo increíble. Qué bien se anticiparon los King. Entre tantos profetas de baratillo, se han erigido en los mejores herederos de Casandra, los únicos que de verdad entendieron la amenaza totalitaria que ennegrecía Estados Unidos y el mundo alrededor.
El adjetivo totalitario ha perdido su carga tenebrosa. Las palabras no son chicles, su elasticidad es mínima y aguantan mal el abuso retórico. Cuando cualquier pequeña cosa es totalitaria (y en la riña desquiciada y polarizante de los últimos diez años, casi todo era totalitario), nada lo es. O peor: la palabra se nos queda corta ante la tentación totalitaria, lo cual se convierte en un problema político. No sabemos nombrar lo que no supimos imaginar.
Acabo de recibir los capítulos —en edición provisional— de la última temporada de El cuento de la criada, que se estrena el 8 de abril. No los he visto porque vienen con un encriptado antipiratería mucho más complejo que el grupo de Signal donde se discuten los secretos de Estado de la CIA, y temo que no sabré poner todas las contraseñas y acertijos que me piden. Pero no importa, porque me basta la sorpresa: hace tres años de la última temporada. El cuento de la criada parece que habla de otro siglo y otros miedos. El valor de una distopía no es su capacidad de acierto profético, sino lo bien que refleja los terrores del presente. Cuando esos terrores empiezan a manifestarse en la realidad, la ficción deja de tener efecto y se convierte en una pieza de museo en el peor de los sentidos, el de arte muerto.
¿Llega tarde este final? ¿No sonará ingenuo y redundante, incluso ensordecido por la escandalosa carcajada de Diane Lockhart? No se trata de que la realidad supere a la ficción, sino de que algunas ficciones han perdido la capacidad de interpelar al mundo. Necesitamos otras.
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