Ilustres
No concibo a ningún verdadero artista, aunque sí a multitud de políticos, cuya meta sea lograr ser beatificados por academias e instituciones
Me resulta muy problemático cruzar más de dos educadas palabras con gente que abusa impunemente en su lenguaje del conveniente signo de los tiempos, que repiten hasta la náusea términos farragosos, pero que han sido bendecidos por los nuevos poderes, igual de repelentes que los anteriores. Me provocan una grima similar a la que he sentido desde pequeño hacia los tratamientos que recibían determinadas personas. ¿Qué coño significaban, qué rasgos sobrenaturales encarnaban aquellos seres a los que definían como su ilustrísima, su eminencia, su santidad, su alteza, su excelencia, su majestad y otros títulos tan ostentosos como involuntariamente dadaístas?
No concibo a ningún verdadero artista, aunque sí a multitud de políticos, cuya meta sea recibir ese tipo de reconocimientos, lograr ser beatificados por academias e instituciones. Imagino que su máxima aspiración es que su obra le regale sensaciones maravillosas a su gente, a las personas que aman. Y, cómo no, también al público, tan agradecido en sus gestos con lo que les divierte, emociona, identifica, sana. Es comprensible el gozo y la misión cumplida de músicos, escritores, cineastas y demás artistas al constatar que lo que pretendían expresar le ha tocado el alma a la gente, les ha otorgado placer.
Se me ocurren estas naderías al observar el follón que se ha montado con el título de ilustre que le ha donado su antigua universidad a la presidenta Ayuso; que aceptes el reconocimiento de ilustre, condecoración que resulta tan grandilocuente como vana, es problema suyo. Pero lo más penoso y grotesco ha sido el discurso de la alumna más premiada de esa facultad, señora volcánica y jacobina con patéticas dificultades para expresarse con un mínimo de coherencia, inteligencia o gracia. Y me pregunto, escuchando a la estudiante más ilustre, cómo serán los peores alumnos de esa universidad. Yo me encontraría entre ellos.
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