Así se consigue la ‘magia Netflix’
Entramos en la sede en Silicon Valley de la productora y distribuidora de contenidos que ha cambiado el consumo de vídeo en todo el mundo
Netflix compite contra todos y contra nadie a la vez. El gran almacén de vídeo digital es una novedad en sí mismo. Suple a la televisión pero no tiene anuncios y no emite una programación única, sino que cada cual la adapta a su gusto. Sin embargo, sí lanza series en un momento concreto en todo el planeta, pero rompe de nuevo el molde al no soltar capítulos semana a semana. Todo se puede consumir de una vez.
Netflix se puede ver en casi cualquier pantalla y, cada vez más, crea sus propias series y películas, pero tampoco es una productora al uso. Existen otras aplicaciones de vídeo, aunque ninguna cuenta con una tecnología tan afinada. Netflix se ha convertido en la plataforma de consumo de vídeo preferida en Internet.
Comenzaron distribuyendo DVDs a domicilio, a través del correo. Una forma de consumo de vídeo que todavía conservan en algunas zonas de Estados Unidos aunque no lo promocionan. Demasiado farragoso, demasiado lento y, finalmente, poco rentable para sus planes. Esta primera fórmula les sirvió para conocer mejor que nadie los hábitos de consumo de sus clientes, para después hacer recomendaciones con más acierto. Esa es una de las claves de su salsa secreta, como les gusta decir, para que sus fieles sean orgullosos adictos. Netflix se adelanta a los deseos con una sugerencia correcta.
“Hace 10 años la televisión dejó de ser lineal”, palabra de Reed Hastings. El consejero delegado de Netflix asegura que no compiten con otras aplicaciones de vídeo, sino contra cualquier servicio contenido o plataforma que quiera tu atención. Esa es su obsesión, conseguir cada vez más tiempo, el bien más valioso en la economía de la atención, de sus usuarios. La premisa es clara. El modelo de negocio, también. Netflix cobra al mes entre ocho y 12 euros o dólares, según el tipo de suscripción y localización del cliente. Esos son todos sus ingresos. No hay publicidad, no hay contenido patrocinado, no hay interrupciones… Todo el riesgo está en el contenido. Solo en 2017 cuentan con un presupuesto de 6.000 millones de dólares para hacer sus propias series.
Durante dos días, EL PAÍS ha entrado en el corazón de su sede principal en Los Gatos, una tranquila localidad en la frontera sur de Silicon Valley, para conocer cómo es la empresa, su funcionamiento y las claves para cambiar los hábitos de consumo de vídeo de varias generaciones.
El gran videoclub del siglo XXI es diferente. No es una empresa puramente de tecnología. Tampoco de contenidos. Hastings lo ve así: “Somos una empresa distinta. Las grandes lo son. No somos una empresa de contenido y no somos una tecnológica, pero somos las dos cosas. Apple, por ejemplo, te vende teléfonos como si fueran joyas, pero también tiene aplicaciones. Nosotros ofrecemos el mejor entorno para series, películas, documentales”...
No entrar en el terreno publicitario les ofrece una serie de ventajas, pero también les pone algunas trabas. “Somos libres en muchos sentidos. No tenemos que preocuparnos de molestar a la audiencia con anuncios, con interrupciones o recolectando datos demasiado personales, pero sí tenemos la exigencia de complacerlos, de darles lo que quieren antes de saber que lo quieren. Cada mes, cuando se acerca el momento de renovar la suscripción, nos arrodillamos -virtualmente- ante ellos y les pedimos que no nos dejen. Es nuestro único sustento”. Según los datos del último informe financiero, están a punto de superar los 100 millones de suscriptores.
Esa es precisamente la magia de Netflix, saber qué quiere cada perfil basándose en sus patrones de consumo, descubriendo su afinidad con otros perfiles similares, para gestionar micronichos sin que el consumidor perciba esta segmentación.
La calidad visual es otro de sus ingredientes. En 2017 han emprendido una cruzada para que el color negro se vea realmente negro. Una cuestión que puede sonar absurda hasta que se comprueba el avance en los laboratorios de Dolby, su compañero en esta aventura que pretende dar una profundidad superior a las escenas. Lo hacen usando el HDR, siglas que en inglés hacen referencia al alto rango dinámico, una fórmula que superpone varias imágenes para obtener mejor contraste. No está al alcance de todos los aparatos, pero cada vez más, móviles, tabletas y, sobre todo, televisores de alta gama. En el catálogo de Netflix ya hay 80 películas creadas con este sistema activado.
Saber lo que le gusta al usuario, lo que le hace temblar, estremecerse o sonreír… De nuevo en colaboración con Dolby, usan un casco especial, con 60 sensores de actividad cerebral y sensores en los brazos para medir la conductividad de la piel o los cambios en el pulso. “Si un capítulo es de miedo no esperamos que te vayas a tomar una piña colada”, argumenta el responsable del laboratorio biofísico.
Todo esto debe llegar a todos los usuarios del mundo a la vez, sin demoras. Algo que puede sonar sencillo pero atesora la mayor parte de los recursos técnicos de Netflix. Les obsesiona y reta al mismo tiempo. Bill Holmes llegó en 2007 con el cometido de llevar Netflix a todas las pantallas. “Estábamos en Xbox, pero nos decían que estar en la Wii sería imposible. Lo conseguimos”, presume. El caso de Wii sorteó grandes dificultades. La consola apenas contaba con una rudimentaria conexión a la red y escasa memoria interna. Con un DVD físico permitieron actualizar la consola más vendida en la década pasada para que fuese una de sus puertas de acceso. Tras llegar a tabletas y móviles con la aplicación, se han lanzado a dos soportes más: hoteles y aviones. “Si lo consumes en casa, ¿por qué dejar de hacerlo cuando viajas?”, dice antes de explicar el plan. Los hoteles Marriott de Estado Unidos ya ofrecen el acceso con un botón en el mando a distancia. Se puede navegar de manera anónima o con la cuenta personal en caso de ser suscriptor. “Cuando el huésped deja la habitación se borran los datos para que comience una nueva sesión con el nuevo visitante”, matizan. En el caso de los aviones son los las aerolíneas que tienen convenio, Virgin y Aeroméxico. Los clientes no pagan en ninguno de los casos, pero sí consideran que sirve para que hablen bien de esas marcas y del contenido. Al que ya está le refuerza el valor y el que no, habla de ello a los contactos.
Cindy Holland, vicepresidenta de contenido, rompe uno de los clichés de la industria. Netflix crea más allá de Los Ángeles. “No hace falta ir a Hollywood para hacerlo bien. Hacemos series nuevas en Alemania, México o Corea del Sur. El toque local nos da una posición de privilegio”, defiende. A Holland le obsesiona dar con narrativas que generen interés: “Por ahora solo lo hemos probado con los niños, pero contemplamos probar qué sucede con distintos finales”.
Las oficinas, por fuera, parecen un complejo de apartamentos de la Costa del Sol. Por dentro tienen similitudes con lo habitual en Silicon Valley, pero también algunas diferencias. Llevan el perro a la oficina y tienen un patio, un césped que casi parece un campo de golf entre los diferentes edificios, y cocinas llenas de aperitivos, dulces y salados. Incluso cafeteras de cápsulas y de las de café recién molido con todo el encanto clásico. El ramen (los fideos instantáneos de sobre) están en primera fila, es la moda en el mundo techie. Las paredes hacen referencias a series propias. Los espacios de trabajo son bastante flexibles. Unos trabajan en salas abiertas, otros se aíslan, hay quien va a ver una película en el comedor o el que prefiere salir al patio. La jerarquía es también bastante laxa, fruto de la especialización de los perfiles. Cada cual conoce su labor y su rendimiento se ve dentro del propio sistema.
En general, a pesar de no haber restricciones notables, impera el silencio. Hay muchos espacio vacíos, esperando a nuevos fichajes. En Netflix están contratando. A Hastings no le obsesiona consentir demasiado a los empleados: “Lo importante es el resultado final y el ambiente. Si les parece brillante el conjunto y están a gusto, el talento se queda”.
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