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Columna
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Glasgow: entre la decepción y la esperanza

El fracaso de la cumbre del clima refleja la dificultad del movimiento ecologista para seguir empujando sin caer en el catastrofismo

Los activistas de Amigos de la Tierra en una protesta durante la cumbre del clima celebrada en Glasgow.
Los activistas de Amigos de la Tierra en una protesta durante la cumbre del clima celebrada en Glasgow.Getty Images
Milagros Pérez Oliva

Poco más que una declaración de buenas intenciones. Los optimistas se esfuerzan por señalar los avances de la Cumbre de Glasgow sobre el clima, pero apenas pueden ofrecer compromisos vagos, no cuantificables. Tanto en la declaración final como en los acuerdos parciales sobre el metano o la desforestación, se hacen propósitos de cambio, pero la concreción se deja para más adelante y eso es grave en una crisis en la que el contador no se para y el tiempo se acaba: lo que no hagamos en los próximos diez años, será ya irremediable.

¿Cuantas cumbres más como esta podemos permitirnos? Lo ocurrido en Glasgow refleja bien el tipo de ambivalencias en las que nos movemos. Entre la inercia y la urgencia del cambio, entre la evidencia científica y los intereses económicos inmediatos, entre las necesidades y el poder real de intervención. Quienes luchan contra el cambio climático se debaten de nuevo entre la decepción y el voluntarismo, entre el catastrofismo y la esperanza. Saben que un discurso que enfatice la catástrofe que se avecina sirve para despertar conciencias, pero puede acabar siendo paralizante. Dibujar un horizonte de impotencia puede ser desmovilizador. Por eso han tratado de criticar la falta de avances sustanciales pero evitando promover la idea de que las inercias son tan fuertes, los intereses económicos concernidos tan poderosos y los gobiernos tan débiles, que nada se puede ya esperar.

El reconocimiento explícito de los gobiernos de que hasta ahora no han hecho lo suficiente solo es una muestra de mala conciencia ante un fracaso colectivo del que son responsables. Con una mano firman compromisos de reducción de emisiones y con la otra aprueban cuantiosas subvenciones a los combustibles fósiles. Para ver en qué dirección nos movemos, solo hay que seguir al dinero. Un informe de la organización norteamericana Friends of the Earth y de Oil Change International reveló en octubre pasado que entre 2018 y 2020 los países del G20 destinaron 188.000 millones de dólares a financiar proyectos de petróleo, gas y carbón a través de sus instituciones financieras de desarrollo, agencias de crédito a la exportación y bancos multilaterales de desarrollo. Esa cifra era 2,5 veces mayor que la destinada a proyectos de energía renovable. Entre los veinte países que han firmado en Glasgow un compromiso de no seguir financiando este tipo de proyectos en el exterior no figuran muchos de los que más lo hacen, entre ellos China y Japón. Y por supuesto, el acuerdo no incluye ninguna limitación a las ventajas fiscales y las subvenciones directas dentro de cada país.

Haber colocado el cambio climático en el centro de la agenda política es justamente el logro más sustancial del movimiento ecologista. Pero una vez despertada la conciencia general, lo que ha de permitir transformar el miedo en acción política es la esperanza. La certeza de que el cambio es posible. Por eso, en el eterno dilema de si la botella está medio llena o medio vacía, todos se han esforzado estos días en situarla en el punto medio. En palabras de Barack Obama, “se han hecho avances importantes, pero no estamos ni siquiera cerca de donde deberíamos estar”.

Si no hubiéramos hecho nada hasta ahora, al final de este siglo la temperatura media del planeta sería 4,5 grados superior a la de la era preindustrial. Un infierno. Con los compromisos actualmente firmados de reducción de emisiones el aumento será, si todos cumplen, de 2,9 grados. Y con las promesas de Glasgow, todavía por concretar, podrían bajar a 2,4. Una diferencia sustancial. El problema es que no es suficiente y ya no tenemos margen. El tiempo de actuar se acaba. Para alcanzar el objetivo fijado en el Acuerdo de París de que la temperatura media no suba a final de siglo más de 1,5ºC, las emisiones tendrían que caer un 45% respecto a las de 2010. Cómo hacerlo es justo lo que se ha evitado concretar.


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