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Para triunfar en Instagram limítate a copiar y... ¡sonríe!

El exhibicionismo y la construcción del usuario han desplazado a la información como principal ideología en Internet

Composición de varios selfies realizados para las redes sociales. 
Composición de varios selfies realizados para las redes sociales. GETTY

Entre los arcos que definen el claustro de la Universidad de Barcelona, la luz asoma indirecta y tiñe el fondo sin contrastes. En las galerías, dos jóvenes atractivos, chica y chico, posan con una amplia sonrisa ante una cámara de gama alta. Son modelos y también fotógrafos, los roles se intercambian después de cada ráfaga. Parecen felices, despreocupados, aunque solo cuando el objetivo apunta. Tras la cámara, actúan como el experto conocedor del tiempo requerido para un buen resultado: discuten planos, estudian gestos, reponen piezas de ropa.

Los retratos, los de ella, los de él, encerrarán una fuerte carga erótica. Y no tanto por una tenue desnudez, un botón desabrochado, casi olvidado, sino por el desafío de los gestos, el dedo entre los labios, levemente mordidos, la sutil caída de ojos. Los jóvenes son amigos. Comparten edad, que roza la veintena, y una convicción profunda de que su cuerpo, convenientemente registrado, retocado y exhibido, puede servirles para alcanzar éxito, quizá fama, y puede que incluso dinero.

Alguien que observara la escena desde fuera podría pensar que, aunque la línea de corte es fina, hay un paso determinante entre subir a Instagram los selfies de uno mismo, en actitud graciosa durante un viaje de placer o tras una cena en pareja, y lo que estos chicos fabrican. Es el paso sutil entre la simple espectacularización del cuerpo y la intuición añadida, como una capa más, de que esta puede generar rendimiento. Pero las redes sociales, en todos sus usos, están basadas en el rendimiento del usuario, un rendimiento que se confecciona a través de un complicado mecanismo que hemos ido construyendo entre el acto de exhibir, y el deseo de contemplar. De alguna forma, cada foto subida a la Red, cada vídeo, cada texto colgado responde a esta misma relación. Como esos dos jóvenes, a pesar de la aparente despreocupación dentro del encuadre, tras la cámara mutamos la expresión y nos comportamos cada vez más como auténticos profesionales: editamos las fotos, las seleccionamos tras un implícito estudio de mercado en el que analizamos meticulosamente lo que está aceptado, y lo que no.

Con la aparición de las redes sociales hemos asistido a un gradual pero firme desplazamiento de las ideologías que subyacen en Internet. La información ha desaparecido como el primordial sustento y en su lugar se ha situado la construcción del usuario, con un nombre, una marca, con un rostro determinado. Este viraje, que ya se dibujó tímidamente en los tiempos de la blogosfera, cuando empezó a reivindicarse la autoría en la Red, plasmando nombres y apellidos debajo de los titulares, está hoy afianzado.

Los propios protocolos de las redes sociales doblegan la creatividad y tornan cualquier movimiento en algo completamente determinado

Los jóvenes modelos y fotógrafos subirán sus fotos a Instagram, sus vídeos a YouTube y sus pequeños aforismos a Twitter y Facebook. Pero antes destinarán horas y competencias a estudiar cada una de las tomas y determinar cuáles cumplen con sus propósitos. Al hacerlo, quizá caerán en la cuenta de que están trabajando, quizá no. Pero en cualquier caso creerán que, en caso de hacerlo, su labor es la del emprendedor, la de esa figura heroica e idealizada de nuestros tiempos, el sujeto autónomo que construye las vías por las que circula, que doblega las normas bajo las voluntades de sus libres procesos creativos. Lo creerán porque esta es hoy la retórica comúnmente aceptada. Y, sin embargo, es conveniente notar que los propios protocolos de las redes sociales, sus estructuras y normas internas que no podemos alterar, sobre las que no estamos autorizados a decidir, doblegan la creatividad y tornan cualquier movimiento en algo completamente determinado: cada gesto —ese labio mordido, esa mano caída—, cada decisión obedecen a las normas implícitas que marca Instagram, entre otros.

Existe hoy un nuevo decálogo pautado, meticulosamente trazado por las redes: llama la atención lo más deprisa que puedas; no inventes; limítate a copiar lo que ya da muestras de aceptación y éxito; utiliza y filtra el mundo; aprópiate de lo que te rodea, como antes te apropiabas clavando una chincheta de los lugares visitados; prioriza las fotografías en los formatos exitosos e impuestos; piensa los vídeos en bucle; no grabes más de un minuto, pues tu público pierde el interés; confía, permite que te guíen los algoritmos que rigen la nueva realidad; sonríe.

Y por encima de todo, una regla adicional: sé público. La interiorización de los principios del giro participativo de la Red, llamado 2.0, ha acabado por darle la razón a Warhol, que a su vez quiso darle la razón a McLuhan priorizando al hablante por encima de lo dicho. El deseo de reconocimiento, ese que Lacan ya definió como el más humano de los deseos, es el motor de este sistema: al fin y al cabo, ante la posibilidad siempre presente de expresarse constantemente, ¿quién y por qué cometerá la imprudencia de callar? Las redes sociales afianzaron definitivamente la caída de la edad erótica, construida por el deseo de ver el espacio privado a través del ojo de la cerradura, y la emergencia subsiguiente de la edad pornográfica, basada en el deseo de mostrar.

La última vuelta ideológica de la Red ha llevado a toda una generación a una sofisticación del régimen pornográfico, de esta necesidad de expresarse continuamente: un ejército creciente de trabajadores mal pagados —pero deseosos de éxito— se ha lanzado acríticamente a la Red con la esperanza de que ésta le ofrezca lo que el viejo mundo ya no parece ser capaz de ofrecerle. Los adeptos dedican cada vez más tiempo, más capacidades, más recursos a elaborar una y otra vez los mismos gestos de una manera más cuidada, más consumible, más atractiva. Las formas se sofistican, pero no los contenidos, determinados, anclados bajo unas coordenadas insalvables y totalitarias que agotan la creatividad.

La retórica de la marca personal esconde la voracidad de unas plataformas oligopólicas, deseosas de contenido gratuito de más calidad

En todo este entramado, el fin último de cada usuario no es un producto, ni una competencia, sino la sofisticación de la imagen de uno mismo: sé público, y cada vez de una forma más elaborada. Bajo la retórica omnipresente de la creación de la marca personal se esconde el deseo ingente de unas plataformas oligopólicas y devoradoras, deseosas de que los contenidos que se les ofrecen gratuitamente tengan cada vez más calidad mercantil: que sean capaces de atraer audiencia y tenerla en línea cada vez más tiempo y con menos dudas.

Enric Puig Punyet es autor de ‘El Dorado. Una historia crítica de Internet’ (Clave Intelectual).

 

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