Un año después de que su expareja asesinara a sus dos hijas, Alina espera una llamada
La madre de las niñas envenenadas con pesticida por su padre en Almería no ha recibido ayuda ni apoyo de las instituciones


El 17 de marzo de 2024, hace ahora un año, un padre que nunca debió serlo asesinó a sus dos hijas, Larisa y Elissa. Con cuatro y dos años, ambas murieron envenenadas con pesticida por aquel hombre violento y borracho que las mató porque sabía que era lo que más iba a doler a Alina, madre de las niñas y su expareja. Cristian Iona Ropa, el padre y asesino de las menores, se suicidó después en el mismo cortijo perdido en una sierra almeriense. Desde aquel día, Alina ha convivido con el cariño de sus convecinos de Abla, el pueblo de Almería de poco más de 1.200 habitantes donde vivía, y de una asociación de ayuda a víctimas de violencia machista. Pero también, con un intenso olvido por parte de las instituciones. Esta madre, que llegó a España desde Rumania en 2017 y que en julio cumplirá 25 años, afirma: “Nadie me ha llamado para preguntar si me hace falta algo o cómo estoy”.
Ha pasado un año del asesinato de sus hijas y Alina, muy expresiva, mezcla la rabia con el anhelo por seguir adelante y con el llanto que le produce recordar la noche en que encontró a sus niñas asesinadas. Al horror del vacío sin ellas, se ha sumado el desamparo, el tener que ocuparse de la burocracia, de sobrevivir pese al luto y los fallos en su protección. Una amiga la acogió en su casa ―”Si no hubiera sido por ella, estaría en la calle”― y allí pasó los primeros meses de duelo, sin trabajar. En enero empezó a remontar. Encontró trabajo como cocinera. Instalada en Granada lucha por cambiar el curso de su destino, aunque vuelve con frecuencia a Abla a visitar la tumba de las pequeñas.
Cuando los focos de los medios de comunicación se apagan, algunas víctimas de violencia machista caen en el olvido. También para las instituciones, en un caso como el de Alina, en el que el Estado falló. El relato de los mecanismos oficiales que se han puesto en marcha para ella desde aquel 17 de marzo es breve. Alina cuenta que dispuso de ayuda psicológica de emergencia tras la violencia desatada por el padre de sus hijas, además de unos días de ayuda de asistencia social del Instituto Andaluz de la Mujer, dependiente de la Junta de Andalucía, que delega el apoyo en la diputación provincial y los ayuntamientos.
Ella lo agradece y las recuerda con cariño. Ahí empezó y acabó toda la asistencia psicológica que ha recibido. Ella insiste: “Desde que pasó lo de mis hijas nadie me ha llamado para preguntarme cómo estoy psicológicamente. No le han dado importancia. Creo que ellos [las instituciones] no acaban de entender que mi situación de antes es distinta a la de después de que me mataran a las niñas”. De hecho, recuerda, demandó expresamente ayuda psicológica. Tuvo una sesión, dice, y ahí terminó.
Alina muestra fotos de las niñas en las que ríen, juegan, toman un helado, hacen gestos a la cámara, celebran cumpleaños o se disfrazan para el cole. Con 24 años, el relato de su vida está marcado por el horror excepto por el oasis que fueron sus hijas. Antes del asesinato, era un víctima de violencia machista que esperaba el juicio a su maltratador. Su plan era volver a Rumania con sus hijas. El inicio del proceso penal estaba fijado para el 10 de abril. Él las mató antes y luego se suicidó.
Los asesinatos ocurrieron un domingo. Alina estaba inquieta desde la mañana porque su expareja no contestaba a sus llamadas. Entre lágrimas, hoy recuerda cómo lo llamó muchas veces y al no obtener respuesta, le pidió a su pareja de entonces y al cuñado de Cristian que se acercaran a ver qué pasaba. Desde fuera, por la ventana, alguien vio al padre tirado en el suelo y medio envuelto en una manta. Echaron la puerta abajo. Dentro encontraron a una niña, ya fallecida, sobre la cama. La pequeña, en el suelo con su padre, también estaba ya sin vida. Él se suicidó con el mismo pesticida pero en ese momento aún vivía. Murió poco después.

Alina recuerda que a pesar de ser un agresor que tenía una pulsera para estar localizado 24 horas, la Guardia Civil tuvo dificultades para llegar al sitio y que ella pasó varias horas allí, sin consuelo. También cuenta cómo en el tanatorio no querían dejarle tocar a sus niñas y se tuvo que poner brava hasta que lo consiguió.
Alina no tenía dinero ni para enterrar a las niñas. El Ayuntamiento de Abla le cedió el nicho donde las menores reposan juntas. Pero el espacio físico solo era una de las partes del funeral que había que pagar. Alina, que “trabajaba 16 horas al día, de siete de la mañana a seis de la tarde y de siete de la tarde hasta el cierre, en un bar de su pueblo”, no tenía dinero para enterrar a sus hijas.
Al final, el sepelio se pagó “con las donaciones recogidas en la asociación La Volaera”, explica María Martín, presidenta de la organización que ayuda a esta mujer y le ha conseguido un trabajo. “También hicimos una colecta que entregamos a Alina”, cuenta Martín, a su vez víctima de violencia de género hace 25 años, “para que saliera adelante”.
Nicho y un primer golpe de asistencia psicológica. Ahí comienza y acaba la atención de las diferentes administraciones con esta madre.

Terribles fallos del sistema
La vida de Alina en España siempre ha sido difícil. También en Rumania, donde ya de pequeña el padre maltrataba a su madre delante de ella. En Almería, con traslados de domicilio constantes, explotada y sin contrato, ella pagaba “todos los gastos de las niñas, y el alquiler de 400 euros”, rememora. Jamás recibió la manutención que el padre, por sentencia judicial, debía pagarle: 150 euros por cada niña. El padre y asesino jamás cumplió su obligación de pago ni la justicia se lo reprochó o reclamó. El hecho de ser extranjera y no hablar español al principio colocó a Alina en una situación de vulnerabilidad. Estaba aislada, sus relaciones sociales se circunscribían a la familia de él.
Con esos traslados frecuentes, el vecindario no acaba de enterarse de lo que ocurre y cuando lo hace, víctima y agresor ya están en otro sitio. Martín incluye en la ecuación el problema de un sistema de protección que “está obsoleto y no cumple su función”, protesta. “Son terribles todos los fallos del sistema”. “Todos los servicios de protección están privatizados y no son evaluables”, critica Martín. Unos servicios que ya fallaron a Alina antes del asesinato de sus hijas.
El sistema de protección a víctimas de violencia de género tiene como principales recursos, además del sistema policial y judicial, la tecnología ―pulseras del programa Cometa, el servicio Atenpro de atención inmediata por móvil o la asistencia telefónica del 016―, y un sistema de espacios seguros para las víctimas, como son los puntos de encuentro familiar, los centros de emergencia, donde se protege a las víctimas con urgencia, las casas de acogida y los pisos tutelados.
Alina, en principio, tuvo casi todo: sentencia que impuso orden de alejamiento de su agresor, reconocimiento del abono de la manutención de las niñas y, también, la imposición de que los encuentros con el padre fueran en puntos de encuentro. Esto acabó siendo de imposible cumplimiento por la incapacidad de Alina de trasladarse a otra localidad con sus hijas. Esta, como otras decisiones del protocolo de atención a las víctimas, pone las cosas más difíciles a ellas que a los agresores. Alina también accedió al programa Cometa, estuvo en un centro de emergencia y luego en un piso de acogida.
Alina llegó a Almería sin haber cumplido los 18 años para ayudar a su padre, ingresado entonces en un hospital, y maltratador de su madre allá en Rumania cuando Alina era pequeña. Conoció al que sería padre y asesino de sus hijas, unos años mayor que ella, meses después de llegar a España. El maltrato psicológico empezó pronto “y atacando al punto sensible: mi madre”. “Siempre hablaba mal de ella sabiendo que me dolía mucho”, cuenta Alina. Se quedó embarazada. Pronto llegó la violencia física.
En julio de 2019, dos semanas después del primer parto, “estaba dando de mamar a Larisa, en la cama, cuando se puso encima de mí, y me bloqueó con su pierna sobre mi brazo. Él, con 80 o 90 kilos, y yo, con 50 y la niña en mi pecho. Me golpeó y comencé a sangrar en la cara”. Ella, muy aislada y que apenas entendía español, no se atrevió a ir a la Guardia Civil a denunciar.
En febrero de 2022 nació Elissa. Una noche, borracho y después de estar varios días fuera, volvió a casa y la agredió: “Rompió la puerta y muchas cosas. Me dijo que se iba, que se llevaba a Larisa y que yo me quedaba con la pequeña”. Antes de marcharse con la mayor, recuerda, la golpeó hasta romperle el brazo izquierdo. Se fue con la niña y cuando quiso, una hora después, la llevo de vuelta. Ese era un límite que se había marcado Alina: “Que la niña no viviera lo que yo viví”, dice. Sin móvil propio, consiguió, en un descuido, el del agresor y ese día llamó a la Guardia Civil. Esa llamada activó el sistema de protección institucional.
¿Regresar a Rumania?
La primera idea de Alina fue irse a Rumania con su hija. Nunca consiguió que él firmara el obligatorio permiso. En el juicio rápido tras la agresión, le pidió a la jueza que hiciera posible su marcha a su país. Según recuerda, la magistrada le dijo que solo podía ser si él firmaba voluntariamente.
De ese juicio, ella salió con una calificación de riesgo alto en el sistema Viogen de valoración del riesgo. Él, con una orden de alejamiento de 500 metros, y ambos con dispositivos de Cometa, que vigila que se cumpla la distancia. Una pulsera y móvil para él y un móvil para ella que salta cuando el agresor se acerca más de la cuenta. “La alarma no paraba de saltar. Sabes que está cerca, pero no dónde”, explica. Y ocurría mucho. Ella cree que él circulaba por una autovía cercana a la vivienda aunque podría estar cerca, acechando.
“Es una forma habitual de maltrato psicológico”, añade María Martín, porque esa alerta constante hace la vida imposible. Ambas mujeres relatan cómo la centralita acaba por minimizar las alarmas cuando son tan frecuentes. También, que hay más condescendencia de la debida con la ruptura de esa distancia.
Alina y sus dos hijas pasaron en marzo de 2022 a un centro de emergencia en Almería. Ella iba con una niña de dos años y otra de meses, y no había alimentación para bebés. “Teníamos comida de catering para las tres”, añade. Tampoco había leche de fórmula, solo de vaca. “La niña me vomitaba” y la norma es que ella no podía abandonar la casa para ir a comprar. “Había yogures los viernes, una vez a la semana”, añade. Sus peticiones de comida para la bebé se convirtieron en discusiones y acabaron recomendándole que se fuera.
A Granada llegó en autobús con sus dos hijas, una en cada brazo, y una maleta. La recogió una desconocida y entró en una casa de acogida, donde estuvo casi un año. Alina recuerda que había unas 15 o 20 mujeres, con sus hijos e hijas, cada familia en una especie de apartamento. La experiencia la resume como mala. “Muy mala comida, ninguna intimidad, mucho frío y muy malas formas”. De nuevo, sus reclamaciones y quejas le causaron a Alina problemas. “De allí, sea cual sea el motivo, siempre consta que te vas voluntariamente. Me pusieron un papel, lo firmé, y me fui”.
Señales de peligro que nadie vio
Regresó a Abla, donde un año y dos meses después, el padre asesinó a las niñas. En aquel momento, tras dejar Granada, pidió una ayuda económica que solo recibió después del asesinato de sus hijas. Desde la Junta de Andalucía confirman que tramitaron una ayuda económica para Alina. Ella se sorprende, se molesta: “Me dieron, después del asesinato de mis hijas, la ayuda que pedí cuando salí del piso de Granada, cuando mis hijas aún vivían. No me han dado nada, ni un euro, después”.
Alina es joven y se muestra fuerte. En cuanto pudo aprendió a hablar castellano y a día de hoy se maneja perfectamente. Pero su entereza se agrieta al recordar lo ocurrido aquel domingo que, dice, cree que pudo estar preparado para el domingo anterior. Las niñas solían pasar el fin de semana con su padre, según la sentencia judicial, que le permitía visitas pese a su condición de maltratador. De hecho, Alina llegó a tener a la vez, en una situación que se antoja imposible, una orden de alejamiento de 500 metros y una sentencia que obligaba a que el padre pasara fines de semanas con sus hijas.

El domingo anterior al asesinato, la pequeña estaba enferma y solo Larisa, la mayor, estuvo con su padre. Recuerda ahora que la llamó el sábado, ya tarde, con la niña semiinconsciente. “Le dije que me la trajera. Lo hizo y la llevé al médico. Mejoró y nos fuimos a casa. Pero yo creo que estaba probando”, dice. Al siguiente ocurrió. Había señales de peligro que nadie vio.
A pesar de todo, Alina tiene algunos momentos buenos y se permite alguna sonrisa. Le va bien en su trabajo como cocinera en un bar granadino. “Hoy he hecho un potaje con un toque rumano que ha gustado mucho”, dice sonriendo. A la pregunta de cómo ve su futuro, Alina, con una mueca en su casa, responde : “¿Qué futuro?”.
A pesar de ese desencanto con el porvenir, la mujer va desvelando sus propósitos para crecer y seguir adelante. Porque hay cosas que le gustan y porque, resume, “ya no tengo nada que perder”. Profesionalmente, quiere sacarse un título oficial de español y estudiar algún curso de seguridad privada: “Me gusta eso”, dice. “No quiero dar lástima”, agrega, “me fui de Abla, además de por el trabajo, porque sentía que la gente me miraba con lástima. No me gusta eso”.
El teléfono 016 atiende a las víctimas de violencia machista, a sus familias y a su entorno las 24 horas del día, todos los días del año, en 53 idiomas diferentes. El número no queda registrado en la factura telefónica, pero hay que borrar la llamada del dispositivo. También se puede contactar a través del correo electrónico 016-online@igualdad.gob.es y por WhatsApp en el número 600 000 016. Los menores pueden dirigirse al teléfono de la Fundación ANAR 900 20 20 10. Si es una situación de emergencia, se puede llamar al 112 o a los teléfonos de la Policía Nacional (091) y de la Guardia Civil (062). Y en caso de no poder llamar, se puede recurrir a la aplicación ALERTCOPS, desde la que se envía una señal de alerta a la Policía con geolocalización.
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