‘Cuatro horas en el Capitolio’: los insurrectos y los miserables
El documental, en HBO, es un relato minucioso del asalto al templo de la democracia alentado por Donald Trump. Lo mejor de todo fue lo que no pasó aunque pudo pasar
La historia transcurre ahora tan acelerada que casi lo hemos olvidado, pero aún no ha pasado año y medio desde que una turba espoleada por Donald Trump asaltó el templo de la democracia de EE UU, el Capitolio, para impedir uno de sus ritos más sagrados, el traspaso de poder a Joe Biden tras su victoria electoral.
Porque ocurrió anteayer y porque nos parece tan lejano, impacta revivir, desde muy cerca, esa insurrección en el documental Cuatro horas en el Capitolio, de Jamie Roberts, en HBO Max. Es un relato minucioso, con despliegue de imágenes inéditas, de las cuatro horas que pasaron, el 6 de enero de 2021, entre la arenga de Trump a los manifestantes para que marcharan al Capitolio a “luchar” y el escueto mensaje en que el presidente aún en ejercicio, y por tanto comandante en jefe, llamaba a sus acólitos a volver a sus casas tras felicitarles: “Os queremos, sois muy especiales”. ¿Qué tramaba Trump, qué escenarios contemplaba, durante esos 240 minutos? No lo sabemos, pero sí que recibió muchas peticiones de intervenir para evitar un baño de sangre y una crisis constitucional pero las desoyó todo ese tiempo.
Uno de los atractivos de la película es seguir el día para la infamia desde distintos puntos de vista, incluido el de los sediciosos. Por ejemplo, un cabecilla del grupo ultra Proud Boys que va en silla de ruedas filmándolo todo y manifiestamente orgulloso de su proeza. Es instructivo escuchar no sus argumentos (no los hay), sino sus motivaciones. Escuchamos las voces más delirantes: las de gente de QAnon, secta creyente en un complot de pederastas caníbales de bebés y adoradores de Satán (no es broma). Además, testimonios de policías, de parlamentarios, de paramilitares en uniforme de asalto, de granjeros, de periodistas, de empleados. Escenas de extrema tensión, como las batallas campales entre un contingente escaso de policías exhaustos y una masa enfurecida en el túnel que cruzan los presidentes en su investidura y en el pasillo que daba acceso directo a las Cámaras legislativas, junto a extravagancias como el tipo vestido de bisonte sentado en el asiento de la presidencia del Senado, los que se hacen selfis que suben a redes como si fueran turistas (la prueba de su delito) o el reportero-activista que fuma y reparte porros bajo la bóveda del monumental complejo para relajar el ambiente.
Hubo cuatro muertos: una asaltante tiroteada por un policía cuando cruzaba la última línea de defensa de las Cámaras, un agente y tres manifestantes en el tumulto; además, cuatro policías se suicidaron en los días posteriores. Centenares de los facciosos han sido acusados en la justicia y decenas de ellos, sentenciados a prisión. Uno de ellos admite que se sintió traicionado por su líder: “Los que fueron a la cárcel eran los que más lo apoyaban”.
Lo mejor de todo es lo que no pasó: los agentes no dispararon a la multitud; la multitud no cometió linchamientos; no encontraron a Nancy Pelosi ni a Mike Pence, por los que preguntaban a gritos; no secuestraron ni agredieron a los congresistas porque fueron desalojados in extremis por un túnel secreto; no triunfó el golpe de Estado; no estalló una guerra civil. Todo eso pudo ocurrir. Es inimaginable dónde estaríamos ahora ahora en alguno de esos escenarios.
Cuando eran evacuados a toda prisa, los congresistas demócratas señalaban con el dedo a los republicanos: “Esto es por vuestra culpa”. Lo más miserable es que los mismos parlamentarios conservadores que ese día temían por su vida y por un sistema político bicentenario tardaron poco en renovar su fidelidad a Trump, y en salvarle del impeachment, por puro instinto de supervivencia política.
Los enemigos del mundo libre están fuera de él, como en Moscú, sí, pero también dentro. En el mismo Washington. Y esperan su ocasión en 2024.
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