‘El cuento de la criada’, cuarta temporada: La huida hacia delante está quedándose atrás
Al intensificar tanto el sufrimiento de sus protagonistas, se está construyendo un mito que debería destruirse
Quién iba a decirle a Margaret Atwood en 1984, cuando en un cuarto de una pensión de Berlín Este empezó a escribir El cuento de la criada, que la novela –considerada en un primer momento una distopía solo apta para fans del género– se convertiría en un revulsivo del feminismo mundial a finales de la primera década del siglo XXI. Lo hizo, claro, con una serie de televisión a su altura. El muy adecuado enfoque de la primera temporada de la serie amplió y, sobre todo, actualizó, con acertadísimas decisiones de guion, el mensaje, más ambiguo y menos explícito, del clásico: si das un paso atrás, estás perdida. El tiempo puede retroceder en un segundo. Y tus derechos también. Así que atenta, no bajes la guardia.
Quién iba a decirle también a Atwood que el éxito de aquel primer disparo la llevaría a escribir una segunda parte —Los testamentos, pese a todo también a la altura de la primera, sobre todo en lo que a apostar por la ambigüedad de aquella se refiere—, obligada por la lógica de un mercado conservador a explotar aquello que funciona mientras funciona. Sin pensar, claro, de qué forma la transformación de una obra de culto en una mina de oro puede acabar, literalmente, con esa obra de culto. Lo que está ocurriendo con El cuento de la criada, la serie de HBO cuya cuarta temporada se estrena este jueves, es algo así. Temerosos de alejarse del mensaje original, éste empieza a dar vueltas sobre sí mismo. Cuando eso ocurre, el terror inicial —la alerta que pretendía transmitirse— se transforma en costumbre, aceptación, ficción con direcciones, a veces, contrapuestas.
Lo que ocurre en esta última temporada de El cuento de la criada es que la República de Gilead (los Estados Unidos de la serie) está desmoronándose. Hay una guerra en marcha. Ocurre aquello que el personaje de Elisabeth Moss, June Osborne —también conocida como Defred, luego Dejoseph—, anticipaba en uno de los primeros capítulos de la tercera temporada: “Mamá, tú querías una cultura de mujeres. Pues ya la tenemos. No es la que tú decías pero existe. Y esto es lo que hacemos. Vigilamos a los hombres. Les estudiamos. Sabemos cuáles son sus peores pesadillas y, con un poco de práctica, en eso nos convertiremos: en pesadillas”. June —sin quien nada tendría sentido; podría decirse que la serie es ella, un deus ex machina infinito— amenazaba con “ir a por ellos” cuando estuvieran “listas”. Bien, pues ya lo están.
La batalla, y la huida constante, convierten esta nueva entrega en una especie de survival horror, es decir, una historia de supervivencia en un lugar devastado que tiene más que ver con The Walking Dead que con el terrorífico fundamentalismo doméstico. El canibalismo psíquico de la impecable primera temporada es aquí sobre todo fuerza bruta y explícito cliché vengativo, por completo alejado de la vanguardia que proponía Atwood, ese misterioso futuro de aspecto medieval que funcionaba a la perfección como alegoría de un presente en el que nada debía darse por supuesto. El último tirabuzón respecto al —ya de tan manido por completo neutralizado— asunto de la maternidad (y su, aquí, martirizante sacrificio), lo protagonizará Serena, y es, teniendo en cuenta la evolución, de traca.
El guionista de todo esto, Bruce Miller, no ha perdido el norte. Solo está tratando de encontrar una salida. Y es una que horada, una y otra vez, la misma herida, ampliando accesoriamente el foco a, por ejemplo, todos esos niños rescatados que querrían crecer en Gilead porque no han conocido nada más y no entienden el mundo que cree haberlos salvado —incidiendo en lo pernicioso del adoctrinamiento, pero haciéndolo de puntillas—. Y se diría que, aunque por fuera lo parece, porque la estética es tan potente que, ante el vislumbre de cada cofia, reaparece el terror inicial, por dentro, El cuento de la criada hace tiempo que dejó de ser lo que era. Está instalada, en tanto que éxito imprevisto, en una huida hacia delante que, curiosamente, está quedándose atrás.
Al intensificar el sufrimiento de June, se está construyendo un mito que debería destruirse, como lo están destruyendo las cineastas de género contemporáneo. Aquí el martirio tiene un viejo fin. La lucha, la liberación, debe pasar por el sacrificio. ¿Y no debería, como hace Rose Glass en la película Saint Maud, acabarse con la idea del propio martirio? En la lucha casi cuerpo a cuerpo —con el enemigo, todos esos hombres pérfidos— en la que se embarcan las criadas esta temporada, puede haber un mensaje —todo lo que nos espera depende de cada una de nosotras—. Pero la destrucción de todo el imaginario pernicioso sobre lo femenino que directoras como Glass están llevando está lejos, lejísimos, y he aquí el fracaso de, se diría, algo que quizá no debería haber pasado de ser una de las mechas que lo encendió todo.
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