Evacuados en una habitación: la vida en un hotel tras perder la casa por el volcán de La Palma
Casi 500 personas han sido alojadas en dos complejos turísticos de la isla tras haber dejado sus hogares de forma preventiva o haberlos perdido por el paso de la lava
En el vestíbulo del hotel Teneguía Princess, de cuatro estrellas y levantado en Fuencaliente (en el pico sur de la isla de La Palma), los empleados fingen normalidad. La recepcionista explica a una mujer que se acerca a preguntar que el precio por noche es de 74 euros. El camarero pasa como por inercia una bayeta por las mesas del café Piano, en un espacio muy amplio y totalmente diáfano con una fuente de piedra en el centro que expulsa agua. Ese es el único sonido perceptible. En el extremo de uno de los salones, con un número de sillas de cuero que ahora resulta desproporcionado, hay un piano de cola tapado por una tela morada. El complejo, con unas 600 habitaciones, hospeda desde hace unas semanas a 388 personas que han perdido su casa por la lava o que han sido evacuadas de forma preventiva por su proximidad a alguna de las coladas. Otras 70 están alojadas en el hotel Valle de Aridane ―más modesto, de tres estrellas―, en Los Llanos. El Gobierno canario cubre los gastos.
Eva, de 40 años, es una de ellas. Llegó al Princess con su marido hace tres semanas, después de que los evacuaran de su casa de La Laguna, en el municipio de Los Llanos. La lava está ya a menos de un kilómetro de allí. Él trabaja en una platanera cercana al hotel y ella perdió su puesto como empleada del hogar unos días después de que explotara el volcán. “Aquí muchos se limpian la habitación para mantener la mente entretenida, pasan las horas y te aburres, te desesperas”, cuenta sentada en la cama.
El hotel sigue funcionando como si estuviese ocupado por turistas: si los huéspedes quieren que les cambien las sábanas tienen que colocar un cartel de cartón sobre la cama; si desean que les cambien las toallas, las tienen que depositar dentro de la bañera; hay servicio de lavandería para la ropa y todas las mañanas un servicio de limpieza repasa el cuarto. Disponen de pensión completa. La gran diferencia es que las piscinas y el spa están cerrados. Eva no se ha acercado a mirarlos. “No estamos aquí de vacaciones, sino esperando a ver qué pasa... Lo que peor llevo es no poder estar con mis perras”. No está permitido el acceso de mascotas. “La pequeña es mi gominola, no se separa de mí, tenemos un vínculo muy fuerte con ella y cada noche dormía con nosotros en la cama”.
La rutina de Eva se ha complicado. Antes podía llegar en cinco minutos en coche a visitar a sus padres o sus hermanas. Ahora, desplazarse del hotel al Valle de Aridane, donde vive su familia y donde está el volcán, supone una hora y media de conducción por carreteras sinuosas y puertos de montaña. Lo único que le aporta alegría estos días es pasear a sus perras y darles de comer, las guarda en unas casetas de un terreno cercano.
Al pasear por las zonas de piscinas se ve cómo el volcán lo ha embrutecido todo. Las aguas son oscuras, los fondos tienen una capa considerable de ceniza, igual que los puentes de madera que las comunican y las hamacas que han quedado. En una especie de isla hay un espacio circular acristalado que antes servía de bar y tienda de souvenirs. Las vitrinas están tapadas por sábanas blancas y la ceniza se ha colado también ahí. Se ven varias colchonetas sin cubrir, una rosa fucsia y otra con forma de plátano. El hotel había inaugurado unos meses antes una zona solo para adultos, que también está desmantelada.
“La comida está muy bien, hay bufé y bastante variedad, pero la gente va a comer intranquila y cuando hay temblores nos miramos los unos a los otros y ya no sabemos qué decirnos”, explica Eva. No se ha llevado objetos personales a la habitación, no le apetece. Quiere tener la sensación de que es algo temporal, aunque no sabe cuánto tiempo van a tener que residir ahí. Desde su balcón se ven otros con tendederos, con ceniceros colmados de cigarros, o con botellas de agua o licor sobre la mesa.
Cruz Roja se encarga de atender a los huéspedes de ambos hoteles. A los que lo necesitan les ofrecen tarjetas monedero de 100 euros para que puedan adquirir enseres, también de gasolina y kits de higiene personal. De los 7.000 evacuados, se da una plaza de hotel a aquellos que no han encontrado una alternativa habitacional, no se deja a nadie fuera.
“Me estresa sentir que llevo la casa a cuestas”
El hotel Valle de Aridane, donde se alojan 70 evacuados, es mucho más humilde. En las habitaciones no hay sofá, ni mesa, ni nevera. Solo dos camas individuales, una mesita y una pequeña estantería de madera. Luz, de 33 años, pidió el cambio desde Fuencaliente para que sus hijos pudiesen seguir en su colegio de Los Llanos. Le resulta poco práctico tener que salir a dos restaurantes de la ciudad para las comidas y las cenas; allí solo les sirven el desayuno. En su cuarto tiene varios packs de botellas de agua, un paquete de pan de molde y una torre de juegos de mesa. “Me estresa sentir que llevo la casa a cuestas, voy trayendo juguetes para la pequeña, se hace muy duro”. Lleva un mes de baja. Comenzó a sufrir ataques de ansiedad y dice que no puede dormir ni con pastillas.
Su casa está en Puerto Naos, municipio de la costa que ahora está amenazado por una de las nuevas lenguas de lava. “No le veo nada positivo a estar aquí, me gustaría poder alquilar una casa, pero gano 900 euros al mes y los pisos se han disparado, no hay ayudas para eso”, lamenta. Su hijo echa de menos sus platos caseros, sus albóndigas y croquetas. Luz cuenta que el mejor regalo que le hizo su expareja fue trabajar él durante muchos años para que ella pudiese dedicarse al cuidado de los niños. “Ellos todavía no han pasado por una fase dramática, están conmigo y se sienten protegidos, para ellos todos es ma (su forma familiar de referirse a la madre), además ven todo lo que llevo encima y no les nace quejarse”. Sus dos hijos duermen en una habitación contigua, aunque la pequeña pasa mucho tiempo en la suya. “Viene, quita el teléfono de encima de la mesita y hace ahí sus deberes”.
Las paredes del hotel no están insonorizadas, se escuchan golpes en la pared del cuarto de al lado. Luz tiene un despliegue de apuntes sobre la cama y un portátil. Está matriculada en un grado medio de auxiliar de enfermería. No tiene una mesa en la que apoyarse y por la ventana entra el sonido de un perro que no para de ladrar. “¿Qué es lo peor de estar aquí? Que no decido lo que como o cuándo lavar la ropa. No tengo casa, vivo en un hotel”.
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